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LA TRANSFIGURACIÓN RELIGIOSA GUADALUPANA

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Ahora agregaremos una nueva dimensión a los problemas que nos ha revelado esta mirada a las fuentes etnohistóricas: si las anteriores nos hablan de las complejidades para analizar la transformación política y económica durante el proceso de colonización española, con las que siguen buscaremos introducir el problema de la historia de la transformación religiosa y cultural.

El espacio de la Sierra de Guadalupe es fundamental para comprender dicha transformación, toda vez que en uno de sus cerros tiene lugar el mito de la transformación de Tonantzin Cihuacóatl en Nuestra Señora de Guadalupe, advocación religiosa que le da el nombre a nuestra región. Este complejo proceso nos remite, en primera instancia, a la cosmovisión mesoamericana, cuyo fundamento es la dualidad cósmica, y su principio femenino Coatlicue o Cihuacóatl, a quien también se le llamó Tonan o Tonantzin, denominación que también valía para Ilamatecuhtli y Chicomecóatl.23

Esta multiplicidad de entidades religiosas femeninas se explica, a la luz de varios estudios, por agregaciones —prefiero decir, en lugar de sincretismos— de diversas tradiciones culturales a lo largo de los tiempos. Así, por ejemplo, Itzpapalotl («Mariposa de obsidiana»), Cihuacóatl («Mujer serpiente») y Coatlicue («Madre de los dioses») son deidades chichimecas, o sea de los pueblos migrantes del norte desde finales del periodo Clásico. Mientras que Tlazoltéotl («Diosa devoradora de la inmundicia»), Xochiquetzal («Flor preciosa») y Chicomecóatl («Diosa del maíz») eran veneradas desde una mayor antigüedad en la Cuenca de México, como formas de reverencia a la tierra y la agricultura.24

Así pues, no debe causar sorpresa que una de las evidencias arqueológicas de los antecedentes mesoamericanos de la Virgen de Guadalupe, como es el Códice de Teotenantzin, sea una representación de dos deidades femeninas, en medio del paisaje de la sierra, cerca de un ojo de agua y rodeadas de vegetación xerófila propia de estos lugares. En el centro de la imagen, las dos esculturas en bajorrelieve representan a diosas femeninas, que aparecen de frente, distintamente ataviadas. Al margen hay una glosa que explica: «Estas dos pinturas son unos diseños de la diosa que los indios nombran Teotenantzin que quiere decir Madre de los Dioses a quien en la gentilidad daban culto en el cerro del Tepeyac, donde hoy lo tiene la Virgen de Guadalupe».25

FIGURA 1. EL CÓDICE DE TEOTENANTZIN


Nota: Detalle del dibujo de “los relieves del cerro de Zacahuitzco”. Dibujo a tinta y aguada, anónimo, elaborado por encargo de Lorenzo Boturini, c. 1736-1743. Tomado de la exposición “El capitán Dupaix y su álbum arqueológico de 1794”, Museo Nacional de Antropología e Historia, 2015.

Una parte del análisis del Códice de Teotenantzin está dedicado a inferir la posible ubicación geográfica original de las imágenes señaladas. López Luján y Noguez determinan que las piedras con las efigies de las dos diosas estaban en un pequeño promontorio llamado Coyoco, al norte del cerro de Tepeyac, junto al cerro de Zacahuitzco. Podemos decir que existía un verdadero paisaje sagrado en toda la sierra, pues al igual que en Tepeyac, Coyoco y Zacahuitzco, se suman los cerros de Yohualtécatl y Tecpayotépetl. A este último, según el Códice Azcatitlan, acudían los guerreros tlatelolcas y tenochcas a celebrar rituales de autosacrificio. Además, en el cerro Yohualtecatl, según fray Bernardino de Sahagún, se hacían rituales de sacrificios de niños durante la veintena de Atlcahualo. Por su parte, Johanna Broda hace referencia de la existencia de un «paisaje ritual en la Cuenca de México», donde la Sierra de Guadalupe queda justamente en el vértice norte de un paisaje cuyo centro ocupa México-Tenochtitlan. La realización de una festividad el 12 de diciembre, al inicio del ciclo de invierno, no parece ser un cambio, sino la continuidad de un lugar de culto milenario que lleva en sí mismo la marca de las fronteras entre distintas e insondables épocas de la historia.26

Santa María de Guadalupe, cuya veneración se funda en la narración de una aparición en las montañas de Extremadura, en cambio, es signo de «hispanidad». Es sugerente que la leyenda hable de la reaparición de una imagen de la madre de Jesús, de piel oscura, con su hijo entre los brazos, que habría estado oculta en tiempos de la dominación musulmana en la península ibérica, y cuyo significado en árabe es «corriente de agua escondida», según expone Nebel.27

En 1340, tras la victoria española en una batalla en contra de los moros, fue construido el Santuario de Nuestra Señora de Guadalupe, que pronto llegó a convertirse en un convento de elevado prestigio y un foco de cultura e historia, vinculado con la monarquía de Castilla y la orden de los jerónimos. A partir de la expansión española hacia ultramar nacieron santuarios de esta virgen en múltiples lugares del Nuevo Mundo, por ejemplo, Chuquisaca, Potosí, Lima, Pisco, Oruro, Cochabamba, Quito, Bogotá, incluso Goa y Manila, en Asia, en donde se repiten los atributos de María como «patrona» de quienes pelearon en la Reconquista, bajo su protección y la del apóstol Santiago.

