Читать книгу Las sombras del poder - Ian Rankin - Страница 6
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Оглавление—No está aquí —dijo el sargento de recepción.
—¿Y dónde está?
—De servicio.
Fox miró fijamente al hombre, consciente de que no serviría de nada. El sargento era uno de esos veteranos que creían estar de vuelta de todo y se enfrentaban a lo que fuera. Fox buscó el siguiente nombre en la lista.
—¿Haldane?
—Está de baja.
—¿Michaelson?
—También ha salido con el inspector Scholes.
Tony Kaye se encontraba justo detrás de Fox, a su izquierda. Poco antes, Fox ya sabía lo que iba a decir su compañero.
—Esto es una tomadura de pelo.
Fox se volvió hacia Kaye. Ahora la noticia correría como la pólvora por toda la comisaría: misión cumplida. Asuntos Internos había llegado a la ciudad, sin haber encontrado a nadie en casa, dando muestras de irritación. El sargento del mostrador apoyó el peso en el otro pie, tratando de no parecer demasiado satisfecho ante el giro inesperado de los acontecimientos.
Fox se tomó unos instantes para estudiar el entorno. Los avisos colgados en las paredes no revelaban nada extraordinario. Aquella era una comisaría moderna, lo cual significaba que lo mismo podía ser la recepción de la consulta de un cirujano que una oficina de la Seguridad Social, siempre que se hiciera caso omiso del cartel que advertía que el nivel de alerta había pasado de bajo a moderado. Nada que ver con Fox y sus hombres: habían llegado informes de una explosión ocurrida en los bosques de Lockerbie. Seguramente fuera obra de unos críos; además, había sucedido lejos de Kirkcaldy. No obstante, todas las comisarías del país debían de haber recibido la notificación.
Junto al botón del mostrador, un cartel escrito a mano rezaba pulse si desea ser atendido, cosa que Fox había hecho tres o cuatro minutos antes. Detrás colgaba un falso espejo a través del cual el sargento seguramente observaba a los recién llegados: el inspector Malcolm Fox, el sargento Tony Kaye y el agente Joe Naysmith. La comisaría esperaba su visita. De hecho, se habían programado entrevistas con el inspector Scholes y los sargentos Haldane y Michaelson.
—¿De veras cree que es la primera vez que nos la juegan? —le preguntó Kaye al sargento—. Quizá sea usted el primero al que entrevistemos.
Fox le echó un vistazo a la segunda hoja que llevaba en la carpeta.
—¿Y su jefa, la comisaria Pitkethly?
—Todavía no ha llegado.
Kaye consultó su reloj de forma exagerada.
—Está reunida en la central —explicó el sargento.
Joe Naysmith, que se encontraba a la derecha de Fox, parecía más interesado en los panfletos que había sobre la mesa. A Fox le gustó: denotaba tranquilidad y confianza, la seguridad de que esos agentes serían interrogados, de que las maniobras de evasión no eran nada nuevo para Asuntos Internos.
«Asuntos Internos»: el término estaba desfasado, aunque Fox y su equipo no podían evitar utilizarlo; al menos, entre ellos. Ese había sido el título oficial hasta hacía muy poco. Ahora se suponía que conformaban el Departamento de Ética Profesional. Al año siguiente volvería a cambiar de nuevo: se había barajado el nombre de Normativa y Valores, pero no había gustado. Eran Asuntos Internos sin más, los policías que investigaban a otros policías. Por eso los demás policías nunca se alegraban de verlos.
Y rara vez cooperaban de buen grado.
—¿Por central se refiere a Glenrothes? —le preguntó Fox al sargento de recepción.
—Exacto.
—¿Cuánto se tarda en coche? ¿Veinte minutos?
—Si no se pierden...
En ese momento empezó a sonar el teléfono que había tras el sargento.
—Siempre pueden esperar —dijo mientras se volvía para alzar el auricular, darle la espalda a Fox y responder en voz baja.
