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CAPÍTULO 7: EL REBELDE Rodinia, año 257, mes 1, día 6

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—Las autoridades hablan de nosotros como los GRACON, el Grupo de Rebeldes Armados Contra el Orden Natural, supongo que os sonará de algo. —El hombre de ojos azul cristalino seguía moviéndose con nerviosismo en el búnker. Hablaba tan rápido que las palabras se le amontonaban al salir de la boca—. Nosotros preferimos llamarnos solo libertadores, y de manera coloquial nos autonombramos los paroxetinas, ya sabéis, como el medicamento antidepresivo, por eso de que luchamos contra la depresión ―nos explicó Antonio sin fijar la vista en ningún punto más de tres segundos y moviendo con efusividad sus manos.

Antonio tenía la barba blanca y muy bien recortada. Solo alguien con esperanza en el futuro dedicaba tiempo a su aspecto físico.

Había dos sillas plegadas apoyadas en la pared. Las cogí y las abrí situándolas delante de Félix para seguir hablando los tres. Yo me senté en una de ellas, con la esperanza de que el rebelde se sentara y permaneciera un rato quieto. Sin embargo, antes de sentarnos, el rebelde, o el libertador, trepó por la rampa para cerrar la puerta del techo, que servía de entrada al búnker. Después, Antonio volvió a deslizarse por la rampa y, ahora sí, se sentó a mi lado, frente a Félix.

—Sé que tendréis un montón de preguntas sobre todo lo que os está pasando. La radio, el sueño de Félix, ahora yo… —dijo cogiendo nuestras manos.

—¿Pero cómo sabe todo eso? —le pregunté a Félix.

Félix no decía nada. Conocía aquel silencio en el que, en su mente, volvía a ser un niño que se escondía bajo la mesa de un bar para escuchar a sus héroes. En cambio, yo estaba indignada. No podía dar crédito a esa sonrisa estúpida en la cara de mi marido. Hacía un rato que me había dicho que no confiara en nadie y de repente estaba sentado tan tranquilo delante de un desconocido que sabía demasiadas cosas sobre nosotros.

—Llevo muchos años huyendo de la Autoridad, pero en ningún momento he dejado de luchar contra la Casta. Cuando eras un crío, Félix, nosotros sabíamos que te escondías para escucharnos. —Antonio volvió a levantarse de la silla y a caminar con pasos rápidos y cortos, lo que nos hizo tener que torcer nuestro cuello continuamente para seguirle. Se sentó en su silla de nuevo y se inclinó hacia Félix—. Algunos pensaban que eras peligroso, que te irías de la lengua, pero la mayoría éramos conscientes de que no nos delatarías. Lo que no podíamos imaginar —puso cada una de sus manos en uno de nuestros hombros— es que tú eras esa persona que liderará la batalla, y solo podrás hacerlo junto a ella. —Me miró con una sonrisa que, de no estar locamente enamorada de Félix, me habría resultado irremediablemente atractiva—. Tal vez si lo hubiéramos sabido antes, nos habríamos ahorrado muchos momentos difíciles y pérdidas. Y algún malentendido —rio a carcajadas.

—Pero ¿qué batalla? —exclamé agitando mis brazos con exageración. A mí no me hacía ninguna gracia y ellos dos parecían divertirse mucho.

—Lo siento, Chispita, pero no tengo mucho más tiempo para daros explicaciones. Me encantaría hacerlo —dijo acariciando mi cara–, pero me tienen acorralado.

—¿Saben que estás aquí? —Félix volvió por fin a la realidad—. ¡Cómo te atreves a ponernos en peligro! —le increpó ahora con ojos furiosos y, la verdad, conociéndole, no sé si estaba más enfadado por el riesgo que nos estaba haciendo correr o porque se estaba poniendo celoso de sus artes seductoras.

—Tranquilos, por favor. —Nos agarró a cada uno de una mano—. Me he encargado de hacer ruido a unos cuantos barrios de aquí, para que me diera tiempo a venir a veros antes. Solo quería verte, ahora que sé que eres tú. Y desearte suerte.

Con la fuerza de un joven de treinta años, Antonio cargó a mi marido sobre su espalda y subió la rampa trepando para entrar de nuevo en nuestro cuarto. No podía entender cómo lo había hecho. Tampoco me dio tiempo a pensar, porque poco después bajó a por mí y agarrándome yo también a su espalda me ayudó a subir por el tobogán. Cuando estuve arriba, Félix ya estaba sentado en su silla de ruedas. El rebelde se despidió de nosotros y volvió a meterse en el búnker, para salir de nuestra casa por alguna otra puerta de aquel lugar que yo aún desconocía.

Cogí la llave de mi bolsillo y, con un impulso, cerré la puerta del suelo. Guardé la llave y empujé la cama hasta colocarla en su sitio. Estaba agotada. Llevé a Félix en su silla hasta la cama, pero no tuve fuerzas para nada más. Él no articulaba palabra. Ni tampoco yo. Me tumbé en el colchón y debí de quedarme dormida. Cuando abrí los ojos, Félix estaba viendo la televisión en nuestro cuarto. Probablemente, él solo la estuviera escuchando, porque no llevaba sus gafas puestas. Seguíamos sin decir nada, para intentar evadirnos de todo lo que había pasado, o quizá para tratar de asimilarlo.

«El terrorista del atentado de hoy ha sido localizado. Pueden ver el rostro de este peligrosísimo miembro del GRACON, que se rinde ante la efectividad de nuestras autoridades. En unos segundos el dron disparará contra el objetivo. Y así es. Objetivo eliminado. Otra infalible intervención en pos del mantenimiento de la paz y el orden…».

Miré a Félix, que no pudo contener las lágrimas.

—No te olvides de esconder bien la llave del búnker, Chispita. Esta locura ha ido demasiado lejos. Será mejor que nos olvidemos de todo. No volveremos a decir una sola palabra ni de la radio, ni de los rebeldes, ni del Mundo de Antaño.

No contesté. Destrozada por la muerte de Antonio, me levanté de la cama y metí la llave en la bolsa de la silla. Pero al meter la mano, palpé algo que me hizo entender que si queríamos estar tranquilos, aquel no era el día. El rebelde nos había dejado allí dentro una sorpresa, bienvenida o no: el primer libro de papel que había visto en mi vida.

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