Читать книгу Las sombras del poder - Ian Rankin - Страница 19
11
Оглавление—Eres un gafe.
Fox miró a Tony Kaye.
—Eso dijo Scholes también.
Era la mañana siguiente y estaban de nuevo en Kirkcaldy. Habían descartado volver a utilizar el almacén, así que se adueñaron de la sala de interrogatorios.
—La necesitaremos todo el día —había informado Fox al sargento de recepción.
Este no había opuesto resistencia. Se limitó a asentir y volver a sus documentos.
Fox se preguntaba si no estarían regodeándose por lo de Teresa Collins.
—No —dijo en voz alta, sentado ya en la sala de interrogatorios—. «El hombre está de luto...».
—¿No? —repitió Joe Naysmith, que acababa de llegar con una silla que sobraba en el almacén.
—Da igual —contestó Fox.
Kaye había ido a un bar a por café, que les había llevado en vasos de cartón. Fox lo había llamado la noche anterior para contarle lo de Alan Carter.
Kaye fue directo al grano.
—¿Casualidad? —preguntó.
—Tiene que serlo —respondió Naysmith mientras le retiraba la tapa al vaso y añadía dos cartones de leche del tamaño de un dedal.
—No lo sé —repuso Fox—. Anoche, Scholes insinuó que podía sentirse culpable. A lo mejor se enteró de que su sobrino estaba en libertad y podía presentar una apelación.
—¿Y por eso se apunta a la cabeza con una pistola? —aventuró Kaye con aire de incredulidad.
—Un revólver —corrigió Fox.
—Tiene que haber algo más, Malcolm.
—O menos —apostilló Naysmith.
—No pensaste en grabar la entrevista, ¿verdad? —le preguntó Kaye a Fox.
—No fue algo tan formal como una entrevista... Pero la respuesta es que no.
—Imagino que esto nos dará un respiro. Si los tenemos ocupados, puede que Teresa Collins deje de copar los titulares.
—Puede.
—¿Nadie ha hablado contigo?
Fox negó con la cabeza.
—Que yo sepa, seguimos en el caso.
—Tal cual está.
Fox recibió la observación encogiéndose de hombros.
—¿Qué vamos a hacer hoy? —preguntó Naysmith.
—Buena pregunta —dijo Kaye, rascándose la cabeza—. ¿Foxy?
—Hay dos víctimas más con las que podríamos hablar —respondió Fox, incapaz de transmitir entusiasmo.
—¿Las chavalas borrachas? —Kaye sonó más apasionado—. Es una idea.
—¿Y qué hay de la operación de vigilancia? —añadió Naysmith.
—Puede que ya esté en marcha —respondió Fox.
—También podemos quedarnos aquí todo el día mirándonos el ombligo —propuso Kaye—. En el Mondeo tengo una baraja de cartas...
—Todavía hay montones de preguntas que hacerle al inspector Scholes —les recordó Naysmith—. Apenas habíamos comenzado cuando tuvo que ausentarse.
—Eso es cierto.
Fox se terminó el café, tratando de percibir algún vestigio de sabor en el último trago.
—Y deberíamos hacerle otra visita al comisario Laird —añadió Kaye—. Aunque se mofe de nosotros.
—Siento mencionarlo —dijo Naysmith—, pero tampoco hemos terminado con Teresa Collins...
—Dejémosla en paz de momento —decidió Fox.
—¿Scholes, entonces? —preguntó Kaye mientras se levantaba—. ¿Quieres que vaya a buscarlo?
—Yo lo haré, Tony. Acábate la bebida.
Pero cuando se dirigía a las escaleras, Fox divisó la silueta inconfundible de Ray Scholes caminando en dirección contraria. Lo acompañaba un anciano encorvado, en cuya espalda había posado el brazo. Iban camino de recepción. Sin embargo, Scholes no escoltó al visitante hasta la salida, sino que se limitó a indicarle adónde debía dirigirse antes de regresar a su oficina. En tonces vio a Fox y aminoró el paso. De pronto se le resaltó la mandíbula.
—Sigo pensando que me traerá mala suerte —dijo.
—Puede. Lo necesitamos en la sala de interrogatorios.
Scholes negó con la cabeza.
—Ahora no. Puede que haya movimiento con Alan Carter.
Fox no pudo evitar preguntar.
—¿Qué clase de movimiento?
—No es asunto suyo.
Dicho esto, Scholes se fue en dirección a la escalera. Fox lo observó, y luego se dio la vuelta y se encaminó hacia recepción. El visitante todavía estaba allí, hablando con el sargento. Se estrecharon la mano y, cuando por fin abrió la puerta principal, Fox lo siguió.
—¿Adónde va? —le espetó el sargento de recepción, pero no le prestó atención.
El anciano había descendido las escaleras y parecía algo desconcertado.
—¿Necesita que lo lleve a Kinghorn? —preguntó Fox—. Puedo hacerlo si quiere.