Joe Naysmith sostenía un panfleto sobre seguridad nacional. Se repantingó en una de las sillas que había junto a la ventana y se dispuso a leer. Fox y Kaye se miraron.
—Y tú ¿qué opinas? —preguntó Kaye al fin—. Ahí fuera hay una ciudad entera esperando a que la exploren...
Kirkcaldy era una población costera de Fife. Kaye los había llevado en coche. Se hallaba a cuarenta minutos de Edimburgo, circulando casi siempre por el carril rápido. Mientras cruzaban el puente de Forth, habían comentado la larga hilera de tráfico que se divisaba al otro lado de la autovía, con destino a la capital, al comienzo de otra jornada de trabajo.
—Vienen aquí a robarnos el trabajo —bromeó Kaye, haciendo sonar el claxon y agitando la mano. Naysmith parecía conocer la región.
—Kirkcaldy era famosa por el linóleo. Y por Adam Smith.
—¿Con quién jugaba? —preguntó Kaye.
—Era economista.
—¿Y Gordon Brown? —añadió Fox.
—También es de Kirkcaldy —confirmó Naysmith, asintiendo despacio.
En ese momento, en la recepción de la comisaría, Fox sopesaba sus opciones: o bien se sentaban a esperar, lo cual los pondría nerviosos, o bien llamaba a su jefe en Edimburgo para formular una queja. Luego, su jefe llamaría a la central de Fife y ya se vería qué ocurriría. Era el equivalente del mocoso que va corriendo a contarle a papá que su hermano mayor ha perpetrado una travesura.
O...
Fox miró de nuevo a Kaye. Este sonrió y golpeó el panfleto de Naysmith con el reverso de la mano.
—Ponte el salacot, joven Joe —dijo—. Nos vamos a la selva.
Aparcaron el coche en el paseo marítimo y contemplaron Edimburgo, que se erigía al otro lado del estuario de Forth.
—Parece que allí hace sol —protestó Kaye mientras se abotonaba el abrigo—. Ojalá te hubieras puesto algo que abrigara más que esa chaqueta de lanilla ¿eh?
Joe Naysmith ya estaba inmunizado contra los comentarios sobre su última compra de diseño, pero se levantó el cuello de la chaqueta. Soplaba un fuerte viento del mar del Norte. El agua estaba revuelta y los charcos que salpicaban el paseo dejaban a las claras que la marea solía rebasar el rompeolas. A las gaviotas parecía costarles mantener el vuelo. Había algo extraño en el trazado de aquel paseo marítimo: prácticamente no se había utilizado. Los edificios parecían darle la espalda al paisaje y mirar hacia el interior de la ciudad. Fox lo había visto en otros lugares de Escocia: desde Fort William hasta Dundee, los urbanistas parecían negar la existencia del litoral. Nunca lo había entendido, aunque dudaba que Kaye y Naysmith pudieran serle de ayuda.
Joe Naysmith propuso pasear por la playa, pero Tony Kaye se encaminaba ya hacia los senderos que subían la colina, en dirección a las tiendas y los bares de Kirkcaldy. Visto lo visto, Naysmith se dispuso a buscar ochenta y cinco peniques sueltos para abonar el aparcamiento. La angosta calle principal estaba en obras. Kaye cambió de acera y continuó el ascenso.
—¿Qué hace? —protestó Naysmith.
—Tony tiene olfato —explicó Fox—. Cuando busca un bar, no se conforma con cualquier antigualla.
Kaye se detuvo frente a una puerta, se cercioró de que podían verlo y entró. El Pancake Place era luminoso y amplio y no estaba demasiado concurrido. Ocuparon una mesa en un rincón e intentaron parecer clientes habituales. Fox se preguntaba si era cierto que los policías de todo el mundo solían actuar así. Le gustaban las mesas esquineras, desde donde podía atisbar cuanto ocurría o estaba a punto de suceder. Naysmith aún no había aprendido esa lección y parecía satisfecho con sentarse de espaldas a la puerta. Fox se había apretujado junto a Kaye, escudriñando la sala; solo se encontró a varias mujeres absortas en sus conversaciones y que hacían caso omiso de los tres recién llegados. Estudiaron la carta en silencio, pidieron y esperaron unos minutos a que la camarera regresara con la bandeja.
