Читать книгу El hábito del miedo - Irene Klein - Страница 10

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Para llegar al Hospital Eva Perón, ex Castex, en San Martín, había que atravesar calles solitarias, de monoblocks y casas bajas muy enrejadas. Pegado a la ruta ocho, bordeado de un descampado, bajo el letrero Interzonal Agudos, el hospital parecía habitar su propio espacio y tiempo. El remise dejó a Marcos y a Elena a la entrada, junto a un Falcon muy viejo de donde bajaron, casi al mismo tiempo que ellos, un grupo de muchachos en musculosa y gorro con la visera en la nuca. Amigos de Johnny, pensó Elena. Le pareció que los miraban con recelo.

Cuando Marcos preguntó en recepción por Nadia Miceli, le dijeron que la chica NN accidentada estaba en la guardia. Cuando Marcos y Elena avanzaron por el pasillo, escucharon gritos.

—Es Nadia —dijo Elena.

La cabeza, un estropajo de sangre y barro. ¿Quién le dijo eso a Elena? ¿Quién vio la sangre que le brotaba del oído izquierdo y de la boca? ¿Quién estuvo al lado de Nadia cuando le cortaron la campera de jean y le abrieron con una pinza los anillos? ¿Quién le dijo que la mano era un moretón negro y deforme? ¿Quién le contó que no dejó de agitar brazos y piernas en todo ese tiempo? ¿Fue Marcos o el médico que salió al rato y le pasó el brazo por los hombros y la llevó hacia uno de los bancos? ¿O se lo imaginó ella mientras esperaba en el pasillo y escuchaba los gritos de Nadia?

De pronto, los gritos cesaron. Y se hizo silencio. Un silencio que fue como una cueva oscura y profunda. Elena no supo cuánto tiempo duró ese silencio. Primero salió el médico. En un tono que quería ser amable, le dijo:

—Tranquila, señora. Su hija está en coma. Puede darle un beso antes de que la lleven a Terapia Intensiva. El novio tiene un esguince en el tobillo, una fisura en el codo. Está consciente pero se va a quedar en observación.

Salieron los camilleros con Nadia. Tenía los ojos cerrados, una máscara de oxígeno en la boca, un lío de tubos y mangueras en los brazos, un cuello ortopédico. El brazo izquierdo estaba vendado desde la mano hasta el hombro. La gasa bajo la oreja estaba roja. Elena se inclinó sobre la camilla, rozó la frente de Nadia con los labios. Los camilleros esperaron. Un hombre de seguridad dormitaba sobre una reposera de playa frente a la puerta de Terapia Intensiva. A un lado, en el piso, había un termo, un mate y una radio sintonizada en un noticiero. Elena se sentó en el banco. ¿Por qué no estaba Marcos? ¿O él estaba ahí? Estaba. Pero hablaba con los médicos como un médico más, aunque en ese momento no tuviera el ambo ni el estetoscopio colgado del cuello. No la abrazó, no la sostuvo. Le dijo que esperara afuera y desapareció junto a sus colegas en la sala de terapia. Del otro lado del pasillo, una mujer se abanicaba con una radiografía y resoplaba aunque no hacía calor. Podría ser la madre de Johnny. Johnny estaba fuera de peligro. El médico se lo había dicho.

Pensó en la fractura de su hija en la cabeza. De peñasco, había dicho el médico. Una línea delgada, longitudinal. ¿Qué riesgos tenía una fractura en el cráneo? Elena no quería saber. Le parecía estar cruzando una autopista a pie con su hija en brazos.

—¿Usted es la madre de la chica accidentada?

Una enfermera le alcanzó un tubito con sangre. Le pidió que lo llevara abajo, al laboratorio.

Elena bajó la escalera como si sostuviera una vela. La mujer a la que le dio la muestra estaba al tanto del accidente.

—No pierda la esperanza —le dijo.

Elena quiso preguntarle por qué tendría que perderla pero la mujer no la dejó hablar. Manipulaba la sangre y, al mismo tiempo, sin mirarla, contaba del hermano. Había sufrido un accidente de moto dos años atrás que lo dejó dos meses en coma. Ahora había terminado el secundario y tenía novia. Elena salió del laboratorio sin decir nada. Subió las escaleras, se sentó otra vez frente a la puerta de Terapia que seguía cerrada. El hombre de seguridad sacaba agua caliente del dispenser.

—¿Quiere un vaso de agua o un mate? —le preguntó.

—Agua. Gracias.

—Autorizaron la orden. La trasladamos al Policlínico —dijo Marcos de pronto al lado de ella. Había salido de Terapia y venía a avisarle. Sacó un paquete de chicles del bolsillo, se puso tres en la boca. Sin decir palabra, volvió a irse.

El hombre de seguridad sintonizó en la radio un programa de música clásica.

—¿Le gusta? —le preguntó.

—Sí —dijo Elena.

—A mí también —dijo él.

Una hora después, la puerta de Terapia se volvió a abrir. Llevaban a Nadia otra vez en camilla. Una médica muy joven iba junto a los camilleros. Daba órdenes, suaves, con la mano.

Que tuvieran cuidado, era estrecho, les dijo cuando la subieron al ascensor. Cerraron la puerta y Elena bajó las escaleras, corriendo. Fue hacia la entrada del hospital, donde esperaba la ambulancia, frente a la guardia. Habían bajado la camilla de Nadia al suelo. La médica estaba agachada. Elena quiso acercarse pero no la dejaron. La médica controló la máscara de oxígeno, el suero. Elena vio como luego se inclinó y le dio a Nadia un beso en la frente. Los camilleros volvieron a levantar la camilla y la empujaron dentro de la ambulancia. Solo una persona podía acompañar a Nadia. No les preguntaron quién de los dos iría, si Elena o Marcos. Fue Marcos el que subió. Alzó la mano y Elena pensó que la saludaba pero le estaba indicando a la médica que podían partir. La médica dio la orden y los camilleros cerraron la puerta con un golpe seco.

Cuando la ambulancia partió, la médica se acercó a Elena:

—Tranquila. Todo va a salir bien.

Unos segundos después, Elena estaba sola frente a la puerta de la guardia. No había ambulancias, ni médicos. Caminó hasta la ruta, hacia una parada de taxis. Los coches eran ráfagas de luz. Le parecía caminar al borde de la luna.

El hábito del miedo

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