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El inspector Ray Scholes se tocó el cabello, corto y negro. Estaba sentado en la única sala de interrogatorios de la comisaría. Fox había dejado en sus manos la elección del lugar, siempre y cuando tuviera una mesa y cuatro sillas.

—Y un enchufe —añadió Joe Naysmith.

El enchufe era para el adaptador. Naysmith había montado la videocámara y acababa de terminar con la grabadora de audio. Había dos micrófonos. Uno de ellos apuntaba a Scholes y el otro estaba centrado, entre Fox y Tony Kaye. Este tenía los brazos cruzados y el ceño fruncido. Ya le había dicho a Scholes cuánto le gustaba su pequeña argucia.

—Yo no calificaría de «argucia» un caso oficial de la policía —replicó Scholes—. Por otro lado, esto podría considerarse prácticamente una pérdida de tiempo.

—¿Solo «prácticamente»? —respondió Malcolm Fox, que estaba ocupado con la documentación.

—Todo listo —anunció Naysmith.

—¿Podemos empezar? —le preguntó Fox a Scholes.

Este asentía cuando le sonó el teléfono. Respondió identificándose como «Ray Scholes, enemigo público número uno». Por lo visto, al otro lado de la línea estaba su novia, quien le pedía que comprara algo para cenar. Pero sabía lo de Asuntos Internos.

—Sí, están aquí —contestó Scholes arrastrando las palabras, con la mirada clavada en Fox.

El aludido se pasó un dedo por delante de la garganta para indicarle que colgara, pero Scholes no tenía prisa. Cuando por fin terminó la llamada, Fox preguntó si podía apagar el teléfono. Scholes meneó la cabeza.

—Nunca se sabe cuándo va a ocurrir algo importante.

—¿Cuánto tardará en sonar de nuevo? —preguntó Fox—. ¿Será ella todo el tiempo o ha repartido la tarea entre sus amigos? —Se dirigió a Tony Kaye—: ¿Cada cuánto suelen hacerlo? ¿Cada cinco o diez minutos?

—Diez —repuso Kaye con rotundidad.

Fox volvió a centrarse en Ray Scholes.

—Dudo que pueda hacer algo que no se haya intentado cien veces. Así que ¿por qué no apaga el teléfono?

Scholes logró esbozar una sonrisa e hizo lo que le pedían. Fox se lo agradeció con un cabeceo a modo de asentimiento.

—En su opinión, ¿era Carter un buen policía? —preguntó Fox.

—Lo sigue siendo.

—Ambos sabemos que no va a volver.

—¿Por qué odian tanto a los policías?

Fox miró al hombre que se sentaba al otro lado de la mesa. Scholes rondaba los treinta y cinco años, pero parecía más joven. Tenía el rostro pecoso y los ojos de color azul celeste. Una extraña imagen centelleó en la memoria de Fox: una gran bolsa de canicas que tenía de pequeño. Su favorita era una de color azul pálido, cuyas imperfecciones solo eran visibles al escrutarla, girándola lentamente entre los dedos...

—Es una pregunta original... —le contestó Tony Kaye a Scholes—. Dudo que nos la planteen más de varias docenas de veces al mes.

—No entiendo por qué quieren castigar a todos los que han trabajado con Paul.

—A todos, no —especificó Fox—. Solo a los que ha mencionado el juez.

Scholes resopló.

—¿A eso lo llama juez? Pregúntele a cualquier miembro del Cuerpo. Colin Cardonald es quien debe llevarse la puñalada. En diversos casos ha hecho todo lo posible por poner trabas al acusado...

—Siempre hay alguno de esos —reconoció Kaye.

—¿Hubo algún problema entre el juez Cardonald y el agente Carter? —preguntó Fox.

—Alguno.

—¿Y entre el juez y usted? —Fox esperó sin obtener respuesta—. ¿Me está diciendo que el juez Cardonald escogió algunos nombres por rencor?

—Sin comentarios.

—Hace casi un año se presentó una denuncia contra Paul Carter, ¿no es cierto? Incluso su tío dijo que Carter había reconocido que se aprovechó de una mujer. Se abrió una investigación.

Fox buscó de manera ostentosa la página en cuestión que contenían sus notas.

—No pudieron probar nada —aseveró Scholes.

—Al principio, no. Solo cuando Teresa Collins decidió que ya había tenido bastante... —Fox hizo una pausa—. ¿Conocía usted al tío de Carter?

—Era policía.

—Eso es un sí, entonces. ¿Por qué cree que dijo lo que dijo?

Scholes se encogió de hombros.

—¿Otra rencilla? ¿Y las tres mujeres: la denunciante original y las dos que salieron a declarar más tarde? ¿También lo hicieron por rencor? Muchos rencores me parecen contra su amigo, el «poli bueno» Paul Carter.

