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MEMORIAS VII Rodinia, año 201

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El uniforme pesaba mucho más de lo que hubiera podido imaginar. Tampoco la metralleta ni el casco eran muy ligeros, ni las botas. No sabía de qué material estaban hechas sus suelas, pero no notaba clavarse ni una sola piedra en la planta de sus pies. Para evitar las zonas más concurridas en esa noche de redadas, había tenido que prescindir del camino más directo a su casa. Eso no solo le haría tardar más, sino que tendría que transitar por zonas mucho más difíciles.

Tenía las palmas de las manos arañadas y ensangrentadas, porque en algunos tramos, debido a los cascotes y la inclinación del terreno, solo podía avanzar con la ayuda de sus manos. Además sentía punzadas en la boca del estómago, donde el agente le había golpeado con la metralleta. Pero eso no era lo que más le molestaba a Félix. Lo peor de todo era el olor a aliento sucio que desprendía el casco del agente y la sed. Tenía la lengua tan seca que no podía ni tragar saliva para refrescar su garganta. En realidad, no le quedaba ni saliva. «Ya falta menos. No puedes parar ahora».

A ambos lados había ruinas de lo que un día fueron edificios. Trepó a lo más alto de la calle, mientras las piedras se caían tras él a cada paso que daba. Allí arriba, aproximadamente a la altura de un tercer piso de los rascacielos abandonados, pudo ver la elevación en la que se asentaba su barrio a lo lejos. Casi lo había conseguido. Sería cuestión de media hora más y lograría estar a tiempo para el recuento, si es que después de toda la agonía lo había.

Era duro subir sobre los bloques de hormigón y hierros enredados, pero resultaba aún más peligroso bajar. Félix cogió aire y se dispuso a iniciar el descenso. También era mucho más divertido. Durante algunos tramos de la bajada se dejó deslizar poniendo ambos pies de lado. Aquellas botas eran realmente formidables, se adherían a las piedras y sujetaban los tobillos como si estuvieran pegadas a la piel. Además, correr con casco era un seguro de vida. Si alguna piedra saltaba por los aires y le golpeaba la cabeza, él ni se enteraba. Y sobre el arma, prefería no pensarlo, pero en caso de necesitarla, allí la tenía con él. Tan seguro se notaba que se atrevió a bajar dando amplias zancadas y saltos larguísimos entre grandes bloques de piedra. A pesar de todo, se lo estaba pasando en grande. Gritaba a veces de miedo, otras de júbilo. Se sentía libre por aquel vecindario al que las bombas habían dejado agonizando. Confiaba tanto en sus pasos que se olvidó de mirar el suelo que pisaba y no pudo sortear el hierro donde se quedó enganchado su pie izquierdo. Durante el último tramo de la cuesta, el cuerpo de Félix bajó sin control dando volteretas. «Tenías que haberlo visto, Chispita, o mejor aún, tenías que haber bajado conmigo».

Tirado en el suelo, boca arriba, Félix descansó durante unos minutos. Miró al cielo, abrazado a la metralleta, y se preguntó cómo se estaría apañando Belle con el bebé. Deseó con todas sus fuerzas que su madre aguantase lo máximo posible, al menos hasta que ella cumpliera los dieciocho años. «Hay que seguir». Avanzó por una zona despejada en la que los servicios de reconstrucción habían hecho su trabajo recientemente. A veces no servía de mucho, porque al poco tiempo volvía a haber algún ataque y todo acababa de nuevo como un montón de ruinas. Comparado con el resto del trayecto que había recorrido desde que se despidió del niño y de su novia, aquello había sido como deslizarse por el aire. No tardó mucho en alcanzar la valla que delimitaba su área asignada. Miró más allá de la reja y observó el barrio elevado sobre el montículo donde había vivido toda su vida. Se quitó el casco y lo tiró lejos. «Salvado una vez más», sonrió orgulloso de sí mismo. Con esa misma sonrisa, cayó desplomado al suelo.

* * *

—¡Ya era hora! —El hombre que gritaba frente a él tenía la cara tapada con el casco que Félix había llevado unos minutos antes, aunque el chico no sabía si habían pasado horas o quizá días.

Desconocía dónde estaba. Vio el cubo sucio que su raptor había tirado en el suelo y prefirió no pensar con qué líquido le habían empapado la cara para despertarle. Le dolía mucho la nuca y es que el golpe que le habían propinado antes de dejarle inconsciente había sido muy duro.

—Ahora me vas a decir qué hacías en nuestro territorio —gritó pegándole con la parte trasera de la metralleta de Félix en la espalda.

El chico no contestó. Prefirió observar la situación y analizar con quién se estaba enfrentando, si es que tenía alguna opción de enfrentamiento. El hombre llevaba zapatos marrones desgastados, con cordones raídos. Sus pantalones grises y de aspecto áspero le quedaban un par de tallas grandes, como delataba el doblez de los bajos, rajados por el roce con el suelo. La camisa no tenía ni color, de la suciedad que había sobre ella. No era un castizo, ni mucho menos, ni un paria, porque no tendría ni calzado. Claramente se trataba de un descastado.

Después de observar la ropa del raptor, Félix se dio cuenta de que él estaba complemente desnudo.

—¿Qué hacías con ese uniforme? —Intentó de nuevo hacerle hablar, esta vez golpeándole con el codo en la cara.

Félix no pudo tocarse la nariz para comprobar que no se la hubieran roto. Tenía los pies amarrados y las manos atadas al respaldo de una silla. El raptor siguió lanzando preguntas y golpes a partes iguales y por todos lados, de su cara y de su cuerpo, que solo fueron contestados por silencios sin quejidos.

—Parece que por las buenas no vas a hablar. —Se arrodilló frente al chico sujetándole la barbilla—. ¡Se viene a ver al jefe!

Desde detrás de Félix apareció una mano con un pañuelo mojado que tapó su nariz. Tres segundos le bastaron para saber que le estaban durmiendo con formol. Tres segundos para imaginar una vez más su rostro. «No te he abandonado, Chispita».

El vuelo del Halcón

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