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Un colono del Far West

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La vida de Bakunin transcurre esos primeros meses entre Berlín y Dresde. Un extraño nerviosismo recorre el continente y en uno y otro lado se forman grupos dispuestos a algún tipo de conspiración, vaticinando una inminente revolución que habrá de transformar a Europa. Bajo el seudónimo de Jules Elysard, Mijaíl da a conocer un encendido artículo en los Anales de Halle, una publicación que dirige el doctor Arnold Ruge, cuya frase culminante es: «El aliento de la destrucción es un aliento creador». Ello, sumado a su fervorosa actividad en los medios intelectuales, hace que la legación rusa en Alemania comience a poner atención en el irreverente joven que podría convertirse en un peligro político para el reinado de Nicolás I.

A comienzos de 1843, Bakunin llega a Zurich tratando de poner distancia de algunos agentes que lo vigilan, pero hasta allá llegan los ojos del zar y, de las informaciones obtenidas, el Consejo de Estado ruso lo declara «culpable de relaciones criminales en el extranjero con una asociación de individuos malintencionados», por lo que deciden quitarle su graduación militar y su título nobiliario, advirtiendo que «será, en caso de que se presentase en Rusia, relegado a Siberia a trabajos forzosos».

En 1844 viaja a París, donde el ambiente es febril y todos esperan un levantamiento popular capaz de conmover los cimientos de la dinastía napoleónica. Allí conoce a Carlos Marx. «Nos vimos bastante a menudo», contaría años después, «ya que yo lo respetaba mucho por su ciencia y por la seriedad y pasión de su entrega, siempre mezclada de vanidad personal, a la causa del proletariado, y yo buscaba con avidez su conversación instructiva y espiritual cuando sus palabras no me inspiraban un odio mezquino, algo que, ¡ay!, ocurrió demasiado a menudo. Pero nunca hubo una franca intimidad entre nosotros dos. Nuestros temperamentos no concordaban. El decía que yo era un idealista sentimental, y tenía razón; yo lo llamaba pérfido vanidoso e hipócrita, y también yo tenía razón».

Pronto las orillas del Sena, la calle Bourgogne y los barrios parisinos se acostumbrarán a su portentoso andar y a su verbo manifiesto. En su casa recibe a su amigo Herzen, y también lo visita con frecuencia Proudhon; escuchan a una pianista que a toda hora interpreta las sonatas de Beethoven, discuten de filosofía... También algunos maridos, candidatos al engaño de sus esposas, ponen especial atención a su presencia. En marzo de 1845 envía una carta a uno de sus hermanos: «Amo, Pavel, amo apasionadamente... Amar es querer la libertad, la independencia total de otro... Querer, al amar, la dependencia de aquella persona a la que se ama, es amar una cosa y no un ser humano, pues el hombre solamente se distingue de la cosa por la libertad».

En París participa junto a exiliados polacos en una serie de actos; es el único ruso que se atreve a luchar junto a los derrotados por el zar, pero pronto debe huir a Bélgica, donde se instala hasta comienzos de 1848, cuando el pueblo francés derroca a Luis Felipe. «Por fin estalló la revolución de febrero. En cuanto supe que se estaba luchando en París, tomé un pasaporte que me dejó uno de mis conocidos y me puse en camino». El levantamiento enciende a las principales ciudades europeas y convoca a miles de individuos en Milán, Venecia, Viena, Berlín. De las barricadas parisinas, de «esa fiesta sin comienzo ni fin» a la que desea atribuir la responsabilidad de transformar todo el continente en una república, Bakunin parte rumbo a Polonia, aunque nunca llegará a destino. En el verano combate en Praga y luego en Berlín; llega a Breslau y poco después, en Dresde, donde organiza y dirige una rebelión popular que se adueña de la ciudad durante dos días, se enfrenta a la represión de las tropas prusianas. Pero ya las casas reales han recuperado fuerzas y, por otra parte, todas las policías europeas están tras sus pasos. «Yo hubiera tenido que nacer en algún rincón de los bosques norteamericanos, entre los colonos del Far West, allí donde la civilización está todavía empezando..., y no en una sociedad burguesa organizada», escribe entonces.

Un periódico que se edita en Colonia y que dirige Marx difunde la versión de que la escritora George Sand ha dicho que su amigo Bakunin es en realidad un agente al servicio del zar Nicolás, y el infundio provoca que sus compañeros se distancien momentáneamente de él. De inmediato envía un emisario para que aquel se retracte, cosa que ocurre a los pocos días. Ambos se cruzan en Berlín.

—Debes saber que me encuentro ahora a la cabeza de una sociedad comunista secreta —le comenta Marx con sorna—, tan bien disciplinada que si yo hubiera dicho a uno de sus miembros «Ve y mata a Bakunin», te hubiera matado.

—Si tu sociedad secreta no tiene otra cosa que hacer que matar a las personas que no le gustan, no puede ser otra cosa que una sociedad de sirvientes o de fanfarrones ridículos.

Finalmente, en la madrugada del 9 al 10 de mayo de 1849 es detenido en Chemnitz. Las autoridades sajonas lo condenan a muerte, pero luego deciden enviarlo a Austria, donde lo espera otro juicio; allí conmutan la pena capital por la de trabajos forzados a perpetuidad. Durante semanas enteras en que es trasladado de un presidio a otro y en que la policía teme constantemente que sus compañeros hagan cualquier cosa por liberarlo, nadie conoce su paradero ni sabe nada de su estado de salud. Finalmente, en la prisión de Olmütz, donde permanece seis meses encadenado a una pared, es entregado a una comitiva rusa. El oficial austriaco exige que le devuelvan las cadenas y que los rusos lo engrillen con las suyas.

—Eh, muchachos, volver a casa, saberlo, y morir —dice Bakunin con una sonrisa en su demacrado rostro.

—Está prohibido hablar —le responden, cortantes, los agentes.

En mayo del 51, la fortaleza de Pedro y Pablo en San Petersburgo recibe a un nuevo inquilino. Mijaíl está de nuevo en su tierra. Lo esperan seis brutales años de prisión y otros cuatro de exilio en Siberia. Su vida está por empezar.

Las mil cuestiones del día

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