Fox se inclinó hacia delante, fingiendo interés en algunas páginas concretas. Los recortes de prensa estaban sobre la mesa, a la vista de todos. Kaye y Naysmith sabían que a veces el silencio resultaba útil y que cuando Fox volvió a recostarse en la silla no lo hizo porque se hubiera quedado sin preguntas. Naysmith comprobó el equipo; Kaye estudió su reloj de pulsera.

—¿Hemos terminado con los entrantes? —preguntó Scholes al final—. ¿Vamos a por los platos principales?

—¿Los platos principales?

—Cuando intentan arrastrarme con Paul. Cuando se inventan que mentí en el juicio, que traté de coaccionar a los testigos...

—Teresa Collins asegura que estaba usted en el coche con Carter cuando se le acercó y le dijo que iría a su casa ese mismo día para mantener relaciones sexuales.

—Eso no es cierto.

—Cuando presentó la denuncia, usted la telefoneó e intentó que la retirara.

—No.

—Su teléfono móvil aparecía en el de ella. Fecha, hora y duración de la llamada.

—Como ya dije en el juicio, fue una equivocación. ¿Cuánto duró la llamada?

—Dieciocho segundos.

—Exacto. En cuanto me di cuenta, colgué.

—¿Por qué tenía su número?

—Estaba anotado en un trozo de papel que había sobre una mesa de la oficina.

—¿Le entró la curiosidad y por eso llamó al número misterioso?

—Eso es.

Tony Kaye meneaba la cabeza lentamente; se mostraba incrédulo.

—Así que niega haberle dicho... —Fox consultó de nuevo sus notas— que «retirara la puta denuncia»?

—Sí.

—¿Salía con Carter cuando no estaban de servicio?

—Alguna cerveza de vez en cuando.

—Y algún club... Excursiones a Edimburgo y Glasgow en sus días libres...

—No es ningún secreto.

—Exacto. Trascendió todo en el juicio.

Scholes resopló.

—Unos polis se hacen amigos y, como les gusta tomarse una copa de vez en cuando, ya salen en portada.

—Carter era agente; usted, inspector.

—¿Y?

—Que nunca había conseguido un ascenso. Tenía el rango más bajo del Departamento de Investigación Criminal y llevaba tanto tiempo en el Cuerpo como usted.

—No todo el mundo quiere un ascenso.

—No todo el mundo se lo merece —espetó Fox—. En el caso de Paul Carter, ¿qué ocurrió?

Scholes se disponía a responder cuando se abrió la puerta de la sala de interrogatorios y apareció una mujer uniformada.

—Siento interrumpir —dijo, aunque no parecía sentirlo en absoluto—. Pensé que estaría bien saludar.

La agente vio que Naysmith apagaba las grabadoras. Se dirigió a la mesa y se presentó como la comisaria Isabel Pitkethly. Fox se levantó como a desgana y le tendió la mano.

—Inspector Malcolm Fox —dijo.

—¿Todo en orden? —Pitkethly miró en derredor—. ¿Disponen de todo lo que necesitan?

—Estamos bien.

Medía casi treinta centímetros menos que Fox, pero tenían más o menos la misma edad, poco más de cuarenta años. Llevaba una media melena castaña y sus ojos azules centelleaban detrás de las gafas. Lucía una blusa azul reglamentaria con charreteras en los hombros y una falda oscura que le llegaba justo por encima de las rodillas.

—¿Ray se está comportando?

Pitkethly soltó una carcajada nerviosa y Fox se percató de que las últimas semanas habían hecho mella. Probablemente se sentía como el capitán de un barco hermético y ahora la estructura se había visto dañada desde dentro.

—Acabamos de empezar —informó Tony Kaye sin molestarse en disimular su enojo.

—Es curioso. Pensaba que íbamos a comer queso con galletas —repuso Scholes.

—Inspector Scholes, debe asistir usted a otra reunión dentro de cinco minutos —dijo Pitkethly—. La fiscalía tiene que preparar un caso...

Scholes se puso en pie a toda prisa.

—Caballeros, ha sido un placer.

—¿Cuándo volverá a honrarnos con su presencia? —preguntó Fox a Pitkethly.

—Probablemente a media tarde.

—A menos que el fiscal tenga otros planes.

Scholes había vuelto a encender el teléfono y estaba leyendo los mensajes.

—¿Un par de llamadas perdidas?

Scholes miró a Fox y sonrió.

—¿Cómo lo ha adivinado?

Pitkethly parecía preguntarse lo mismo.

—¿Podemos hablar un momento en mi despacho, inspector?

—Iba a proponérselo ahora mismo —contestó Fox.

Un minuto después, Kaye y Naysmith se encontraban solos en la sala de interrogatorios.

—¿Lo recojo todo? —preguntó Naysmith, con la mano apoyada en el trípode.

—Será lo mejor. Vete a saber si Scholes y su equipo no piensan entrar con el propósito de pasear la polla por todas partes...

—Siéntese —indicó Pitkethly desde el otro lado de la mesa.