—El bollito tiene buena pinta —dijo Naysmith, mientras cogía el cuchillo y se disponía a disfrutar de un alimento bajo en grasas, según anunciaba la etiqueta.
Fox había llevado la carpeta consigo.
—No quiero que os pongáis demasiado cómodos —dijo, y vació el contenido sobre la mesa—. Mientras se enfría el té, podéis refrescaros la memoria.
—¿Merece la pena correr ese riesgo? —preguntó Tony Kaye.
—¿Qué riesgo?
—Una mancha de mantequilla en la portada. No quedará muy profesional cuando hagamos las entrevistas.
—Hoy me siento con arrestos —repuso Fox—. Me la jugaré...
Tras un suspiro de Kaye, los tres empezaron a leer.
Paul Carter era el motivo por el que habían viajado a Fife. Carter ostentaba el cargo de agente y había sido policía durante quince años. Tenía treinta y ocho y pertenecía a una familia de policías: su padre y su tío habían servido en el Cuerpo de Fife. El tío, Alan Carter, había presentado la demanda original contra su sobrino. En ella lo acusaba de adicción a las drogas, de solicitar favores sexuales y de amiguismo. Después, dos mujeres salieron a la palestra y aseguraron que Paul Carter las había detenido por conducta etílica, pero que se ofreció a retirar los cargos si se mostraban «complacientes».
—Pero ¿de verdad alguien dice «complacientes»? —farfulló Kaye mientras leía hacia la mitad de una página.
—Los tribunales y los periódicos —respondió Naysmith, apartando las migas de su copia con las notas del caso.
Malcolm Fox tenía algunos de esos artículos de prensa delante de él. Había fotos que mostraban a Paul Carter abandonando los juzgados al final de una jornada de declaraciones. Llevaba un corte de pelo de tazón y la cara picada de acné, mientras le lanzaba una mirada asesina al fotógrafo.
Habían transcurrido cuatro días desde que se dictara la sentencia de culpabilidad y el juez había comentado que los colegas del agente Carter parecían «deliberadamente estúpidos o deliberadamente cómplices», lo cual significaba que sabían desde hacía años que Carter era un mal policía, pero lo habían protegido, habían mentido por él, y tal vez incluso habían tratado de falsificar declaraciones de testigos y de presionarlos para que no hablaran.
Todo ello había empujado a Asuntos Internos a la ciudad. El Cuerpo de Policía de Fife necesitaba saber y, para garantizar a la ciudadanía (y, lo que es más importante, a los medios de comunicación) que la investigación iba a ser rigurosa, le había pedido a un equipo vecino que dirigiera las pesquisas. A Fox se le había entregado una copia con las Consideraciones sobre el proceso de suspensión de Fife, además de un informe por escrito del jefe de Policía en el que resumía por qué los tres agentes investigados seguían en activo, lo cual, aseguraba, era «lo mejor para el Cuerpo».
Fox bebió un sorbo de té y leyó por encima otra página de notas. Casi todas las frases habían sido subrayadas o resaltadas. Los márgenes estaban llenos de preguntas, inquietudes y signos de interrogación garabateados por él mismo. Se lo había aprendido casi de memoria y podría haberse levantado para recitárselo a los clientes del bar. Puede que incluso estuviesen cuchicheando sobre el tema. En una ciudad de esas dimensiones debía de haber tomas de postura y hasta opiniones inconmovibles. Carter era un canalla, un sinvergüenza y un depredador. O acaso lo habían engañado un yonqui de baja estofa y un par de novias baratas. ¿Qué mal había causado con sus actos? Y en especial, ¿qué había hecho exactamente?
Poca cosa, salvo desprestigiar al Cuerpo de Policía de Fife.