Ya en el contexto de las campañas evangelizadoras, las culturas y religiones mexicanas antiguas no sucumbieron con la colonización europea, antes bien, se resignificaron en un proceso que no sólo sobrevivió a la Conquista, sino que ha influido hasta el presente en la sociedad. La veneración a Nuestra Señora de Guadalupe en el santuario de la diosa Tonantzin Cihuacóatl, según los frailes franciscanos, se inició muy temprano, pocos años después de la Conquista. Pero la materialidad del suceso aparicionista ha sido muy discutida y ha conducido a permanentes controversias entre los llamados aparicionistas y antiaparicionistas.28

De lo que no puede haber sombra de duda es de la eficacia de la imagen como apoyo en la cristianización de Mesoamérica, tanto como valor pedagógico en el empeño misionero como instrumento en el aprendizaje y comprensión de los símbolos indígenas. Edmundo O’Gorman intentó desentrañar los orígenes del culto y la imagen guadalupana. Por una parte, a partir de la santificación de una antigua geografía sagrada, trazó lo que él llama «la invención del guadalupanismo indígena», enfocada en la imagen de Tonantzin-Guadalupe. Por otra, sin oponer a aquélla «la invención del guadalupanismo novohispano», se enfocó en explicar cómo se creó un mito paralelo a éste, bajo el nombre de Guadalupe, que abre un camino de apropiación simbólica y de devoción para los criollos.29

No se puede dudar de la importancia de un relato como el Nican mopohua como fuente principal de lo que se ha llamado el «acontecimiento guadalupano». Este documento escrito en el siglo XVI y publicado por primera vez en 1649 narra en lengua náhuatl las apariciones y milagros de Nuestra Señora de Guadalupe. Una de las más notables traducciones al español de ese relato, hecha por Miguel León-Portilla, afirma que aquél es, a la vez, un mensaje cristiano enmarcado en el pensamiento indígena. Lo anterior, dado el uso múltiple de difrasismos, por la presencia de conceptos «prehispánicos sobre la divinidad suprema, la muerte, los merecimientos y destinos de los seres humanos», y por la estructura narrativa de los cantares nahuas, in xóchitl in cuícatl, lo que, según su parecer, bordea los linderos no sólo de la expresión literaria, sino de la filosofía y de la teología.30

Otro hecho también insoslayable es que la figura central de este mito cristiano indígena ha sido para México el más poderoso polo de atracción y fuente de identidad y de inspiración de la conciencia nacional. Uno de los mayores estudiosos del tema de Guadalupe como emblema nacional, el historiador francés Jacques Lafaye, afirma que «la acumulación de poder sacro representada por la imagen de Guadalupe tuvo como primer efecto provocar grandes peregrinaciones y expresiones multitudinarias de la devoción colectiva».

Hoy por hoy, a lo largo de todo el año, no sólo el 12 de diciembre, las peregrinaciones marcan nuestro territorio de manera vívida y colorida. No pasó por alto Lafaye las múltiples dimensiones que la «prodigiosa imagen» impregna en la espiritualidad mexicana, la toponimia, la antroponimia, para no mencionar la política y las luchas de emancipación popular. Y sentencia: «estas observaciones nos llevan a atender el aspecto indígena, “indigenista” incluso, de la devoción a la Guadalupe».31

Quiero dedicar un último espacio para añadir la idea del historiador alemán Richard Nebel, quien atento al «mensaje guadalupano» cree percibir en él una fuente de reflexión dogmático moralizante, una dimensión ético social vinculada mucho después, en un momento determinado, al movimiento conocido como «teología de la liberación». Al hablar de «guadalupanismo popular», Nebel no se refiere a una «institución» sino a «un modo de vivir de aquellos individuos donde se preservan en sus usos y costumbres elementos fundamentales de la tradición nahua prehispánica, pero introducidos y subordinados a la estructura católica de valores y conceptos».32

En este abordaje de la Sierra de Guadalupe como una región de fronteras, no podríamos dejar de reconocer que es en esta geografía en donde se han cruzado los caminos de la intensa transformación cultural y religiosa a lo largo de la historia colonial.

FIGURA 2. VISTA DE LA SIERRA Y LA VILLA DE GUADALUPE EN EL SIGLO XVII


Fuente: Lámina XX de la Colección de Códices Mexicanos de la Biblioteca Nacional de París.

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