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La plaza de aparcamiento del Mondeo estaba ocupada por un Astra con el motor encendido. De hecho, el único espacio que quedaba libre era el reservado a la comisaria y Fox dejó el coche allí. Al llegar a la entrada del edificio, miró en dirección al conductor del Astra. Su cara le resultaba familiar.

—Ya iba siendo hora —dijo Tony Kaye mientras salía de allí con Naysmith detrás—. Recibí el mensaje, pero me di cuenta de que Laird no iba a darme ninguna alegría.

—Pero la inspectora Forrester ha estado simpática y cooperadora —apostilló Naysmith.

Kaye lo fulminó con la mirada.

—¿Cooperadora? —repitió—. Nos ha dado la raíz cuadrada de un rebuzno. —Luego, volviéndose hacia Fox—: Dime que te ha ido peor que a nosotros. Nos hemos perdido al menos cinco veces. Encontramos al tío, pero está chiflado... Foxy, ¿me estás escuchando?

Fox seguía concentrado en el Astra.

—Ese es Paul Carter —dijo.

—¿Qué?

Fox echó a andar hacia el coche, que dio marcha atrás y enfiló la salida del aparcamiento. El inspector dio unas cuantas zancadas y se detuvo. Kaye lo alcanzó y ambos vieron cómo se alejaba con el estruendo de un tubo de escape modificado.

—¿Estás seguro?

Fox lo miró fríamente.

—De acuerdo —dijo Kaye —. Estás seguro.

Fox sacó el teléfono y llamó a la oficina del fiscal. Le hicieron saltar de una extensión y de una oficina a otra hasta encontrar a quien pudiera facilitarle las respuestas necesarias. Paul Carter había sido puesto en libertad bajo fianza a las ocho y cuarto de la mañana, a falta del dictamen judicial.

—Las celdas están abarrotadas —informaron a Fox—. El juez Cardonald pensó que era una de las apuestas menos arriesgadas. Sus movimientos están restringidos. No puede acercarse a ninguna de las tres mujeres.

—¿Quién ha pagado la fianza?

—No era muy elevada.

—¿Y ha sido idea del juez? ¿De Colin Cardonald?

—Supongo que sí.

—¿Al juez no le cae bien la policía?

—Tranquilícese...

Pero Fox había colgado.

—Está en la calle —confirmó a sus compañeros.

—¿Quieres que lo traigamos para charlar un rato? —preguntó Naysmith.

Fox negó con la cabeza.

—¿Qué demonios estaba haciendo aquí? —añadió Kaye.

—Poniéndose al día con sus colegas —dedujo Fox.

Entonces se volvió hacia las ventanas del primer piso de la comisaría. Ray Scholes estaba asomado a una de ellas con una taza en la mano y ofreció un brindis imaginario a Fox antes de dar media vuelta.

—Eso no cambia nada —afirmó Tony Kaye.

—No —coincidió Fox.

—Y todavía no nos has contado qué tal te ha ido con su tío.

—Pues me parece un buen tipo. —Fox hizo una pausa—. Me ha caído bien.

—Ni la mitad de bien que Forrester a Joe. —Kaye estudió el aparcamiento—. ¿Dónde está mi Mondeo?

—He tenido que ocupar la plaza de Pitkethly.

—Pues será mejor que lo mueva, ¿no?

Kaye extendió el brazo para que le entregara las llaves.

—Mejor aún —dijo Fox—. Vamos a buscar un sitio donde comer. Corre de mi cuenta.

Kaye lo miró.

—¿Dónde está la trampa?

Fox torció la boca.

—Primero daremos una vueltecita por la ciudad.

—¿Por si vemos un Astra plateado? —preguntó Kaye.

Fox le dio la llave.

Después de media hora infructuosa, acabaron de nuevo en el Pancake Place. Como pagaba Fox, Kaye pidió sopa y panqueque de pescado con salsa Mornay. Estaba libre la misma mesa de antes.

—¿Dónde vive Carter? —preguntó Joe Naysmith.

—En la urbanización Dunnikier —dijo Fox—. Pasamos ayer por allí.

—Ayer atravesamos muchas urbanizaciones.

—La de las casas adosadas, con pavimentado y antenas parabólicas.

—Así no estás acotando mucho las opciones.

—Podríamos ir y ver qué le parece que aparquemos delante una hora o dos —propuso Kaye.

—¿Con qué fin? —preguntó Fox.

—Molestar. Podríamos instalar la furgoneta de vigilancia y pincharle el teléfono y el ordenador.

Naysmith parecía interesado.

—Necesitaríamos el permiso de jefatura —afirmó Fox—. Y no nos lo darán.

—¿Por qué no? —preguntó Naysmith frunciendo el ceño.

—Porque estamos aquí por Scholes, Haldane y Michaelson. Carter queda fuera de nuestra competencia.

