Читать книгу El hábito del miedo - Irene Klein - Страница 15
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Mirta golpea la puerta de mi habitación.
—La cena está lista, señorita Nadia.
Me pongo una vieja bata de mamá que cuelga en el baño que debía ser blanca y ahora es de color sepia. Cuando entro, el comedor está en penumbra. Enciendo la luz alta y me siento. Solo hay dos platos. La que se sienta en la mesa conmigo no es mamá sino Mirta. Empuja hacia mí la fuente con carne y papas.
—La señora Elena no va a cenar. Le vino otra vez.
Lo dice con cara de circunstancia. La miro sin entender. ¿Mamá menstrúa? Mirta se da dos palmaditas en la cabeza:
—La migraña.
Le encanta esa palabra. La dice como si mamá estuviera bajo el efluvio de un eclipse. “Las migrañas empeoraron después del golpe”, me dijo Mirta. Sé de qué golpe se trata. Cuando —según mamá— se cayó de la mesa.
—Fui a llevarle un Migral. La señora Elena estaba medio dormida y le mojé la cara —me dice.
—¿Cómo va a hacer eso, Mirta?
Pone cara y yo me acuerdo. Su hijo se murió atragantado con una píldora. Me lo dijo ella misma un día cuando hablé por teléfono a casa de mamá:
—Mi hijo se murió.
Yo no supe qué decir y las dos nos quedamos en silencio. La que habló fue ella. Me contó lo que le dijo el marido, que era quien había estado con el hijo y le había dado la píldora. El chico tosió, se puso colorado y él le golpeó la espalda pero no pudo hacer nada.
El chico tenía un retraso mental y un problema neurológico que lo volvía agresivo. Gritaba sin parar, le pegaba a todo el mundo. Mirta no tenía con quién dejarlo cuando salía a trabajar y condenó a su hija a cuidarlo. Dos años menor que su hermano, la chica dejó de ir a la escuela para quedarse con él. Una vez, cuando volvió a la casa, Mirta encontró al chico tirado en el piso, inconsciente. La hermana se había cansado de los gritos y lo había empujado y la cabeza del chico había golpeado contra la pared. Eso nos lo contó Mirta a mí y a mamá un día mientras pasaba el trapo de piso a la cocina.
Mamá le preguntó por qué no lo había llevado a la salita y ella la miró como siempre cuando quería poner en evidencia la distancia que nos separaba.
—Si lo hago, señora Elena, me la meten presa a la nena por intento de asesinato —dijo mientras estrujaba el trapo en el balde.
Mirta y yo comemos en silencio. Miro como desmigaja el pan, la mirada en el plato. Hay tantas cosas que quiero preguntarle. Cómo es sobrevivir a un hijo, por ejemplo. Se sirve por segunda vez. Empuja la carne con el pan. ¿Seguirá apostando? Hasta el día en que me fui, la vida de Mirta se regía por números. Cada hecho tenía un correlato numérico. Lo jugaba a la quiniela y, por lo general, acertaba. Sin asombro. Contaba con esa plata como se cuenta con el aguinaldo. Jugaba para pagar un medicamento, para comprarse ropa. Para ella era lógico que saliera el número que había apostado porque era producto de un razonamiento casi científico. Si erraba, la culpa no la tenía el azar sino la lógica que ella había seguido. “Si ayer salió el 34, hoy salía el 38, cómo no lo pensé”, se lamentaba sin darme más explicaciones.
—Mirta, quiero saber de Elena.
—De su mamá —Mirta levanta la mirada del plato pero no me mira. Agarra el control remoto y lo proyecta sobre el televisor. Están por dar Lazos de familia, una telenovela brasileña. Quisiera saber cómo hace para pinchar la carne sin mirar el tenedor ni el plato.