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A la agente Cheryl Forrester le gustaba formular preguntas del tipo: «¿Cuánto tiempo lleva en Asuntos Internos? ¿Existe un proceso de selección? ¿Cuántas personas trabajan allí? ¿Es para toda la vida o durante un período estipulado? ¿Por qué son agentes, pero no se dirigen a ustedes como tales? ¿Cuál ha sido el caso que más le ha sorprendido? ¿Cómo es la vida nocturna en Edimburgo?».

—Está muy cerca en tren, ¿sabe? —le dijo Joe Naysmith.

—He estado allí muchas veces.

—Entonces, seguramente conoce la vida nocturna mejor que nosotros —terció Tony Kaye.

—Me refiero a los lugares que visita la gente de allí...

—Agente Forrester, no hemos venido aquí a dar consejos turísticos.

—A mí me gusta el Voodoo Rooms —interrumpió Naysmith, quien al ver la mirada de su compañero se guardó para sí otro comentario.

El problema era que el entusiasmo de Forrester era casi contagioso. El calificativo de «efervescente» debió de acuñarse para ella. Tenía el pelo castaño y rizado, la piel bronceada y una cara redonda con pecas y grandes ojos también castaños. Llevaba seis años en el cuerpo, los dos últimos en el DIC. Desde el principio les dijo que estaba demasiado ocupada para tener novio.

«Estoy convencido de que lo habrán intentado muchos», había observado Kaye, tratando de sacar a relucir el nombre de Paul Carter, pero ella había desviado la conversación preguntándole a Naysmith si Asuntos Internos trabajaba de nueve a cinco, a lo cual respondió hablándole de la furgoneta de vigilancia y de que una operación podía dilatarse incluso un año.

—¿Un año de su vida? Espero que se vean resultados al final.

Y así prosiguió, hasta que, a la postre, Kaye golpeó la mesa con los nudillos. Volvían a encontrarse en la sala de interrogatorios, pero sin el equipo de grabación. Forrester, al percatarse de que era digna de censura en algún sentido, cerró la boca con fuerza y juntó las manos.

—Como ya sabe —dijo Tony Kaye—, se han presentado ciertas alegaciones contra algunos compañeros suyos. ¿Le importaría decirnos qué opina al respecto?

—¿De las alegaciones o de mis colegas?

—¿Por qué no de ambos?

Forrester hinchó las mejillas.

—Me quedé boquiabierta cuando me enteré. Creo que nos pasó a todos. Había trabajado con el agente Carter durante casi dieciocho meses y jamás... Bueno, nunca me había parecido que fuera así.

—¿Ha llevado a cabo alguna misión con él?

—Sí.

—¿Ha viajado en coche con él?

—Sí.

—¿Y nunca dijo nada? ¿Nunca le pidió que esperara mientras entraba en una casa o un piso?

—Con ese propósito, no.

—Las comisarías de Policía son lugares terribles para el cotilleo...

—No puedo decir que nunca oyera nada.

Forrester miró a Kaye con sus ojos grandes y presuntamente inocentes.

—Sus colegas del DIC: Scholes, Haldane, Michaelson...

—¿Qué les pasa?

—Cuando empezaron a investigar a Carter, debieron de hablar del tema.

—Supongo que sí.

—¿Hubo algo que le llamara la atención? ¿Hicieron piña?

Forrester adoptó un semblante reflexivo y negó con la cabeza lentamente pero con aplomo.

—¿Alguna vez se sintió excluida? ¿Tal vez cuando iban al pub juntos?

—Algunas noches vamos al pub, sí.

—Debieron de hablar del caso.

—Sí, pero no se mencionaba cómo falsificar pruebas.

—¿Estaba usted allí cuando Michaelson derramó café sobre su cuaderno?

—No.

—¿Y nunca vio a Teresa Collins ni oyó a Carter hablar por teléfono con ella?

—No.

—¿Cómo es posible que no tuviera que comparecer usted en el juicio como testigo? Me da la sensación de que le habría venido muy bien a Carter.

—La verdad es que no lo sé. Lo único que podría haber declarado es lo que acabo de contarle.