Fox permaneció de pie. La mesa estaba vacía. Había otra situada en ángulo recto, sobre la cual descansaban un ordenador y una bandeja atestada. La ventana daba al aparcamiento. No había cachivaches sobre el alféizar, ni tampoco fotografías de seres queridos. Las paredes estaban desnudas, salvo por un cartel de prohibido fumar y un almanaque.

—¿Lleva mucho tiempo aquí? —preguntó Fox.

—Unos meses.

—¿Y antes?

Fox notó que estaba molesta: por alguna razón era él quien formulaba las preguntas. Pero la educación exigía una respuesta.

—Glenrothes.

—¿Jefatura?

—¿No iría más rápido consultando mi expediente?

Fox alzó las manos a modo de disculpa y, cuando Pitkethly le indicó que se sentara, decidió no negarse por segunda vez.

—Lamento no haber estado aquí esta mañana —comenzó—. Esperaba poder mantener esta conversación con usted antes de que empezara su trabajo.

Parecía un discurso preparado... porque lo era. Con toda probabilidad, Pitkethly tenía amigos en la Jefatura de Glenrothes y había ido allí a pedir consejo para lidiar con Asuntos Internos. Fox podría haberle escrito el guion él mismo. En la mayoría de los casos, algún mandamás lo había invitado a su despacho para soltarle la misma historia.

La plantilla es muy buena.

Tenemos trabajo que hacer.

A nadie le interesa que los agentes sean apartados del servicio.

Por supuesto, nadie quiere tapaderas.

Pero daba igual...

—De modo que si pudieran trasladarme cualquier asunto a mí primero...

Pitkethly se había ruborizado. Fox imaginó lo mucho que debió de alegrarse cuando le ofrecieron estar al mando de una comisaría. Y ahora, eso.

Le habían explicado lo que debía decir, pero no había tenido tiempo de ensayar. Empezó a bajar el tono de voz y se aclaró la garganta, lo cual estuvo a punto de provocarle un ataque de tos. A Fox le gustaba todavía más por su aparente torpeza. Se dio cuenta de que tal vez no había echado mano de influencias, aunque la hubieran citado en Glenrothes.

«Esto es lo que debe transmitirle, comisaria...».

—¿Quiere que le traiga algo para beber? —preguntó Fox—. ¿Un poco de agua?

Pero ella declinó la invitación con un gesto. Fox se inclinó hacia delante.

—Por si sirve de algo —dijo—, intentaremos ser discretos. Y rápidos. Eso no significa que no vayamos a cuidar los detalles. Le pro­ meto que seremos exhaustivos. Y no podemos facilitarle ningún dato. Nuestro informe irá directo a su jefe. Lo que haga con él ya es cosa suya.

Pitkethly se había recompuesto y asintió, con los ojos clavados en los de Fox.

—Causar problemas no es nuestro cometido —prosiguió.

También había pronunciado aquel discurso en numerosas ocasiones y en salas muy similares a aquella.

—Solo queremos la verdad. Queremos saber si se han seguido los procedimientos y cerciorarnos de que nadie cree estar por encima de la ley. Si puede ayudarnos a transmitir ese mensaje a sus agentes, estupendo. Si podemos utilizar una sala como base de operaciones, mucho mejor. Debe poder cerrarse con llave y necesitaré todos los juegos. Espero poder dejarla en paz en una semana.

Fox decidió no añadir «o dos».

—Una semana —repitió Pitkethly.

Fox no sabía si lo consideraba una buena o una mala noticia.

—Esta mañana me han dicho que el sargento Haldane está de baja...

—Tiene gripe —confirmó ella.

—Sea gripe, parálisis o peste, tenemos que interrogarlo.

Pitkethly asintió de nuevo.

—Me aseguraré de que esté al corriente.

—También nos sería útil un poco de información sobre la zona; dónde podemos comer decentemente o tomar un bocadillo. Pero que sean lugares que no frecuenten sus agentes.

—Pensaré en ello.

Pitkethly se puso en pie. Era su manera de anunciar el final de la reunión. Fox permaneció en su asiento.

—¿Alguna vez ha sospechado del agente Carter?

Le llevó unos momentos decidir si respondía, pero al final meneó la cabeza.

—¿Y alguna de las mujeres que trabajan aquí...? —insistió.

—¿Qué?

—Cotilleos en los baños... avisos sobre una mano demasiado larga...

—Nada —afirmó.

—¿Nunca ha tenido dudas?

—Ninguna —repuso con firmeza mientras se dirigía hacia la puerta y se la abría a Fox. Este se tomó su tiempo y le dedicó una sonrisa al pasar junto a ella. Kaye y Naysmith lo esperaban al final del pasillo.

—¿Y bien? —preguntó Kaye.

—Más o menos como esperaba.

—Puede que Michaelson ande por aquí. ¿Quieres que sea el próximo?

Fox negó con la cabeza.

—Volvamos a la ciudad a comer algo y a dar una vuelta en coche.

—¿Para habituarnos a este lugar? —aventuró Kaye.

—En efecto —confirmó Fox.

Las sombras del poder

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