—Me recuerda un poco a Colin Balfour —intervino Tony Kaye—. ¿Os acordáis?
Fox asintió. Era un policía de Edimburgo a quien le gustaba visitar las celdas cuando alguna mujer pasaba la noche allí. La acusación mostraba sus reservas, pero una investigación interna precipitó su expulsión del Cuerpo.
—Es curioso que acabara hablando su tío —comentó Naysmith, reconduciendo la conversación al caso que los ocupaba.
—Pero después de jubilarse —añadió Fox.
—Aun así... Debió de sembrar cizaña en la familia.
—Puede que tengamos una historia —dijo Kaye—. Ahí hay mala sangre.
—Tal vez —coincidió Naysmith.
Kaye dio un manotazo sobre el montón de papeles que tenía frente a él.
—¿Adónde nos lleva todo esto? ¿Cuántos días vamos a andar de un lado para otro?
—Los que haga falta. Quizá solo una semana o dos.
Kaye lanzó una mirada desdeñosa.
—¿Solo para que el Cuerpo de Policía de Fife pueda decir que tiene una manzana podrida y no una fábrica de sidra entera?
—¿La sidra sale de las fábricas? —preguntó Naysmith.
—¿Y dónde crees que la hacen si no?
Fox no se molestó en intervenir. Estaba elucubrando de nuevo sobre el protagonista, Paul Carter. No tenía sentido intentar interrogarlo, aunque estuviera disponible. Había sido hallado culpable y arrestado, pero aún no le habían impuesto una condena. El juez de distrito estaba «deliberando». Fox opinaba que Carter iría a la cárcel un par de años y que tal vez lo incluyesen en el Registro de Delitos Sexuales. Sin lugar a dudas, estaría proponiendo una apelación a sus abogados.
Sí, hablaría con su equipo legal, pero no con Asuntos Internos. No conseguiría nada delatando a sus compañeros de comisaría, a quienes lo habían defendido. Fox no podía ofrecerle ningún tipo de acuerdo. A lo sumo, podían aspirar a que se le escapara algo. Si es que llegaba a hablar.
Cosa que no iba a hacer.
Fox dudaba que nadie fuese a abrir la boca. O, más bien, hablarían, pero no dirían nada que mereciera la pena. Los habían avisado con mucha antelación de que llegaba ese día. Scholes. Haldane. Michaelson. El juez los había señalado por sus testimonios contradictorios o confusos, por enturbiar las aguas, por sus lapsus de memoria. El comisario Laird, su superior inmediato en el Departamento de Investigación Criminal (DIC), había eludido las críticas, al igual que una agente llamada Forrester.
—Con quien tendríamos que hablar es con Forrester —dijo Kaye de repente, aparcando su discusión con Naysmith.
—¿Por qué?
—Porque su nombre de pila es Cheryl. Mis años de experiencia me dicen que eso la convierte en mujer.
—¿Y?
—Y si un compañero suyo fuera un moscón, seguramente habría tenido un pálpito, habría estado rodeada de tíos cuando empezaron a correr rumores... Tiene que saber algo. —Kaye se puso en pie—. ¿Otra ronda?
—Déjame comprobarlo primero. —Fox sacó el teléfono y buscó el número de la comisaría—. A lo mejor Scholes ha vuelto ya de hacer pipí.
Fox marcó el número y esperó, mientras Kaye le tocaba la nuca a Naysmith y le ofrecía sus servicios como peluquero.
—¿Sí?
Era una voz de mujer.
—Con el inspector Scholes, por favor.
—¿De parte de quién?
Fox miró a su alrededor.
—Llamo del Pancake Place. Ha estado aquí y pensamos que se ha dejado algo olvidado.
—Espere, le paso con él.
—Gracias.
Fox colgó el teléfono y se dispuso a recoger todos los documentos.
—Bien hecho —observó Tony Kaye. Después le dijo a Naysmith—: Ponte la chaqueta de lanilla, Joe, y arranca el martillo neumático.