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1.3 LA SUPERVIVENCIA

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Todo lo relacionado con la reproducción nos da mucho placer, sea o no tóxico el intercambio, y lo mismo pasa con nuestra propia supervivencia, estamos motivados para hacer las cosas que durante cientos de miles de años han demostrado que nos mantenían con vida, aunque esa lógica evolutiva hoy, en muchas ocasiones, ha perdido su sentido.

Y es que llevamos ya cientos de miles de años así, sin pelaje que nos proteja del frío ni garras ni colmillos para cazar a nuestras presas, y durante todo este tiempo nuestra supervivencia ha dependido en gran parte de pertenecer a un grupo con el que cazar, recolectar, construir y proteger refugios.

Esta necesidad de pertenecer, de formar parte de algo, está directamente grabada en nuestra biología y, desde ahí, dirige hasta el más mínimo detalle de cómo nos relacionamos. Y así, al igual que el placer nos motiva a seguir reproduciéndonos, nos motiva también a hacer todas las cosas que son buenas y necesarias para sentirnos integrados.

Por eso, también nos da placer (y mucho) relacionarnos. Disfrutamos de la amistad, de sentir que pertenecemos a algo. Disfrutamos compartiendo y ayudando, sintiéndonos comprendidos y amados. Porque para evitar la peligrosa soledad es imprescindible que cuidar, querer, colaborar y estar juntos nos dé placer y que nos den un miedo visceral la vergüenza y el rechazo. Porque, no siendo ni los animales más fuertes ni los más rápidos durante millones de años, la soledad ha sido una sentencia de muerte casi inevitable.

Saber que estamos integrados en un grupo social y que tenemos una red de apoyo cerca dispuesta a cuidarnos es, literalmente, necesario para nuestra supervivencia. Por eso, también, nos da tanto placer tocar y ser tocados.

Todo empieza a partir del primer segundo de vida. En los orfanatos masificados, los bebés que apenas son tocados dejan de crecer e incluso mueren. En las salas de neonatos, los prematuros a los que se les toca cuarenta y cinco minutos al día durante cinco días ganan un 47% más de peso que los que solo reciben tratamiento médico.

Quizá es porque el inmenso esfuerzo de crecer solo tiene sentido si va a haber alguien a nuestro lado para asegurarse de que salgamos adelante. Quizá es por eso por lo que nuestros bebés nos piden constantemente brazos y no porque sean unos chantajistas malacostumbrados.

Cuando nos tocan se activa la corteza orbitofrontal cerebral, hogar de la sensación de recompensa y de la compasión. Cuando nos tocan y cuando tocamos aumenta el tono del nervio vago y, con ello, bajan los niveles de cortisol, la hormona del estrés, y suben los niveles de serotonina, el antidepresivo y anestésico natural del organismo.

Y cuanto más nos tocan y más tocamos, más se fortalece nuestro sistema inmunitario. De hecho, hay estudios que demuestran que un abrazo antes de dar un discurso o de hacer un examen mejora nuestros resultados. Y es que tocar mejora el rendimiento y el comportamiento. Los equipos deportivos cuyos jugadores se tocan más durante el partido, juegan mejor. Y cuando se nos priva de contacto físico, los mamíferos nos volvemos más agresivos.

Tocarnos es también instrumental para comunicarnos. En la Universidad de Berkeley hicieron un experimento fascinante: construyeron un muro que dividía en dos el laboratorio y dejaron un agujero circular por el que solo cupiera un brazo. Dos extraños, en silencio, se colocaban uno a cada lado del muro, a uno le daban una lista y el otro esperaba.

En la lista se enumeraban una serie de emociones que la persona tenía que intentar transmitirle al otro tocándole el brazo con un dedo durante solo un segundo. Dado el número de emociones que había en la lista, las probabilidades de que la otra persona acertara lo que le estaban intentando hacer sentir eran del 8%. Pero cientos de participantes acertaron, una y otra vez, entre el 50% y el 60% de las veces.

Y es que comunicar nuestras emociones es fundamental para sobrevivir y para cuidar, para colaborar y para crear vínculos sólidos. Por eso, nuestra capacidad de comunicación va muchísimo más allá del lenguaje hablado y, por diseño evolutivo, somos animales necesariamente empáticos.

Al placer que nos da sentir que formamos parte de un grupo, que estamos acompañados, le pasa lo mismo que al placer del cortejo: es independiente de cómo nos estén tratando. Si hay un placer que en este nuevo ecosistema se ha desbocado hasta llegar a secuestrar gran parte de nuestra intención y nuestro tiempo es el placer innato de recibir la validación de los que nos rodean.

Cuando el placer de la validación del grupo saltó al mundo digital, el diseño intencional de las plataformas que usamos decenas de veces, cada día, exacerbó los circuitos de recompensa de nuestro cerebro arrojándonos a un bucle infinito de comparación y aspiracionalidad sin límites.

Y así, una vez que ha sido hackeada la vía mesolímbica de nuestro cerebro con detonantes de dopamina frenéticos, hemos llegado a medir la calidad de lo que somos y de nuestra vida por el número de likes que somos capaces de conseguir con una fotografía.

Los efectos de esta necesidad creciente de obtener cada vez más reconocimiento no son inocuos. Una simple resonancia magnética muestra cómo el cerebro se comporta igual enganchado a redes sociales que enganchado al juego o a sustancias ilegales, y varios estudios científicos confirman que dejar las redes sociales tan solo una semana, mejora sustancialmente la felicidad y la autoestima de quien lo intenta.

Pero si hay un placer contraproducente y tremendamente conflictivo en la actualidad es el de comer. Porque en este nuevo ecosistema en el que todo lo que está rico es malo, y mucho, es adictivo, disfrutar se vuelve algo culpable y poder hacerlo sin consecuencias, ofensivo.

Yo, desde mi infierno de comer sin saciar nunca el hambre y beber sin dejar de estar sedienta, intenté liberarme con todos los suplementos, todos los superalimentos y todas las dietas. Furiosa ante mi ineptitud para conseguir ningún resultado consistente y profundamente avergonzada ante mi incapacidad permanente para controlar mis impulsos, me di una última oportunidad y decidí entender cómo algo que estaba diseñado para salvarme la vida estaba intentando brutalmente quitármela de las manos.

Vivir Notox. El método para resetear tu vida

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