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—Ha sido rápido —dijo Malcolm Fox.

Evelyn Mills estaba al otro lado de la línea. Habían autorizado el dispositivo de escuchas.

—Mi jefe cree que no es necesario dar parte a los de arriba —explicó.

—¿Por qué no?

—Supongo que sabe que habrían puesto trabas.

—Me cae bien tu jefe.

—La verdad es que me recuerda un poco a ti.

—Entonces me siento halagado. ¿Cuándo estarás operativa?

—Necesito un ingeniero de telecomunicaciones que nos ayude con la línea terrestre.

—¿«Nos»?

—Colaborarán dos jóvenes del DIC. El teléfono móvil llevará más tiempo. Primero tendremos acceso a los números marcados y las llamadas recibidas... —Evelyn hizo una pausa—. Ya sabes cómo funciona.

—Cierto.

Fox la oyó suspirar.

—Hoy terminarán con la línea fija; mañana, en algún momento, harán todo lo demás. Es improbable que Scholes envíe correos electrónicos a Carter, así que tenía pensado obviar la vigilancia informática.

—Me parece bien. Y gracias de nuevo, Evelyn.

—Para eso están los amigos abandonados, ¿no?

—Correcto.

—Solo una cosa: Scholes no es idiota. Eso podría explicar por qué fue a casa de Carter. Así mantienen conversaciones en privado. Puede que lo único que consigamos sean mensajes de texto para organizar más encuentros.

—Lo sé.

Evelyn suspiró de nuevo.

—Por supuesto que lo sabes. Siempre me olvido de lo mucho que nos parecemos. Quizá por eso conectamos tan bien en aquella ocasión.

—¿Estás segura de que quieres añadir algo más? Puede que no sea una línea tan segura como nos gustaría.

Evelyn estaba riéndose cuando Fox finalizó la llamada.

—Parece que tenemos algo —dijo Kaye.

Los tres estaban hacinados en el almacén con la puerta ligeramente entornada para que Joe Naysmith vigilara a posibles espías y holgazanes.

—Todo debería estar listo mañana. Puede que tengamos el teléfono fijo esta misma noche.

—Qué eficiencia. ¿Podrías compartir con nosotros el secreto de tu éxito?

—No.

—Al menos el nombre de la chica...

—Además —añadió Naysmith, volviéndose hacia sus compañeros—, fuera lo que fuese, pensaste que no debía decirlo a través de una línea poco segura.

Naysmith se sobresaltó cuando alguien llamó a la puerta y la abrió. Allí estaba la comisaria Pitkethly, y parecía enfurecida.

—O mucho me equivoco, o ustedes tres acaban de hacerle una visita a Teresa Collins, ¿cierto?

Fox se puso en pie.

—¿Se ha quejado? —preguntó.

—Podríamos decirlo así. Encontraron su nombre en una tarjeta de visita que había en la butaca cuando entraron con la camilla.

Pitkethly vio de inmediato el efecto que habían tenido sus palabras y guardó silencio para saborear mejor la incomodidad de los tres rostros que tenía ante sí.

—Un transeúnte la vio embadurnando la ventana con la sangre de los cortes que se había hecho en las muñecas y llamó a una ambulancia.

Ahora los tres estaban de pie, mirando a Pitkethly. Kaye fue el primero en hablar.

—¿Está...?

—Está en el hospital. Las heridas no parecen demasiado graves. La cuestión es qué la empujó a hacerlo y, por su mirada, diría que acabo de averiguarlo.

—Estaba histérica —espetó Naysmith—. La dejamos sola...

—Después de tranquilizarla, obviamente —dijo Pitkethly, hurgando en la herida—. Esa mujer ha vivido una experiencia traumática. Es frágil por naturaleza, y tiene un historial de consumo de drogas. Supongo que no se fueron así por las buenas.

—No responderemos —afirmó Fox, recuperando un poco la compostura.

—Puede que tengan que hacerlo.

—Redactaremos un informe.

—¿Lo pactarán de antemano?

La pregunta provenía del comisario Peter Laird, que acababa de aparecer junto a Pitkethly. Fox intuyó que había otros espectadores en el pasillo, así que esquivó a la comisaria y se asomó para comprobarlo. Laird no se molestó en disimular el placer que sentía ante aquel giro de los acontecimientos.

—O sea —prosiguió Laird, cruzándose de brazos—, que querrán cerciorarse de que las versiones encajan.

