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1.4 LO QUE COMEMOS

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Ya sabemos que el placer es el premio hormonal que recibimos por hacer las cosas que son buenas para nuestra supervivencia y la de la especie, que por eso nos da placer crear, reproducirnos, relacionarnos y todo lo que nos ayuda a mantenernos con vida, y que cuando transformamos por completo el entorno que nos rodea transformamos también lo que fueron hasta entonces sus detonantes.

Sabemos también que el placer no entiende ni de dignidad ni de respeto cuando el impulso de la reproducción está de por medio, ni entiende tampoco de cómo hackea y pervierte sus circuitos el intencionado diseño de experiencia de usuario de las redes sociales.

Asimismo, hemos comprendido sobre el placer que los Homo sapiens somos, de todos los animales, los únicos capaces de elegir conscientemente dónde queremos encontrarlo.

En esa relación tóxica y destructiva que he tenido con la comida durante más de diez años me hacía muchísimas veces la misma pregunta: ¿por qué todo lo que está rico es malo? Y paseándome embobada por la sección de helados de cualquier hipermercado soñaba con una tregua en la que, de pronto y solo durante veinticuatro horas, las calorías no contaran.

Siempre me dieron muchísima envidia (y no de la sana) las personas a las que no les gustaba mucho el dulce y que preferían mil veces un filete a uno de esos brownies calentitos con helado. Porque a mí el dulce me hacía perder el poco control del que era capaz de hacer acopio y me otorgaba el dudoso superpoder de ser capaz de engullirlo sin fondo.

Pero igual que los placeres del cortejo y la reproducción, de la comunicación y el contacto, comer debía esconder un porqué evolutivo que explicara el motivo por el que se me estaba yendo así de las manos.

Y así, el viaje para entender cómo mi relación con la comida se podía haber vuelto tan tóxica se remontó a hace millones de años. Porque durante mucho tiempo no conocimos el sobrepeso, y absolutamente todo lo que estaba rico, era bueno.

Y es que durante cientos de miles de años nuestra alimentación ha sido oportunista; antes de los supermercados y las neveras, para comer teníamos que cazar, recolectar o esperar a que madurara algo. Organizados, recorríamos un área de unos ciento cincuenta kilómetros cuadrados al compás de las estaciones, comiendo y bebiendo lo que pudiéramos, cuando nos lo encontrábamos. Así, comer requería que colaboráramos y que hiciéramos mucho cardio.

Correr detrás o delante de animales era mucho más emocionante que correr en la cinta y cumplía un propósito fundamental para la supervivencia. Por eso, hacer ejercicio libera en el cerebro un torrente de hormonas de placer: es la recompensa química al esfuerzo que estás haciendo por sobrevivir.

Todo empieza en los músculos, cuando comienzan a contraerse y a relajarse el cerebro reacciona y libera un cóctel químico diseñado para ayudarnos a conseguir nuestro objetivo: primero, adrenalina y noradrenalina, que mejoran el rendimiento físico aumentando los niveles de glucosa en sangre, la tensión arterial y el flujo sanguíneo. Después, una proteína llamada BDNF que prepara al cerebro para aprender, memorizar y reaccionar más rápido. Esta proteína mejora nuestra plasticidad cerebral como un superpoder que nos permite adaptarnos más rápidamente a las situaciones y a grabar en la memoria los resultados. Optimizados el cuerpo y la mente, la serotonina y las endorfinas nos producen el placer necesario para que el esfuerzo físico de correr, lanzar, caminar, sudar, cargar o luchar merezca la pena, y la dopamina nos premia si conseguimos nuestro objetivo.

Esa sensación de satisfacción y placer cuando completamos una lista de tareas, cuando pasamos de nivel en un videojuego o cuando aprobamos un examen la produce la dopamina porque es, entre otras cosas, la hormona que premia el trabajo bien hecho.

Y uno de los trabajos más necesarios durante nuestra historia como especie ha sido el de conseguir comida, así que, ahora que tenemos comida disponible a poco más de cien metros las veinticuatro horas del día, el placer de conseguir los mejores frutos y cazar las mejores piezas lo hemos trasladado a las tiendas.

Porque ir de compras es la versión contemporánea de recolectar. Caminar entre productos y encontrar el que más nos guste y, a ser posible, a buen precio, activa los mismos circuitos de recompensa que si estuviéramos recolectando moras, compitiendo por el orgullo de ser quien recoge más y más hermosas. E igual que el placer nos incentiva a hacer los esfuerzos necesarios para conseguir comida, también nos premia cuando elegimos la comida más nutritiva. Por eso, antes de que empezáramos a crear productos digeribles a partir de extractos de comida e ingredientes químicos y de que les añadiéramos sabores artificiales hiperpalatales diseñados en probetas, todo, absolutamente todo lo que estaba rico, era bueno para la salud.