—¿Carter nunca intentó seducirla?

Se impuso el silencio en la sala. Forrester se miró las manos y volvió a levantar la cabeza.

—Jamás —aseguró.

—¿Y esa es la verdad y no lo que le han pedido que diga?

—Es la verdad. Tráigame una biblia y juraré sobre ella.

—Si no encontramos una biblia —interrumpió Naysmith—, ¿le serviría una carta de cócteles?

Cheryl Forrester se echó a reír, mostrando su dentadura anacarada y perfecta.

Al final de la entrevista, Naysmith se ofreció a acompañarla al DIC.

—No la van a atracar —dijo Kaye en tono de reprimenda, pero Naysmith desoyó el comentario.

Kaye decidió salir a tomar el aire. En el aparcamiento, una gaviota estuvo a punto de colisionar con él, pero al final impactó contra el parabrisas de un MG. No había rastro del Mondeo, ni tampoco de Fox. Kaye sacó el teléfono móvil y comprobó los mensajes. Tenía tres, uno de ellos de Malcolm. De vuelta a la comisaría, mantuvo el dedo en el timbre hasta que llegó el sargento al mostrador con la misma mirada negra y cordial de siempre.

—Me llevaré al comisario Laird si está por aquí —dijo Kaye.

—No estoy seguro.

—De acuerdo, no importa.

Kaye recorrió el pasillo y subió las escaleras hasta el segundo piso. El Departamento de Investigación Criminal comprendía varias oficinas. Cheryl Forrester se encontraba en una y Naysmith hablaba con ella desde el umbral, con los brazos cruzados y un pie delante del otro. Kaye le dio un golpecito al pasar y abrió la puerta de una oficina diáfana adyacente. Scholes y Michaelson levantaron la mirada de su escritorio. Scholes estaba al teléfono y Michaelson rastreaba la pantalla del ordenador con un ratón. Otro hombre, ligeramente mayor que ellos, se hallaba en el centro de la sala. Se había quitado la americana y llevaba una camisa remangada. Tenía una piel cerosa de un tono aceitunado, el pelo canoso a la altura de las sienes y bolsas en los ojos. Estaba leyendo un fajo de papeles.

—¿Comisario Laird?

Kaye le tendió la mano, pero Laird aún no lo había mirado. Anotó un par de palabras en el margen de una hoja y se guardó el bolígrafo en el bolsillo.

—¿Es usted Fox? —preguntó arrastrando las palabras.

—Sargento Kaye —corrigió él mientras retiraba la mano.

—¿Dónde está Fox?

—Probablemente pidiendo una segunda opinión sobre la gripe de Haldane.

—Bien... —Laird por fin se dignó a mirar a Kaye a los ojos—. Es usted un cabrón impertinente, ¿no?

—Depende de la situación, señor.

Kaye vio que tenía delante a un hombre que creía en las tropas que capitaneaba y que las defendería hasta el final. Forrester no había sido de utilidad porque no podía serlo, pero Laird era otra cosa. No les diría nada porque no se lo merecían. Lo dejaba entrever en su tono, en sus maneras y en su porte, con los pies muy separados. Kaye se había encontrado con tipos así muchas veces. Se los podía desarmar, pero requería tiempo y esfuerzo; semanas y un empeño incesante.

El mensaje de Fox fue: «Preguntadle a Laird por qué trajeron a Pitkethly». Era una pregunta razonable y Kaye sabía por qué era mejor no trasladársela a la propia Pitkethly: probablemente lo ignoraba. Laird había servido en el régimen anterior. Era veterano. Si había una historia que mereciera la pena contar, Laird podía ser el indicado para hacerlo.

Pero tras unos segundos en compañía de aquel hombre, Kaye se dio cuenta de que eso no iba a suceder.

—Mi jefe —dijo— me ha pedido que le pregunte una cosa.

—Pues escúpala.

Pero Kaye se limitó a menear la cabeza.

—Creo que no lo haré.

Entonces se dio la vuelta y se fue. A medio pasillo, agarró a Naysmith del cuello de la camisa y se lo llevó.

Las sombras del poder

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