—Pero ¿se pondrá bien? —le preguntó Joe Naysmith a Pitkethly.

—Ahora ya es un poco tarde para hacerse el preocupado —repuso ella.

Fox se plantó delante de la comisaria.

—Ya basta —dijo. Luego, a Kaye y a Naysmith—: Larguémonos de aquí.

—¿Tan pronto?

Laird agitaba los dedos de una mano mientras recorrían el pasillo.

—Necesitaré esas declaraciones —exclamó Pitkethly.

Cuando Fox abrió la puerta que daba al mundo exterior, vio a Scholes entrar a toda prisa desde el aparcamiento.

—Parece que me he perdido la fiesta —dijo con una sonrisa.

Fox no le hizo ningún caso, pero Kaye le propinó un empujón con el hombro que a punto estuvo de hacerle perder el equilibrio. Scholes no reaccionó. Sus carcajadas los siguieron hasta el Mondeo.

—¿Adónde vamos? —preguntó Kaye.

—A casa —dijo Fox.

No cruzaron palabra en varios kilómetros. Fue Naysmith quien rompió el silencio.

—Pobre mujer.

Kaye asintió.

—¿Pensáis que deberíamos habernos quedado?

Kaye miró a Fox, pero vio que no iba a responder. Estaba observando por la ventanilla del acompañante, casi rozándola con la frente.

—Yo no veo que hayamos hecho nada malo —dijo Kaye, forzando más la certidumbre de la que sentía—. Éramos nosotros los que estábamos poniéndola frenética, así que nos fuimos.

—Pero ¿no fui yo al decirle que Carter había quedado libre...?

—Nuestro cometido no consiste en ocultarle los hechos, Joe.

—Parece que os habéis aprendido los informes al dedillo —interrumpió Fox.

—Era su manera de pedir ayuda a voces —insistió Kaye—. Todos lo hemos visto.

—Yo no —precisó Naysmith.

—Pero ya sabes cómo es ese tipo de gente. Si hubiera querido matarse de verdad, no se habría asomado a la ventana para enseñarle a todo el mundo lo que había hecho.

—¿Y si no hubiera pasado nadie?

—Entonces habría llamado ella misma a la ambulancia. Como te decía, suele ocurrir.

—No puedo evitar pensar...

—¡Pues no pienses! —le espetó Kaye a Naysmith—. Volvamos a la civilización y redactemos lo sucedido. —Miró de nuevo a Fox—. Venga, Malcolm, apóyame con esto. Podía explotar en cualquier momento. Tuvimos la mala suerte de que ocurrió cuando ocurrió.

—Podríamos haber intentado tranquilizarla.

—Por si lo has olvidado, estaba desgañitándose. Dos minutos más allí y nos habrían arrinconado todos los chalados del barrio. —Kaye asió el volante con ambas manos—. Yo no creo que hiciéramos nada malo —insistió.

Fox vio que circulaban de nuevo por la M90 y que ya habían pasado Inverkeithing.

—Tienes que hacerme un favor —susurró.

—¿Cuál?

—Justo antes del puente hay un área de descanso. Para y déjame bajar.

—¿Vas a vomitar?

Fox negó con la cabeza.

—¿Entonces?

—Tú para.

Kaye puso el intermitente para desplazarse al carril central, vio el cartel del área de descanso e indicó de nuevo la maniobra. Era una zona para vehículos de gran tonelaje; desde allí trasladaban su carga al otro lado del estuario. Fox se bajó del coche y sintió que el tráfico lo succionaba hacia la calzada. Sin embargo, una acera conducía a un camino que cruzaba el puente.

—Estás de broma —le gritó Kaye.

—Necesito un poco de aire, eso es todo.

—¿Y qué demonios se supone que debemos hacer?

—Esperadme al otro lado, tan cerca de las antiguas cabinas de peaje como podáis.

—¿Quieres que te acompañe? —preguntó Naysmith, pero Fox meneó la cabeza, cerró la puerta y se subió el cuello de la chaqueta.

