Читать книгу El hábito del miedo - Irene Klein - Страница 11
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En el Policlínico todos parecían estar al tanto de que habían internado a Nadia, la hija del Dr. Miceli y Elena no necesitó preguntar. Una médica la llevó a terapia.
—Por acá, señora Miceli.
Elena tuvo la sensación de ingresar en un espacio sagrado. El silencio. El olor a desinfectante. Los zuecos de goma de las enfermeras. Los gestos sin palabras. Le señalaron la pileta y Elena se lavó las manos con el Pervinox que estaba en una botella de plástico y se las secó con toallitas de papel. Caminó entre biombos, tanques de oxígeno, cuerpos y sábanas. La cama de Nadia estaba al final, en una esquina. Seguía dormida, entre tubos y mangueras. Pensó en el surco que ahora bajaba sobre el cráneo de ella y que parecería un pequeño cierre relámpago. Se acordó cuando a los quince Nadia había aparecido un día con la cabeza rapada y un piercing en la ceja. Marcos clavó la mirada en la franja de pelo que recorría la cabeza:
—Parecés una psiquiátrica.
Había que hablar con los pacientes en coma. Ellos escuchaban, entendían. Lo había visto en las películas. Elena besó la frente de Nadia. Pero no pudo decirle nada.
Unos días después, cuando ella estaba ahí, el cuerpo de su hija se torció en un espasmo. Hubo un revuelo de enfermeras y la empujaron hacia la puerta. Elena alcanzó a ver cómo sostenían a Nadia para impedir que se ahogara. Gritaba. Así como los bebés cuando nacen.
Cuando la pasaron a terapia intermedia Nadia, ya estaba sin respirador. Elena quiso abrazarla pero Nadia la miró como si despertara de una siesta:
—Me duele la cabeza.
Elena miró al médico que estaba junto a la cama.
—Su hija sufre amnesia. El olvido es la manera que tiene el cerebro de protegerse contra el trauma —dijo Torrezi. Tenía el nombre bordado en hilo azul en el bolsillo superior del delantal.