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Nadia se fue a vivir con Johnny y fue como si desapareciera. No les había dado la dirección, no les habló por teléfono, no atendía las llamadas. El contacto se limitó, en las primeras semanas, al mensaje por celular. Todas las noches, Nadia escribía: “Que descanses, ma” y Elena contestaba: “Gracias, hija, vos también”.

Una noche, Nadia no respondió. Elena le mandó varios mensajes: “¿Todo bien, hija?, ¿pasa algo?, ¿no tenés crédito?”, pero no obtuvo respuesta. Marcos le dijo que la llamara. Elena esperó hasta el día siguiente. Nadia le dijo “Hola” con tono agrio.

—Tengo una vida.

—Eso lo sé. Pero respondéme. Yo quiero saber.

—¿Saber qué?

—¿Por qué ese tono, Nadia?

Nadia colgó. Elena volvió a llamar al día siguiente, Nadia no contestó. A la semana, Nadia le escribió: “Si vas al centro, ma, nos vemos. En el bar de Paraguay y Azcuénaga. A las tres”.

Marcos se había llevado el auto. Elena caminó hasta la estación. Los trenes estaban demorados. Le escribió a Nadia que llegaría tarde. “Te espero”, le respondió ella. Se sentó en uno de los bancos del andén, al lado de un hombre calvo que rodeaba con los brazos el cuello de una chica.

—Basta —dijo ella.

—No —dijo él y le mordió la oreja.

—Soltáme —insistió ella, la cabeza atrapada entre los brazos de él.

El recuerdo se le impuso de golpe. Una pareja en el metro de DF, en México. ¿Cuántos años tenía su hija? Tal vez quince. O trece. Habían ido las dos a México, sin Marcos. Nunca más volvieron a viajar juntas. El metro iba repleto. Ellas iban paradas. Elena vio la pareja junto a la puerta. El hombre tenía a la mujer enlazada por el cuello, la cara de la chica apenas se asomaba por debajo del codo de él. Apretada entre la gente, a Elena le pareció sentir la presión del brazo de él sobre sus propios hombros y gritó:

—Me ahogo.

Elena espantó el recuerdo y subió al tren. Por suerte iba vacío. Se bajó en Retiro y tomó el 152. Cuando llegó a Azcuénaga y Paraguay eran casi las tres y media. Encontró a Nadia en una mesa junto a la ventana. Con la cabeza inclinada hacia atrás, se ponía gotas en los ojos.

—Gotas de por vida en el ojo izquierdo —le había dicho Torrezi.

El accidente le había tapado los lagrimales. Nadia tomó la noticia con una aparente indiferencia. No le importaba llorar de un solo ojo el resto de su vida, dijo.

Nadia parpadeó un rato cuando Elena se sentó a la mesa. Luego guardó las gotas en el bolsillo del jean.

—Cuando eras chica, había que perseguirte por toda la casa para ponerte gotas —dijo Elena.

Nadia se alzó de hombros:

—No me queda otra.

—Te compré dos.

—Gracias —dijo Nadia y los guardó en la mochila.

—¿Cómo hacés sin obra social?

—Me arreglo.

—Papá te manda saludos.

—Gracias.

—¿Qué querés comer?

—Solo café.

—¿Un sándwich?

—No tengo hambre.

El hábito del miedo

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