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CAPÍTULO 5: LA GRAN DEPRESIÓN Rodinia, año 257, mes 1, día 6

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Eran las ocho en punto de la mañana, Félix y yo llevábamos sentados en nuestros sillones más de media hora y habían pasado quince minutos desde que encendí la radio. La noche anterior la había dejado sintonizada en la frecuencia 24.1. El pi-pi, pi-pi intermitente se seguía repitiendo, mientras que nosotros no parábamos de mirar el reloj.

Las ocho y un minuto. Ya no sabía ni de qué manera sentarme. Parecía que tenía pinchos entre el asiento y mi trasero. Me levanté de mi sillón y me senté en el brazo del de Félix.

Las ocho y dos minutos. «¡Buenos días, mis valientes!». Una voz robótica había salido de la radio. Del susto di un bote que hizo que el aparato saltara por los aires. Extendí mi falda y el artilugio cayó sobre la tela, evitando así que se golpeara contra el suelo.

Me volví a sentar en el brazo del sofá de Félix y dejé el transistor sobre mis piernas, protegido por la falda.

—Buenos días, señora. —Félix acercó su boca a la radio y yo no pude evitar una carcajada.

—Félix, esto es como la televisión. Ella no puede oírte —le aclaré—. Necesitaríamos un micrófono, o algo por el estilo.

Y él repitió mis palabras con burla, porque odiaba no saber cómo funcionaba algo.

«Si estáis escuchando esto, no es casualidad. Nacisteis para cumplir una misión. Juntos».

Mi marido y yo nos miramos. Dejé que la voz radiofónica siguiera hablando y por un momento llegué a pensar que se trataba de esas viejas grabaciones que contaban historias inventadas, con las que la gente del Mundo de Antaño se entretenía. Pero no, aquello no era ningún cuento.

«Lo sé. No tenéis la más ligera idea de lo que hablo. También os advierto de que a partir de hoy, habrá muchas cosas que se escaparán de vuestro entendimiento. Chispita, ¿me permites que te llame así?».

Félix y yo nos miramos espantados. Casi me caigo de espaldas.

—Claro, sí —contesté aturdida mirando alrededor de la habitación.

—¿No dices que no nos pueden oír? —Mi marido encogió los hombros y negaba con la cabeza. Detestaba no saber lo que estaba ocurriendo.

Di un manotazo al brazo de Félix para que se callara. Quería seguir escuchando.

«Supongo que no te habrá resultado difícil conectar con la emisora. Tu padre siempre dijo que cuando llegara el momento podríamos contar contigo. ¡Cuánto le habría gustado verte junto a Félix Falco, nuestro adalid!».

—¿Nuestro qué? —Félix frunció el ceño.

—Nuestro líder —le aclaré riéndome por lo desconfiado que era siempre.

—¿Líder? ¿Yo? Vamos, hombre. O esto es una trampa o nos están tomando el pelo.

Mi marido no quitaba ojo de la puerta principal y observaba a ratos cada rincón del salón.

—¿Te quieres callar de una vez? —le increpé—. No me dejas oír nada.

«Ya sé que esto es muy extraño para vosotros. Necesitaríamos años para poder meteros en contexto y aun así es probable que no entendierais muchas cosas. Pero me temo que no hay tiempo y os debo relatar cómo hemos llegado hasta esta situación de una forma demasiado somera».

Hubo un periodo en mi vida en el que pensaba cada mañana que algo así nos iba a suceder. Algo que cambiaría nuestro rumbo, que rompería nuestra resignación. Pero de aquello había pasado mucho tiempo.

«No obstante, Chispita, tu padre se encargó durante tu infancia de prepararte para este día. Tú no lo sabías: sus historias y las insólitas mercancías que te mostraba en secreto eran más que un juego entre vosotros. Él le estaba proporcionando a tu mente unas herramientas valiosísimas para que hoy pudieras asimilar todo lo que tengo que contaros. Además, como sabemos que entre Félix y tú no hay secretos, estamos seguros de que Félix también está preparado».