El hombre lo miró. Era miope, pero no llevaba gafas. El poco pelo que le quedaba era negro como el azabache. Fox se fijó en que estaba teñido. Tenía los ojos pequeños y hundidos y la boca contraída, como si hubiera olvidado ponerse la dentadura.
—Puedo ir andando —dijo después de estudiar a Fox—. ¿Lo conozco?
—Me llamo Fox. Lo siento, no sé cómo se llama usted.
—Teddy Fraser.
—¿Fue usted quien encontró al señor Carter?
Fraser asintió con solemnidad. Fox se dio cuenta de que llevaba una estrecha corbata negra y una camisa raída. De nuevo, el luto.
—Es muy triste —murmuró para sus adentros.
—¿Acaba de estar con el inspector Scholes?
—Sí.
—Solo vi al señor Carter una vez, pero me cayó bien.
—Era difícil que cayera mal.
—¿Ha venido andando hasta aquí esta mañana, señor Fraser?
—Me gusta caminar. No está tan lejos.
—Es una carretera muy transitada.
—Hay algunos atajos.
—Encontrar a Carter debió de ser espantoso...
—¿Espantoso? —Fraser soltó una risotada fría—. Podríamos decirlo así.
—Me refiero a que... En realidad, no lo conocía, pero parecía estar bien.
Fraser asintió de nuevo.
—No tenía ningún problema. El inspector dice que están verificando su estado de salud, por si el doctor le dio una mala noticia. Pero me lo habría dicho, ¿no? Entre nosotros no había secretos.
—¿Se conocían desde hacía mucho?
—Fuimos juntos al colegio. Nos llevábamos dos años, pero formábamos parte del mismo equipo.
Fox no quiso mencionar que Fraser parecía mucho mayor. Si solo le llevaba dos años, no tendría más de sesenta y cuatro.
—¿Fútbol? —preguntó.
—Fuimos campeones de Fife dos años consecutivos.
Fraser parecía tan orgulloso de pronto que Fox se preguntó qué podría haberle procurado la misma satisfacción después de aquello.
—¿En qué posición jugaba el señor Carter?
—De delantero. Era un auténtico depredador. Veintinueve goles en una temporada. Batió el récord de la escuela. Si el pastor no lo menciona en el funeral, me pondré en pie para recordárselo a todo el mundo.
Fox sonrió.
—¿Qué quería el inspector Scholes?
—Ah, solo ha hablado de la pistola, y me ha preguntado en qué postura encontré a Alan y si había movido algo.
—¿Lo hizo?
—Cogí el teléfono y llamé a emergencias.
—Pero el señor Carter no estaba muerto, ¿verdad?
—Prácticamente.
—¿Intentó reanimarlo?
—Respiraba, aunque no estaba consciente. Pero ¿una pistola? Alan jamás tuvo una. ¿Y la puerta abierta? —Fraser meneó la cabeza con vigor—. Siempre la tenía cerrada, aunque supiera que yo iba a ir. Si me oía, me esperaba en el umbral; de lo contrario tenía que llamar y Jimmy Nicholl se ponía a ladrar.
—¿La puerta no estaba cerrada?
—No oí ladridos cuando llamé. Pensé que habrían salido a dar un paseo, aunque el perro apenas podía recorrer unos metros sin que le fallaran las piernas. Así que esperaba que la puerta estuviera cerrada. —En ese momento pareció recordar algo—. De hecho, ni siquiera estaba cerrada del todo. Eso es... Cuando llamé, se abrió un poquito.
—Supongo —dijo Fox, ejerciendo de abogado del diablo— que, si planeaba hacer lo que hizo, pudo dejar la puerta abierta para que lo encontraran.
Fraser se planteó esa idea, pero la desestimó con un resoplido.
—¿Sabe que estoy cuidando de Jimmy Nicholl? Es lo menos que puedo hacer. Alan mimaba mucho a ese perro. ¿Me está diciendo que no lo habría llevado a un veterinario antes de quitarse la vida?
Fraser torció el gesto.
—¿Puedo preguntarle algo, señor Fraser?
—Me llamo Teddy, hijo. Todo el mundo me llama Teddy.
—¿En qué estaba trabajando? Todos esos papeles que tenía sobre la mesa...
—Historia antigua.
—El año 1985 no queda tan lejos.
—Para algunos, sí. Se lo demostraré ahora mismo.
Fraser hizo una pausa, preparado para calibrar la reacción de Fox. Juntó las manos y entonces mencionó un nombre.
—Me ha pillado —reconoció Fox al cabo de unos instantes—. ¿Quién es Francis Vernal?
—Será mejor que lo averigüe usted mismo.
—¿Por qué estaba el señor Carter tan interesado en él?
—Creo que no lo estaba; al menos, al principio.
—No le sigo.
—En aquella época, Alan era poli. Por eso recibió el encargo.
—¿Alguien le pagaba por estudiar el año 1985? ¿Era un caso en el que había trabajado?
Fraser hundió su dedo huesudo en el pecho de Fox, marcando el ritmo de las palabras que diría a continuación.
—Será-mejor-que-lo-averigüe-usted-mismo.