—Bueno, ¿y si les pinchamos el teléfono a ellos? —sugirió Naysmith.

Fox lo miró.

—La vigilancia es un juego totalmente nuevo, Joe. Dudo que nadie en jefatura los considere peces lo bastante gordos para merecerlo. Además, no somos de aquí. Tendría que ser una operación conjunta de Fife y el departamento local de Asuntos Internos.

Naysmith reflexionó unos momentos y volvió a probar su caldo escocés. El teléfono de Fox empezó a sonar. Era la comisaria Isabel Pitkethly.

—Paul Carter ya no se encuentra bajo custodia —le dijo ella.

—Lo sé.

—Parece que el juez sigue teniendo un poco de fe en él.

—Sí.

—Si decide apelar, las alegaciones contra mis agentes pueden ser cuestionadas en el juicio.

—No es asunto mío, comisaria.

—¿A qué se refiere?

—Yo no trabajo para el tribunal o la acusación. Sus jefes en Glenrothes me dan instrucciones, y hasta el momento no han dicho nada de cancelar la investigación. —Fox hizo una pausa—. ¿Ha hablado con Carter?

—Por supuesto que no.

—Hace una hora estaba enfrente de la comisaría.

—No lo sabía.

—Pues Scholes sí. Tal vez debería usted preguntarle por qué lo ocultó.

—No hace mucho que he vuelto de jefatura.

—Parece que pasa mucho tiempo allí. ¿Poniéndolos al día en persona?

Pitkethly lo ignoró.

—¿Todavía no han terminado aquí?

—Ni de lejos.

—Lo veré luego, entonces. A propósito, inspector...

—¿Sí, comisaria?

—Ni se le ocurra volver a aparcar en mi plaza.

La tarde consistió en una sesión estéril en la sala de interrogatorios con el comisario Laird —no había nada inusual en la jubilación del comisario Hendryson; había llegado su hora, eso era todo— y una visita al achacoso sargento Haldane. Lo encontraron repantingado en el sofá del salón, tapado con un edredón mientras su madre le procuraba té, remedios fríos y consejos avezados.

—¿No pueden esperar a que se encuentre mejor? —dijo a los tres intrusos.

Al final pactaron que Haldane se personara en la comisaría al cabo de un par de días para poder llevar a cabo una entrevista al uso.

—Y ahora, ¿qué? —preguntó Kaye después de subirse al coche.

—A la urbanización Dunnikier —respondió Fox.

Kaye sonrió, como si conociera la respuesta con antelación. Su destino se hallaba en la otra punta de la ciudad y el tráfico era lento.

—Es la hora de salida de los colegios —comentó Naysmith, observando a los alumnos uniformados en la acera.

—Estás hecho un auténtico Hércules Poirot —farfulló Kaye.

Finalmente doblaron la calle de Carter.

—Es esa casa de ahí —dijo Fox.

—¿La del Astra plateado a la entrada? —dijo Kaye—. Hércules Poirot y Sherlock Holmes.

—¿De quién es el otro coche? —preguntó Naysmith.

—Es de Ray Scholes —respondió Fox.

—¿Estás seguro?

—Si el que sale de la casa es él...

Y lo era. Scholes y Carter se abrazaron, y este desapareció en el interior y cerró la puerta. Scholes se percató de la presencia del Mondeo, pero no pareció sorprendido ni molesto. Fox lo vio montarse en su VW Golf negro por el espejo retrovisor.

—¿Le presentamos nuestros respetos? —preguntó Kaye al aminorar en un cruce.

—No.

—Entonces ¿qué?

—Volvemos a Edimburgo.

—Estoy de acuerdo.

—Y para pasar el rato haremos un concurso. —Fox se inclinó hacia delante y asomó la cabeza entre los dos asientos delanteros—. ¿Qué recordáis de 1985? Concretamente, de finales de abril...

La manera que tuvo Kaye de insistir en que tomaran algo en el Minter’s antes de separarse fue ir directamente al pub y aparcar enfrente.

—Pago yo —dijo, y pidió una pinta para él, media para Naysmith y un zumo de tomate para Fox.

Por su experiencia, el camarero sabía que la «media» de Naysmith era broma y sirvió dos pintas de Caledonian 80. Llevaron las bebidas a una mesa y Kaye preguntó a Fox cuánto tiempo hacía que no se tomaba una copa.

—He perdido la cuenta.

—De acuerdo —respondió Kaye enjugándose una franja de espuma del labio superior.

—¿Sabéis? —dijo Joe Naysmith—. La operación de vigilancia no es mala idea.

—Eh —advirtió Kaye moviendo un dedo—, no estamos trabajando.

—Yo solo digo que así plantearíamos normalmente un caso.

—Pensaba que ya lo había explicado... —argumentó Fox.

Naysmith asintió.

—Pero, corregidme si me equivoco, es el único camino viable. Pongamos que pedimos permiso a Bob McEwan y lo preparamos todo sin que nadie en Fife lo sepa. Luego, cuando tengamos algo...