Yo me olvidé del peligro, de las dudas de Félix, de los posibles traidores que nos habían podido dejar la radio en la silla de ruedas. En ese momento solo podía pensar en mi padre y en los momentos que pasé junto a él. Jugábamos a ser fugitivos. Utilizábamos emisores de voz para comunicarnos, aunque cada uno estuviera escondido en un rincón de la habitación. Luchábamos contra enemigos invisibles, que yo golpeaba con las rodillas, codos, pies, puños o antebrazos, hasta que mi padre me proclamaba vencedora. Recordé también las horas que pasé a su lado viéndole arreglar los motores de los vehículos de los castizos. Y cómo no, pensé en él disfrutando cada segundo que pasaba con mi madre y conmigo.

«Tu padre te contaría que el hombre se quedó solo en el planeta hace muchos años. Ya nadie sabe que estuvimos acompañados por otros seres, porque la Casta eliminó esos recuerdos. Sin embargo, unos pocos hombres y mujeres conservaron intacta esa parte de su memoria, y en secreto pasaron sus conocimientos a las siguientes generaciones».

—Los otros seres son los animales, ¿no? —me preguntó Félix, que, a pesar del miedo, no podía evitar escuchar con atención a la voz robótica, y yo le hice un gesto señalando mi oreja para que me dejara oír.

«Ahora es muy poco lo que sabemos del Mundo de Antaño, lo que antes se llamaba la Tierra. La historia que conocemos solo nos cuenta las atrocidades de su pasado. Siempre nos hablaron de las guerras mundiales incontrolables; de desastres nucleares; de la masiva bomba de informaciones, muchas veces falsas y mal intencionadas, que no hicieron sino separar a las personas y convertirlas en seres independientes y autómatas. Sin embargo, no nos contaron que había otros individuos vivos en aquel otro mundo. De él solo queda ya el suelo que un día compartimos todos... Algunos de esos seres eran parecidos a nosotros; otros eran totalmente diferentes. Iguales o parecidos, dio lo mismo: el hombre los extinguió a todos».

—Bueno, ¿pero nos quiere decir de una vez por todas si esos seres eran los animales? —Una vez más, Félix se mostraba impaciente y yo, desesperada porque se callara.

—Chsss —le chisté con enfado y le indiqué la puerta, dándole a entender que si seguía hablando tan alto podrían oírnos desde fuera.

«Nadie cuenta que en aquel mundo la vida era algo más que sobrevivir. Los humanos se reunían para amenizar sus días. En la televisión había algo más que noticias. Ellos podían ver historias maravillosas que algunas personas interpretaban para que el resto se riera e incluso llorara. A veces, cuando los humanos lloraban, se sentían alegres por ello, ¡menuda paradoja! Ninguna enfermedad impedía la risa por completo. Los paisajes no eran tan fríos ni monótonos, ni tenían por qué ser prácticos. Seres vivos de otras especies, animales, árboles, plantas y flores invadían los suelos y los mares, incluso el cielo».

—¡Animales! —exclamó Félix, y yo negué con la cabeza porque era imposible escuchar nada con él.

«No todas las montañas estaban desnudas. Algunas de ellas estaban llenas de vida. Pero la Casta solo nos habla de las atrocidades del Mundo de Antaño. Lo que sí nos contaron, y fue cierto, es que el terrorismo mundial se había convertido en un problema inabordable. Escapar a otro país o continente ya no suponía la salvación. Las fronteras que un día habían separado sus territorios no servían ya de nada. En cualquier lugar y en cualquier momento el terror podía despertarse. Atrás dejaron creencias místicas de creadores todopoderosos y las banderas pasaron a ser telas de colores que acabarían manchadas de gris, como el resto del paisaje».

—Las banderas... Una vez me enseñó mi padre una, era como un trozo de sábana blanca y tenía dibujados cinco anillos de colores… Decía mi padre que el Mundo de Antaño estaba dividido por países, enormes extensiones que separaban grandes muros. Y que dentro de cada muro había unas leyes propias. Cada país tenía su propia bandera, y su gente estaba dispuesta a morir por esos trapos. —Me emocionaba al recordar todas esas historias que ya había olvidado hacía mucho tiempo.