Había recorrido treinta o cuarenta metros cuando el tráfico le permitió al Mondeo pasar junto a él haciendo sonar la bocina una vez. Fox los saludó y siguió andando. Nunca había cruzado el puente de Forth de aquella manera, pero sabía que lo frecuentaban corredores y turistas. El ruido de la autovía era atronador, y la caída al estuario de Forth parecía vertiginosa; pero Fox siguió adelante, inhalando aire contaminado. En sentido contrario se le acercaba una mujer paseando un perro. Llevaba el pelo envuelto en una bufanda y lo saludó con un gesto y una sonrisa, a los cuales Fox correspondió sin demasiado acierto. A su izquierda divisaba el puente del ferrocarril, en gran parte cubierto por obras de mantenimiento. También había islas allí abajo, y a la derecha, el puente de Rosyth. El viento le azotaba las orejas, pero tenía la sensación de que se lo merecía. Kaye tenía razón, por supuesto: era un grito de auxilio más que un intento de suicidio serio. Pero daba igual. Le arrojaron una bomba con la noticia de Paul Carter y luego se fueron. Ni una sola llamada a los servicios sociales o a quienquiera que estuviese dispuesto a cuidar de ella. ¿Un vecino? ¿Un familiar que viviera por la zona? No: se habían preocupado más por ellos mismos y por el maldito Mondeo.

Fox no se había topado con tanta violencia ni con tanta tragedia en los años que llevaba en el cuerpo. Unas cuantas peleas entre borrachos cuando lucía uniforme y un par de casos desagradables de asesinato en el DIC. Parte del atractivo de Asuntos Internos era que al departamento no le interesaba que se quebrantaran huesos, sino normas. Investigaban a los agentes que cruzaban líneas rojas, pero no eran hombres violentos. ¿Lo convertía eso en un cobarde? A su juicio, no. ¿Era menos policía por ello? Tampoco. Pero por naturaleza evitaba los enfrentamientos, o se cercioraba de que no llegaran a aflorar. Por ese motivo sentía que le había fallado a Teresa Collins. Cada momento que pasó con ella podría haber sido distinto y haber deparado un desenlace más provechoso.

Fox se frotaba la cara con las manos al caminar. Apretó el paso. El viento parecía incluso más cortante al acercarse al tramo central del puente. Ahora se hallaba en medio del estuario de Forth, y unos cables de acero lo sostenían en el aire. Dependía de que ellos desempeñaran su labor y no se rompieran repentinamente. Sin saber muy bien por qué, echó a correr, primero al trote y después más rápido. ¿Cuándo había corrido por última vez? No se acordaba. La carrera se prolongó solo unas docenas de metros y, al final, se quedó sin resuello. Dos corredores de verdad lo miraron al pasar.

—Estoy bien —les dijo, gesticulando con la mano.

Puede que él también se lo creyera. Sacó el teléfono e hizo una fotografía de la panorámica como recuerdo. Ahora tenía bajo sus pies South Queensferry, con sus tempestuosos trayectos en yate y barco hasta Inchcolm Abbey. Empezó a buscar el Mondeo, pero no lo veía. ¿Se habrían hartado de él y lo habrían abandonado? Volvió a observar los pocos vehículos que había aparcados y entonces oyó un claxon a su espalda. Al volverse vio a Kaye, que acababa de cruzar el puente.

Fox abrió la puerta del copiloto.

—¿Cómo lo has conseguido? —preguntó.

—Joe estaba preocupado por si saltabas —explicó Kaye—. Así que seguimos la rotonda, volvimos a Fife e hicimos lo mismo al otro lado... Y aquí estamos.

—Me alegra saber que os preocupáis.

—Fue Joe, recuerda. Yo te habría dejado en paz.

Fox sonrió, se montó en el coche y se puso el cinturón de seguridad.

—Gracias de todos modos —dijo.

—¿Ha sido un paseo agradable? —preguntó Naysmith desde el asiento trasero.

—Me ha despejado un poco la cabeza.

—¿Y? —preguntó Kaye.

—Estoy bien.

—Juraría que te hemos visto corriendo.

Fox miró fijamente a Tony Kaye.

—¿Tengo pinta de corredor?

Kaye esbozó una media sonrisa.

—La verdad es que no.

—Entonces no estaba corriendo, ¿no?

—Esa es su versión de los hechos, inspector. —Kaye miró a Joe Naysmith por el retrovisor—. Nosotros siempre tendremos la nuestra. Pero mientras tanto, ¿debo suponer que volvemos a la base?

—A menos que quieras pasar antes por un lavado de coches. —Fox vio que Kaye meneaba la cabeza—. De acuerdo. Vamos a comprobar si la noticia llega a Bob MacEwan antes que nosotros.

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