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Nuestro grito de guerra

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Ante un nutrido grupo de trabajadores alemanes y judíos reunidos en los portones de la Universidad de Illinois, a un par de cuadras del lago Michigan, encaramado sobre un pequeño cajón de madera, la mano derecha a modo de visera para proteger sus ojos de los rayos del sol, la izquierda a un costado de la boca a modo de altavoz, Spies, quien editaba el Arbeiter Zeitung, repitió que él y sus compañeros estaban dispuestos a hacer un llamado a los asalariados para que se armaran y pudieran «esgrimir contra sus explotadores el único argumento eficaz, la violencia». A cada una de sus frases los hombres y las mujeres que lo rodeaban alzaban los brazos en señal de aprobación, aun sabiendo que detrás de ellos, en las calles aledañas e incluso dentro del recinto universitario, cientos de policías e investigadores privados de la agencia Pinkerton los estaban vigilando, armados hasta los dientes y a la espera de la menor provocación para intervenir de inmediato. «¡Muerte a los enemigos de la raza humana! ¡Ese es nuestro grito de guerra!» exclamó Spies al cerrar su discurso, generando una cerrada ovación.

Al caer la tarde llegó hasta los sindicalistas la noticia de que la tripulación de unos trescientos buques cargados de madera, estacionados en los muelles del río Potomac, había decidido plegarse a las movilizaciones. Los gestos de apoyo comenzaron a llegar desde los más diversos lugares y desde la mayoría de las federaciones: ­ebanistas, zapateros, ferroviarios, metalúrgicos, empleados gastronómicos y hoteleros hicieron saber su intención de apoyar un llamado a la huelga general. Simultáneamente, en uno de los hoteles del centro de la ciudad se reunían patrones y autoridades políticas y policiales, alarmados ante las dimensiones de las medidas y dispuestos a trazar un plan para acabar con ellas.

El lunes 3 la policía arremetió contra una reunión de madereros a medio kilómetro de la fábrica de segadoras McCormik, de donde tres meses antes habían sido despedidos más de dos mil obreros por negarse a abandonar sus organizaciones; hubo cuatro muertos y varios heridos. Spies escribió un volante clamando venganza y convocando para el día siguiente a una concentración en el viejo Haymarket de la calle Randolph.

En la mañana del martes 4 la policía atacó a una columna de más de tres mil trabajadores, pero estos siguieron su marcha. Al caer la tarde una multitud se dio cita en la plaza Haymarket: hablaron Spies, Parsons y Samuel Fielden, y antes de que este último terminara su discurso encaramado en el techo de un carruaje, desde el cercano lago se levantó un viento cálido y tenue y comenzó a llover serenamente.

Las manos en alto, la voz penetrante, las últimas palabras: cuando Fielden miró a sus atentos escuchas se encontró rodeado por ciento cincuenta policías encabezados por el inspector John Blonfield, quien le ordenaba hacer silencio y retirarse de inmediato del lugar si no quería ser bajado a balazos. En ese mismo momento explotó una bomba en medio de los agentes: un muerto y sesenta y seis heridos, de los cuales siete fallecieron en los días siguientes. La policía abrió fuego provocando decenas de muertos y más de doscientos heridos. Nunca se supo quién había dejado caer el artefacto explosivo y acaso poco importó a la hora de tomar venganza.

En el correr de la semana, y en medio de una feroz campaña periodística, la policía fue arrestando a los sindicalistas más destacados: Spies, Fielden, Michael Schwab, Adolph Fisher, George Engel, Louis Lingg y Oscar Neebe, además de varios imprenteros y otros dirigentes. También estaban acusados Parsons, Rodolfo Schmaubelt —a quien se le sindicaba como el hombre que había arrojado la bomba y a quien nunca pudieron detener— y William Seliger, quien terminó negociando con la policía y fue rápidamente puesto en libertad.

Las mil cuestiones del día

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