—Si es que llegamos a tener algo —corrigió Fox.

—Vale, si llegamos a tener algo.

—Y eso es mucho suponer —añadió Kaye.

—Sí, pero lo que haríamos entonces es presentarlo en la Jefatura de Fife como un hecho consumado.

—Este muchacho me está despistando con tanta verborrea —protestó Kaye a Fox.

—Para empezar, ¿qué te hace pensar que McEwan aceptaría? —le preguntó Fox a Naysmith.

—Se lo pediríamos de manera educada.

—Claro, la educación es su debilidad —replicó Kaye con una sonrisa socarrona.

—Insisto —le dijo Fox a Naysmith—, tendría que ser una misión de Fife.

—¿Y qué tiene de malo preguntárselo? Tú debes de conocer a alguien en Asuntos Internos...

Fox dudó unos momentos antes de responder.

—No creo que seamos santos de su devoción. Estamos trabajando en el que debería ser su territorio.

—Pero ¿conoces a alguien o no? —reiteró Naysmith.

—Sí —respondió Fox, volviéndose hacia Kaye.

Este se encogió de hombros.

—No creo que funcione.

—¿Y por qué no?

—Una operación de vigilancia precisa la aprobación de arriba. ¿No habíamos quedado en que Glenrothes no quiere que descubramos nada?

—Pero si se niegan ante su propio Departamento de Asuntos Internos —adujo Naysmith—, levantarán sospechas.

Kaye seguía con la mirada fija en Malcolm Fox.

—¿Tú qué dices, Foxy?

—Es un campo de minas protocolario.

—Con un poco de suerte, no saltaremos por los aires al primer paso que demos.

—Solo teléfonos fijos y móviles —terció Naysmith— para escuchar qué dice Carter a sus colegas del DIC.

—Tendré que pensarlo —dijo Fox a la postre.

Kaye dio un manotazo a Naysmith en la rodilla.

—Eso significa que lo hará. Bien jugado, Joseph. Y, por cierto, la próxima ronda la pagas tú...

Una vez en casa, Fox calentó otra comida preparada en el microondas y se la llevó a la mesa. No encendió el televisor; estaba absorto en sus pensamientos. Después de recogerlo todo, llamó a su hermana y se disculpó por no haberlo hecho antes.

—A ver si lo adivino: has estado ocupado.

—Pues resulta que es cierto.

Fox se pellizcó la piel del tabique nasal.

—Pero ¿has ido a ver a papá?

—Ayer por la noche, como te prometí. Volvía a ser él cuando yo llegué.

—Ah, ¿sí?

—Estuvimos viendo algunas fotografías.

—¿Y no se puso nervioso?

—No demasiado.

—Entonces, a lo mejor es cosa mía. ¿Es ahí donde quieres llegar? ¿Crees que exagero?

—No, Jude, estoy seguro de que no. Y vi la bolsa de pañales en el cuarto de baño.

—Si empieza a hacérselo encima, lo echarán.

—Lo dudo.

—Querrán que esté en casa con uno de nosotros.

—Escucha, Jude...

—¡Yo no puedo, Malcolm! ¿Cómo voy a arreglármelas?

—No se lo van a quitar de encima.

—¿Por qué? ¿Porque sigues soltando pasta para pagar la cama y la comida? Eso está bien mientras no les cause molestias.

—¿Te quedarías más tranquila si fuésemos a verlos?

—Ve tú. A mí me odian.

—No es cierto.

—Me tratan como a un perro. Tú no lo ves porque eres el que saca la chequera. Pero ya está bien, ¿no? Serás tú quien se lleve casi toda la herencia. Es a ti a quien quiere, es de ti de quien siempre habla cuando estoy allí. De mí no habla nunca. Yo solo soy un mulo de carga, ¡como los putos cuidadores!

—¿Te estás oyendo, Jude?

Sin embargo, era Fox quien oía a su hermana al tiempo que sus quejas se prolongaban y ganaban en intensidad. Recordó la fotografía de cuando era niña, encaramada a los hombros de Chris, rebosante de una energía desenfadada que ahora había destilado en aquello.

«A veces hay que trazar una línea...».

Fox colgó y conectó el teléfono al cargador. Se tiró del labio inferior, contemplando el aparato y preguntándose si sonaría, con Jude encolerizada al otro lado.

Pero no sonó, así que preparó un té y pensó si podría haberle dicho algo para arreglar las cosas: ofrecerse a visitar a su padre más a menudo; organizar una comida para los tres un fin de semana... «Es a ti a quien quiere... Yo solo soy un mulo de carga».

Con un suspiro, encendió el ordenador, preguntándose qué información podría recabar sobre el año 1985, mientras el doloroso recuerdo de la llamada telefónica empezaba a desvanecerse.

Las sombras del poder

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