—¿Te quieres callar? —me increpó Félix. Solo pude hacerle burla, pero esta vez él tenía razón.

«El mundo se convirtió en una lucha entre múltiples frentes que solo buscaban su propio beneficio, sin importar que sacrificaran a sus súbditos para lograrlo. Por ello, y con un secretismo hermético, la Alianza de los Estados del Bienestar, un grupo reducido de líderes de todas las regiones del planeta, creó la Gran Depresión. Ese fue el verdadero origen de la enfermedad. Un virus letal que minaba la mente de los Miembros del Terror, hasta hacerles caer en una tristeza tan potente que erradicaba cualquier intento de continuar en su lucha. Lo llamaron…».

—¡La Guerra Final! —dijimos al unísono los dos.

«… la Guerra Final, y en gran medida funcionó. La GD infectó a los terroristas y a sus líderes, pero por desgracia también acabó con los animales y las plantas… e incluso, más de dos tercios de la población humana quedó reducida a la nada».

—Será mejor que sigamos escuchando la radio en nuestro cuarto —dije a Félix, poniendo el transistor en la mesita que había junto a su sillón.

Acerqué la silla de ruedas de frente al sillón, puse los dos frenos y me coloqué delante de mi marido con la silla detrás de mí. Cogí las manos de Félix y las posé en mis hombros. Después de contar «un, dos, tres» le ayudé a ponerse en pie, y con un, dos, tres pasos, le giré ciento ochenta grados hacia mi lado derecho para sentarle en su silla. Quité los frenos, cogí el transistor y nos fuimos a nuestra habitación para seguir escuchando en un sitio más resguardado.

«Después de la Guerra Final, era el momento de reconstruir el mundo. Podrían haberse hecho las cosas bien. Podrían haber recuperado material genético de las otras especies y haberlas reproducido de nuevo. La ciencia en aquel momento era capaz y además era totalmente legítimo. Pero no fue así. Aprovechando la coyuntura, los líderes de la Alianza de los Estados del Bienestar decidieron establecer un nuevo gobierno capaz de instaurar el orden y la paz. Para ello creó un sistema de castas basado en el genotipo de cada una de ellas».

Yo estaba sentada en la cama frente a la silla de mi marido. Ahora era él quien sostenía la radio en sus manos.

—Esto no lo sabía yo —le dije a Félix impactada.

—Tiene su lógica —me contestó Félix—. Para que unos pocos vivan muy bien, el resto tiene que malvivir.

—Pero ¿por qué? —dije un poco incrédula por tanta crueldad.

—Escucha…

«Siempre nos han hecho pensar que nuestro sistema de castas era una cuestión pura del origen de la creación. Lo cierto es que los líderes de la Alianza son los antepasados de quienes hoy conocemos como Casta Superior. Ellos alteraron a su antojo el genoma del resto de los humanos que sobrevivieron a la Guerra Final. Los líderes introdujeron diferentes cepas del virus GD para alterarles el ADN según el destino que habían escrito para ellos. Y el resultado fue el sistema piramidal dividido en cuatro castas, descastados y parias que hoy en día conocemos».

No pude reprimir gritar y dar un puñetazo a la cama. Hasta entonces había sido muy duro ver a mi marido consumirse por la GD, pero sería peor desde aquel instante, en el que supe que detrás de ella no estaba el azar, sino la mano del hombre. No sabía si quería seguir escuchando, pero Félix me pidió que guardara silencio y no pude negárselo.

«En esta pirámide, los parias y los descastados ocupan la base. Los miembros de estos dos segmentos suponen en número más de tres cuartos de la población mundial. La Casta 1 ocupa la punta de la pirámide. Ellos son nuestros gobernantes y pensadores, no suponen más del uno por ciento de la población. Poco sabemos de ellos, quiénes son o dónde viven. Solo unos pocos miembros de la Casta 2 pueden tener algún tipo de contacto con ellos. Entre la base y la punta de la pirámide, se encuentran las Castas 2, 3 y 4».

