Читать книгу El hábito del miedo - Irene Klein - Страница 12
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Dejo la valija a medio deshacer y salgo de la habitación. La última vez que vi a mamá vivía en la casa de Olivos. Camino por el departamento como se recorre un museo, sin acercarme demasiado a las cosas. Está el baiud, el cristalero, los sillones. Me pregunto qué habrá pasado con el resto de los muebles, si se los llevó papá, si quedaron en la casa de Olivos. Hay tapices de telar, dibujos de mandalas y máscaras en las paredes; vasijas de barro pintadas con ramas secas en los rincones. En el cristalero sigue estando la sopera de filete dorado, las copas, los vasos de cognac, las teteras de cobre que Mirta mantiene brillantes. Armo inventarios. De lo que está. De lo que falta. No están el perchero, ni el revistero con apliques de cuero, la mesa de caoba en la que mamá apoyaba sus plantas, altísimos palos de agua. No están los malvones. Había dos en enormes tinajas en Olivos, a la entrada. Un malvón era rojo, el otro era blanco. Cuando papá volvía a casa, hundía el dedo en la tierra: —Elena. Están secos.
Y mamá bajaba de su estudio atropellándose con las piernas, el perro, la alfombra.
Tampoco veo el antiguo reloj de madera de cedro y péndulo de bronce. Me extraña que mamá no lo haya traído acá. Ella le daba cuerda todas las noches en Olivos. Los gong retumbaban por la casa a cada hora. Dejó de andar un día, de repente, como si se hubiera cansado. Mirta le siguió pasando el plumero, con veneración, como si se tratara de una reliquia. Pero se olvidaba de los techos de la cocina, sobre todo en verano, cuando se amontonaban las telarañas. Papá las señalaba con espanto como si viera un muerto.
—Mirta, podría pasar por favor un plumero antes de que vuelva mi marido —decía mamá como pidiéndole permiso. Y Mirta arremetía con un plumero de mango largo con visible malhumor:
—Veneno tiene que poner, señora Elena.
—¿A quién?
—preguntó mamá. Mirta se rió. Mamá no.
Tu risa, mamá, nos hubiera salvado.
Entre los libros de la biblioteca, que son muchos pero, calculo, bastante menos de la mitad de los que mamá tenía en la casa, hay fotos, casi todas sin enmarcar. En la mayoría está Boris. Algunas veces echado sobre la alfombra, otras corriendo por el jardín, las orejas al viento. En otras, mamá, de joven, en otras, yo, de chica. Parecen suspender el tiempo. Mamá no envejece, yo no me vuelvo adulta, Boris sigue junto con las cosas, los muebles de siempre. Tagesreste. “La fotografía es una pequeña muerte”, dice Barthes. Una esquirla de la realidad. En cambio para mamá olvidar es un alivio. Le permite vivir en un mundo evanescente, apenas sombreado en lápiz.
Mirta emerge en el comedor como un espectro.
—Me asustó, Mirta. ¿Ya volvieron de la plaza?
—Sí, va a llover… Las otras las tiene la señora Elena —Señala con la cabeza el estante de la biblioteca—. En las que está usted. La señora Elena las tenía en la mesa de luz y las miraba todas las noches. Para no olvidarse.
Enfatiza el tono de reproche entrecerrando los ojos.
—Cómo se va a olvidar de mí, Mirta. Qué dice.
—Usted no sabe.
—No, no sé nada —protesto.
—Cuando la señora Elena supo que iba a perder la memoria, me dijo: ¿y si me olvido la cara de mi hija?
—¿Por qué no me dijeron?
Sin decir una palabra, Mirta se da vuelta y se va. La frase me retumba adentro. Olvidar mi cara. Me muerdo el dedo pulgar con tanta fuerza que me lastimo. Hundo la cara en el sillón de pana en el que de chica enterraba los mocos que sacaba de la nariz.