Dicho lo cual, realizó una leve inclinación a modo de saludo, dio media vuelta y echó a andar a un ritmo más brioso de lo que Fox habría pronosticado. En realidad, le dolía donde el hombrecillo le había atizado, y se frotó la zona con la palma de la mano. De nuevo en el interior de la comisaría, el sargento de recepción estaba esperando.
—Venga aquí —dijo desde el otro lado del mostrador.
Fox se acercó a él.
—Espero que no haya estado incordiando a Teddy...
—Me ha devuelto todos los golpes. ¿Lo conoce?
—Desde hace siglos.
—¿Y conocía también a Alan Carter?
—Trabajé con él. —El sargento hinchó el pecho—. Era de la vieja escuela.
—La única vez que lo vi tuve la misma sensación. Lo siento.
El sargento hizo una mueca.
—Ni siquiera sé cómo se llama —dijo Fox en tono de disculpa.
—Robinson. Alec Robinson.
Fox le tendió la mano y, después de un leve titubeo, Robinson se la estrechó.
—Es un placer —dijo Fox, arrancando una sonrisa al policía.
—Lamento haberle hecho sudar tinta —respondió el sargento—. Ya sabe cómo son estas cosas...
—Me he encontrado en peores situaciones, créame. —Fox hizo una pausa—. ¿Puedo preguntarle una cosa? ¿Vio muchas veces a Alan Carter en sus últimos años?
—Lo cierto es que no. En el fútbol o en alguna reunión...
—Pero le gustaba mantenerse ocupado, ¿no?
—Creó su empresa desde cero.
Robinson parecía impresionado, de modo que Fox asintió.
—El día en que lo vi parecía seguir estándolo —informó al sargento.
—Ah, ¿sí?
—Estaba realizando un trabajo sobre Francis Vernal.
El semblante del sargento se endureció.
—¿Le importaría arrojar un poco de luz sobre este asunto?
—No soy la persona indicada para hablar de ello —confesó finalmente Robinson.
—Entonces ¿quién lo es?
—¿Ahora? —Robinson ponderó la respuesta—. Probablemente, nadie.
De nuevo en la sala de interrogatorios, Fox señaló a Joe Naysmith.
—Necesito que me hagas un favor. ¿Tienes un portátil?
—No.
—Imagino que habrá algún ordenador libre por aquí.
—¿Qué necesitas?
—Buscar algo en Internet.
—Puedo hacerlo con el teléfono.
—¿Puedo imprimirlo?
Cuando Naysmith negó con la cabeza, Fox le dijo que solo le servía un ordenador.
—¿Qué hay que buscar?
—Francis Vernal.
—¿Te refieres al abogado? —preguntó Tony Kaye. Fox se volvió hacia él—. Murió en un accidente de tráfico en los años ochenta.
—Continúa.
Kaye se encogió de hombros.
—Yo era niño... —Hizo una pausa—. Ahora que lo pienso, ¿no se pegó un tiro?
—¿Antes o después del accidente?
Kaye volvió a encogerse de hombros y Fox desvió su atención hacia Naysmith, quien captó la indirecta y se marchó.
—¿De qué va todo esto? —preguntó Kaye cuando Naysmith cerró la puerta.
—Algo en lo que estaba trabajando Alan Carter.
—¿Y qué tiene que ver con nosotros?
—Puede que nada.
—¿Puede que nada? Pensaba que ibas a traernos a Ray Scholes. Joe ha preparado la cámara y todo.
Fox reparó por primera vez en el trípode. La grabadora de audio estaba sobre la mesa, flanqueada por unos micrófonos.
—Dice que está ocupado.
—Bravo por él. Vámonos de vacaciones hasta que se digne honrarnos con su presencia.
—Las dos mujeres —dijo Fox—. ¿Por qué no vas a hablar con ellas?
—¿Estás intentando deshacerte de mí?
—Creí que te apetecía.
—Supongo que es mejor que quedarme aquí sentado viendo cómo giran los engranajes en esa cabeza tuya.
—De acuerdo, entonces.
—Pero primero tienes que contarme qué está pasando.
—Nada. Ha muerto un hombre. Me caía bien, y su comedor era una especie de templo a una persona llamada Francis Vernal.
—¿Y quieres saber por qué?
—Y quiero saber por qué. —Fox hizo una pausa, con los ojos clavados en los de su colega y amigo—. ¿Te sirve?
—Lo que haga falta por llevar una vida tranquila. —Kaye se levantó de la silla y volvió a meter los brazos en las mangas de la americana—. ¿Me llevo a Junior conmigo?
—Si lo necesitas...
—¿No anda ocupado con un encargo tuyo?
—Puede esperar.
—Y mientras nosotros recorremos esas peligrosas calles, ¿qué harás tú exactamente?
—Controlar la operación de vigilancia, informar a McEwan del suicidio, tratar de arrinconar a Ray Scholes... No estaré holgazaneando.
—De acuerdo. —Kaye asintió lentamente—. Pero te echaremos de menos, ya lo sabes. Joder, puede que incluso te mandemos una postal.