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La voz del pueblo

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Si, entre tantas cosas que le pasaron, algo importante le hubiera faltado vivir a Augusto Spies durante los siguientes meses de cautiverio, ello fue haber conocido a Nina Van Zandt, una rica heredera que comenzó a concurrir a tribunales por pura curiosidad y que terminó enamorándose perdidamente del alemán, al punto que finalmente decidió casarse con él. Así lo contó en el prólogo de un folleto con la autobiografía de Spies publicado tiempo después de la muerte de éste. «Mi simpatía por los acusados hizo germinar en mi corazón un principio de amor por el señor Spies, y poco después sentía por él una inmensa pasión. Como amiga encontraba mil obstáculos a mis visitas; para salvarlos resolvimos que yo declararía ser su novia. Pero pronto supe que solo las esposas tenían el derecho de ver a sus maridos fuera de los días reglamentarios; [...] desde entonces Spies y yo resolvimos ser marido y mujer ante la ley».

Algo similar le ocurrió a Luis Linng, quien, mientras almacenaba dinamita en su celda, recibió los favores sentimentales de Eda Muller, una hermosa muchacha que se enamoró a primera de vista del condenado. Poco antes de noviembre de 1887, la policía había requisado cuatro bombas de la celda de Linng, entre ellas «un tubo para gas lleno de dinamita y trozos de hierro, con una cápsula en el extremo», según cuenta Mella. «Al menor choque, explotaba la dinamita, envolviendo a víctimas y verdugos en su efecto destructor».

Más de un año después y poco antes de la programada ejecución, a Michael Swchab y a Samuel Fielden les conmutaron la pena capital por la de prisión perpetua. Serían puestos en libertad siete años más tarde, cuando el nuevo gobernador del Estado de Illinois, John P. Altgeld, ordenó revisar el caso y descubrió uno tras otro los errores legales que habían dominado el juicio: a ninguno de los ocho detenidos se les había podido probar relación alguna con el incidente de Haymarket ni con quien había encendido la mecha y arrojado la famosa bomba.

El 10 de noviembre de 1887, Lingg, de veintiún años, hizo estallar en su boca una cápsula llena de fulminato de mercurio. Y si bien agonizó durante cinco horas con la cabeza destrozada, obtuvo lo que había planeado desde un principio: no morir a manos de un funcionario del Estado.

Al día siguiente, conocido luego como Viernes Negro, el verdugo colocó los lazos corredizos alrededor de los cuellos de Spies, Fischer, Engel y Parsons, y luego los encapuchó.

«Salen de sus celdas. Se dan la mano, sonríen», narró el corresponsal en Chicago del diario La Nación de Buenos Aires, el cubano José Martí. «Les leen la sentencia, les sujetan las manos por la espalda con esposas plateadas, les ciñen los brazos al cuerpo con una faja de cuero y les ponen una mortaja blanca como la túnica de los catecúmenos cristianos... Abajo la concurrencia sentada en hilera de sillas delante del cadalso como en un teatro... Plegaria en el rostro de Spies, firmeza en el de Fischer, orgullo en el de Parsons, Engel hace un chiste a propósito de su capucha. [...] Los encapuchan, luego una seña, un ruido, la trampa cede, los cuatro cuerpos cuelgan y se balancean en una danza espantable».

Un segundo antes se había escuchado la voz de Spies. Dijo: «Llegará un tiempo en que nuestro silencio será más poderoso que las voces que hoy estrangulan».

Y Fischer dijo: «¡Viva la anarquía!».

Y Engel dijo: «¡Viva la anarquía!».

Y Parsons dijo: «¿Se me permitirá hablar, hombres de América? ¡Que se oiga la voz del pueblo!».


Las mil cuestiones del día

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