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La bandera negra
ОглавлениеVuelve de Nueva Caledonia en el barco John Helder. Carga consigo distancias, nostalgias y cinco gatos, uno de ellos ciego, que viajan atados y en silencio, y que la acompañarán en el periplo europeo que está por comenzar. Llega a Londres sobre fin de año y al poco tiempo está de regreso en París; en todo el continente cunde el desempleo, la miseria y la represión gubernamental. Se acerca a los barrios más pobres de la capital y vive en la más descarnada austeridad. Todo lo da. Todo lo reparte. Se acomoda en un pequeño cuartucho con sus felinos silenciosos y con un papagayo al que ha enseñado a saludar repitiendo: «¡Viva la anarquía!».
En 1883, en un mitin en París, fijando sus diferencias ideológicas con los militantes marxistas, a quienes acusa de autoritarios y parlamentaristas, se pronuncia a favor de la adopción de la bandera negra por los anarquistas. Y ese mismo año, en una de las tantas manifestaciones espontáneas en las que participa, enarbola una bandera negra que no es otra cosa que los jirones de un viejo vestido. La acusan de haber comandado a un grupo de zaparrastrosos que robaron unas panaderías.
—¿Toma usted parte en todas las manifestaciones? —le pregunta el presidente del tribunal al que es conducida.
—Sí, por desgracia… Yo estoy siempre con los desdichados.
—Lo cierto es que la tienda del señor Augerau ha sido saqueada.
—No lo sé, y me extraña que el señor Augerau se ocupe de esas nimiedades. Yo le he visto a él robar en el precio y el peso del pan.
—¿Es cierto que se echó usted a reír delante de la tienda?
—No sé lo que podría hacerme reír. ¿Sería la miseria de los que me rodeaban o el triste estado de cosas que nos recuerda el año 1789?
—Pero los tres comerciantes desvalijados pretenden que la multitud obedecía a una señal.
—Es absurdo. Para obedecer a una señal es necesario que la señal se haya convenido de antemano y habríamos debido enterar a todo París de que en un momento determinado yo levantaría o bajaría la bandera delante de las panaderías.
El resultado del juicio es una condena de seis años en la cárcel de San Lázaro, seguidos de diez años de vigilancia. Poco después es trasladada a la prisión central de Clermont, donde de inmediato comienza a trabajar con las presas y a organizarlas y brindarles educación. Pero el 5 de enero de 1886 muere su madre, a quien le habían dejado visitar unos días antes fuertemente custodiada, aunque no le permiten concurrir al sepelio. El entierro de Mariana Michel convoca a una multitud.
Un año después el gobierno francés decreta un indulto que en un principio Louise se niega a aceptar. Finalmente, está otra vez en libertad, del mismo modo que el príncipe Pedro Kropotkin, quien llevaba ya tres años detenido en la cárcel de Clairvaux. También ha continuado escribiendo sus poemas, sus cuentos y sus largos trabajos, como un libro titulado Las prisiones, que se perderá entre una y otra requisa.
Una vez en las calles, da cientos de conferencias. La gente acude en masa a escuchar a quien ya ha sido apodada la virgen roja, y las mujeres besan sus ropas y los hombres la escuchan embelesados, aunque también hay quienes arrojan huevos y tomates a su paso, y el 22 de enero, previo a uno de sus mítines, un joven le descerraja dos balazos en la cabeza. Un proyectil le arranca el lóbulo de la oreja derecha y el otro se incrusta detrás de la oreja izquierda. El muchacho es detenido y desarmado por los compañeros de Louise, pero ella se niega a hacer la denuncia policial, y también a ser atendida, hasta que luego de varios intentos, un médico logra extraerle el proyectil.
—Pero ¿qué razón tenía usted para querer matarme? —le pregunta a Lucas, el frustrado homicida, una vez que logra visitarlo en la cárcel.
—Veía en usted a una enviada de Satán que predicaba el odio y el robo.
Finalmente, todo se salva con un poema dedicado al muchacho que en su última estrofa dice: «Ese hombre ante nosotros es un antepasado/ de la época del antro, del fondo de los bosques./ Para juzgarle habría que ser…/ de los que vivieron antaño».