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«Somos utopistas, es cosa sabida»
ОглавлениеKropotkin es un hombre de ciencias y, como tal, quiere sentar las bases científicas del anarquismo. Es en La conquista del pan, libro que tendría una inmediata repercusión en los círculos sindicales de la época, donde elabora su idea del anarquismo comunista, de algún modo poniendo distancia del mutualismo de corte proudhoniano y del colectivismo de corte bakuninista. De la retribución sobre el trabajo hecho a la idea del consumo libre, del a cada uno según su esfuerzo a la noción de a cada uno según sus necesidades, parece haber una brecha de notables dimensiones. En su libro, Kropotkin enumera una serie de variables básicas para la estructuración de una nueva sociedad, y si bien concede que en un principio la revolución deberá instituirse sobre las bases de un régimen colectivista, el común acuerdo libre, la iniciativa individual y el bienestar de todos habrán de ser los nódulos que llevarán a la instauración del comunismo libertario.
Obvio es señalarlo, la desaparición de la propiedad privada habrá de ser el primer paso para esa nueva construcción económica y social, y algunos de los tópicos en boga en el pensamiento socialista, como el derecho al trabajo, se transforman en blanco de sus dardos: «El derecho al bienestar es la posibilidad de vivir como seres humanos y de criar los hijos para hacerlos miembros iguales de una sociedad superior a la nuestra», dirá entonces, «al paso que el derecho al trabajo es el derecho a continuar siempre siendo un esclavo asalariado, un hombre de labor, gobernado y explotado por los burgueses del mañana. El derecho al bienestar es la revolución social; el derecho al trabajo es, a lo sumo, un presidio industrial».
El tema abriría un inmediato debate no solo con los teóricos del marxismo, sino entre anarquistas de diferentes tendencias. Los viejos proudhonianos, tal como señala Daniel Guérin, recordarían que el fundador del anarquismo «no considera en absoluto que la retribución recibida por los miembros de una asociación obrera sea un "salario", sino, antes bien, un reparto de los beneficios realizado libremente por los trabajadores asociados y corresponsables». Los comunistas libertarios, Kropotkin a la cabeza, impacientes en el diseño de esa sociedad futura que pronosticaban muy cercana, suponían que el trabajo produciría en ella mucho más de lo que se necesitaría para todos, por lo que la sola idea del salario sobraba en sus esquemas organizacionales. Pero es el italiano Errico Malatesta, por entonces también volcado al anarco comunismo, quien de algún modo tercia en la discusión intentando cierta mesura en los proyectos. «Para llevar el comunismo a la práctica», escribe en 1884, «es preciso que los miembros de la sociedad lleguen a una gran madurez moral, adquieran un elevado y profundo sentimiento de solidaridad que el impulso revolucionario quizá no baste para crear, sobre todo en los primeros tiempos, en que se darán condiciones materiales poco favorables para tal evolución».
«Somos utopistas, es cosa sabida», sostendrá un fervoroso Kropotkin, capeando las múltiples críticas que provoca. «En efecto, tan utopistas, que llevamos nuestra utopía hasta creer que la revolución debe y puede garantizar a todos el alojamiento, el vestido y el pan. Es preciso asegurar el pan al pueblo sublevado, es menester que la cuestión del pan preceda a todas las demás. Si se resuelve en interés del pueblo, la revolución irá por buen camino. [...] Nuestro comunismo no es el de los falansterianos ni el de los teóricos autoritarios alemanes, sino el comunismo anarquista, el comunismo sin gobierno, el de los hombres libres. Esta es la síntesis de los dos fines perseguidos por la humanidad a través de las edades: la libertad económica y la libertad política».
Pero más allá de las diferencias tácticas, sigue siendo central en el pensamiento de Kropotkin la independencia de cada mínima unidad territorial en la que el común acuerdo reemplazará cualquier tipo de forma jurídica. Dirá también, y acaso involuntariamente poniéndose en guardia ante lo que serán las experiencias socialistas dos o tres décadas más tarde, que «la idea de una sociedad sin Estado provocará por lo menos tantas objeciones como la economía política de una sociedad sin capital privado. Todos hemos sido amamantados con prejuicios acerca de las funciones providenciales del Estado. Toda nuestra educación, desde la enseñanza de las tradiciones romanas hasta el código de Bizancio, que se estudia con el nombre de derecho romano, y las diversas ciencias profesadas en las universidades, nos acostumbran a creer en el gobierno y en las virtudes del Estado providencial. Para mantener este prejuicio se han inventado y enseñado sistemas filosóficos. Con el mismo fin se han dictado leyes. Toda la política se funda en ese principio, y cada político, cualquiera que sea su matiz, dice siempre al pueblo: "¡Dame el poder; quiero y puedo librarte de las miserias que pesan sobre ti!"».