—No quiero seguir escuchando —dije sin darme cuenta de que estaba hablando en alto.

—Hazlo por mí, Chispita. Nos merecemos saber quién nos ha hecho tanto daño ―me pidió apesadumbrado.

«La Casta 2 tiene su origen en los líderes de las religiones del Mundo de Antaño. Cada una de estas religiones defendía la existencia de un ser divino —distinto al de las otras— al que veneraban y también temían. Cada religión, al menos las más importantes, contaba con millones de seguidores que se unían bajo la creencia de su divinidad y se enfrentaban a los que no pertenecieran a su mismo grupo religioso. Tal fue la magnitud de estos enfrentamientos que algunas de las subguerras más devastadoras y longevas en el Mundo de Antaño fueron entre grupos religiosos rivales. En la época de la Guerra Final, los líderes religiosos desempeñaron una labor fundamental. Ellos tenían el poder de influenciar a sus millones de seguidores y los gobernantes no podían desaprovechar esta poderosa arma. A cambio de ocupar uno de los sectores más privilegiados del nuevo mundo que estaba por llegar, los líderes religiosos debían incitar a sus propios seguidores a sembrar el caos y la destrucción en el planeta. Así, en nombre de las religiones, y con el apoyo armamentístico de las diferentes potencias mundiales, sus seguidores sembraron el terror en el Mundo de Antaño. Aquel fue el inicio del fin de estas creencias, que fueron terminantemente prohibidas en el mundo que resurgió. Los líderes religiosos también renunciaron a sus dogmas. A cambio, estos dirigentes y sus personas más allegadas se afianzaron en el segundo segmento más poderoso de la pirámide, la Casta 2, que supone desde entonces el tres por ciento de la población».

—Vamos, que los jefes de las religiones enviaron a sus seguidores a morir por sus creencias y luego, por salvarse el culo ellos, renunciaron a ellas. —No podía creer nada de lo que estaba escuchando. Me habría parecido una noticia manipulada y difundida por la Autoridad de no ser por que todo lo que nos estaban contando iba totalmente en contra de ella.

Félix seguía en silencio. Conociéndole, estaría tratando de asimilar toda la información, para poder analizarla con posterioridad.

«La Casta 3 o los Media Casta, son lo que llamamos clase alta, y fue formada por los altos cargos de la medicina, la justicia y los grandes empresarios. Ellos fueron indispensables también para que la Guerra Final terminara. Los médicos más reputados implantaron la GD en toda la población, excepto en los miembros de la Casta 1, que ya habían sido evacuados a algún lugar seguro. Estos doctores eran los profesionales más afamados del momento, e introdujeron en la genética de la población la temible enfermedad para conseguir ocupar una posición de bienestar para ellos y sus familias. Pero este no era el único precio que debieron pagar, sino que ellos tuvieron que modificar su propio ADN y el del resto de los miembros de la recién formada Casta 3. Se trataba de una variedad de la GD muy leve, pero aun así su calidad de vida empeoraría para siempre».

—¡Bravo! —continué con mi indignación—. Así que los que se suponía que debían curarnos fueron los que nos metieron la enfermedad.

Me levanté de la cama y di un paso con la intención de abrir la ventana y airearme. De inmediato me di cuenta de que no era buena idea, porque podrían oírnos desde fuera.

«Los miembros más influyentes de la Justicia también jugaron un papel importante en la Guerra Final, juzgando a su fin a los miembros insurrectos que podían haber puesto en peligro el nuevo sistema de castas y estableciendo las nuevas leyes que hoy nos rigen. Por su parte, algunos grandes empresarios sin escrúpulos financiaron a los gobiernos para llevar a cabo la Guerra Final. Así fue como consiguieron formar parte de la Casta 3, que supone menos del ocho por ciento de la población. La Casta 4 fue establecida para profesionales de menor rango de los distintos sectores. Entre ellos hay médicos, jueces, cuerpos de defensa, ingenieros… Ellos ocupan el siguiente escalón de la pirámide y no llegarán al trece por ciento del total».

Hubo una interrupción. La voz metálica dio paso a un murmullo y después un silencio.

—De los descastados ni hablan. —Félix alargó la mano y me devolvió la radio. Ya estaba a punto de apagarla cuando él agitó sus brazos para evitarlo.

«De los descastados no hace falta que os hable mucho. Los conocéis bien. Sois la población sin linaje y suponéis aproximadamente un tercio de los habitantes del planeta. En último lugar están los parias, los excluidos de la sociedad a los que no tenemos prácticamente acceso ninguno de nosotros. No sabemos ni cuántos son, es difícil estimarlo ya que cada día mueren casi tantos parias como nacen. Podrían alcanzar casi la mitad de todos los pobladores del mundo».

Félix y yo nos sonreímos porque nos habíamos pasado de listos. Me volví a sentar en la cama y seguimos escuchando con atención.

«Tal fue la manipulación en nuestros genomas que impidieron que personas de diferentes castas pudieran reproducirse entre sí, convirtiéndonos prácticamente en especies diferentes. Nos hicieron creer que tener relaciones afectivas entre miembros de diferentes castas, y más aún entre descastados y castizos, era potencialmente peligroso. Nos dijeron que la combinación podría crear mutaciones aún más terribles de la GD. Por ello, limitaron el contacto entre castas a temas profesionales o prácticos, y solo entre clases inmediatamente inferiores o superiores, excepto los parias, que solo pueden relacionarse entre ellos. También decidieron que no se podría acceder a profesiones de linajes superiores, y por ello desactivaron en nuestros genotipos las habilidades de los segmentos de la población superiores a nosotros. Pero lo peor de todo fue la manera en que hicieron que la GD se manifestara en cada uno de nosotros. La Casta 1 supo desde el principio que la mejor manera de mantenerse en el poder era ser inmune a la Gran Depresión, ser puro. A la Casta 2 le introdujeron una variante de la GD crónica pero no letal. Sin embargo, esta versión de la enfermedad les indujo a una desmotivación que les hace desistir de progresar para lograr alcanzar la Casta 1. A la Casta 3 se le activa la enfermedad razonablemente tarde y se pueden permitir implantes y parches que mejoran su vida notablemente. Lo más probable es que mueran de la GD, pero a una edad muy avanzada. Por su parte, la Casta 4 sí sufre la enfermedad desde etapas más tempranas de su vida y pueden acceder a remedios, pero menos efectivos que los de sus superiores».

Ya empecé a perder el interés en la narración. No estaba contando nada nuevo o que nos fuera útil y la voz metálica me estaba levantando dolor de cabeza.

«Sabéis que los descastados sufren la enfermedad en cualquier estadio de su vida. Su cuerpo rechaza cualquier prótesis y tampoco se las pueden permitir económicamente. Los efectos anímicos son devastadores en ellos. Aun así, se les trata médicamente para que puedan seguir trabajando durante unos años de manera aceptable para los castizos. Y los parias, con la Gran Depresión más cruel y sin ningún tipo de asistencia sanitaria, mueren a una edad muy temprana y con una muerte que no se desearía al peor de los enemigos».

Me levanté de nuevo y le dije a Félix que por mí apagábamos ya el cachivache. Por suerte, él me agarró la mano para que continuara a su lado escuchándolo.

«Pero también hay buenas noticias: la ciencia no es exacta, compañeros. La evolución va por delante de la mano del hombre. Sabemos que hay personas de diferentes castas que sí logran reproducirse entre ellas. Hay gente que, a pesar de la tristeza, aún saca fuerzas para rebelarse contra la opresión genética. Y existen algunas pocas personas capaces de ofrecer resistencia a la enfermedad, aunque su tipo genético lleve escrito que la GD debía haber acabado con ellas hace mucho tiempo».

Félix y yo sabíamos que ese era exactamente su caso. Yo no sabía cómo reaccionar. Él sí iba a decirme algo y un fuerte estruendo me impidió escuchar sus palabras.

La radio dejó de emitir. Probablemente se trataba de la tercera explosión en la ciudad en lo que llevábamos de mes.

El vuelo del Halcón

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