Por eso estaba rico, para incentivarnos a comerlo; porque al igual que nos hubiéramos extinguido en la primera generación de Homo sapiens si los orgasmos dolieran, no habríamos llegado muy lejos si las cosas nutritivas y saludables no estuvieran buenas.

Y lo están y mucho. Lo irónico es que, justo lo que durante cientos de miles de años ha sido imprescindible para nuestra supervivencia, hoy, pervertido en nuestro nuevo ecosistema, ha puesto al condicionamiento evolutivo en nuestra contra y ese placer innato de comer grasas y cosas dulces se ha convertido en la causa subyacente de muchos problemas de salud y de nuestra relación tóxica con la comida.

Nos gusta la grasa porque antes de que la hidrogenáramos corrompiendo su estructura molecular y de que industrializáramos también la dieta de los animales que nos comemos, la grasa no era, ni de lejos, la terrorista cardiaca e inflamatoria que es hoy. De hecho, la grasa es imprescindible para el funcionamiento del cerebro y es la fuente de energía más eficiente para el cuerpo. Los ácidos grasos de lo que comemos forman las membranas celulares de nuestro organismo y por eso nuestro cerebro es, en su mayor parte, grasa. Porque la grasa es una excelente conductora del impulso nervioso y uno de los motores de la increíble evolución cognitiva de nuestra especie.

Así, nos gusta la grasa y nos encantan los dulces. Hoy, son lo primero que nos quitamos cuando queremos perder peso, pero antes de que empezáramos a refinar los alimentos y a inventarnos potenciadores de sabor y edulcorantes químicos en laboratorios, las cosas dulces eran, como las grasas, imprescindibles para nuestra supervivencia.

Porque el sabor dulce era lo que indicaba que un fruto estaba en su punto de máxima concentración de nutrientes y esto, sumado a nuestra dieta oportunista, era determinante: sin suplementos alimenticios, ni invernaderos, ni cámaras frigoríficas, nuestra ingesta de vitaminas dependía de las estaciones, de los frutales y matorrales que hubiera a nuestro alrededor y de que llegáramos a ellos en los dos o tres días en los que la fruta estaba en su punto perfecto.

Así, cuando llegábamos, por ejemplo, debajo de una parra y teníamos la suerte de encontrarnos las uvas maduras, su sabor dulce nos impulsaba a comer todas las posibles para hacer acopio de antioxidantes, vitamina C y minerales esenciales, como el potasio, el cobre, el hierro, el calcio, el fósforo, el magnesio y el selenio. Y tenía que dar igual si llegaba el punto en el que ya estábamos saciados, el placer tenía que ser lo suficientemente irresistible para que pudiéramos seguir comiendo, aunque ya no tuviéramos más hambre. Porque las probabilidades de poder volver a recargar esos nutrientes eran inciertas y había que aprovechar y comer lo que se pudiera cuando estuviera a nuestro alcance.

Y es que estamos diseñados para sobrevivir a la incertidumbre, a la hostilidad de las inclemencias del tiempo y a la aleatoriedad salvaje de la naturaleza. Por eso el placer es, por definición, adictivo, y por eso, cuando probamos algo dulce, estamos diseñados para no poder parar de comer hasta que nos lo hayamos acabado todo.

Imaginemos, por un momento, que el placer del orgasmo durase un año entero. Que esa maravillosa sensación de plenitud y euforia, esos fuegos artificiales, se alargaran dulcemente en el tiempo convirtiendo nuestra vida en algo mucho más divertido y mucho más placentero.

Probablemente, no habríamos llegado hasta aquí. Porque cuando doce meses después se difuminara el placer y los dos quisieran volver a por más, tendría que coincidir justo con que la mujer no estuviera embarazada ni lactando y, en esa estrecha ventana, el coito tendría aún que atinar con las setenta y dos horas fértiles del mes y el embarazo, si ocurriera, tendría que superar el 25% de probabilidad de aborto espontáneo, y el bebé lograr ser ese uno de cada dos que en estado salvaje conseguía vivir más allá de los cinco años.

Por eso, es mucho más efectivo que el placer nunca sea suficiente; que tal y como venga se vaya, dejándonos motivados para buscar más y seguir repitiendo una y otra vez las conductas que nos premia.

Por eso, hay cosas que no podemos parar de comer mientras que las tengamos delante. Porque estamos evolutivamente diseñados para que mucho dulce y mucha grasa no sean nunca suficientes y aprovechemos al máximo la oportunidad de llenar las reservas y recargarnos de energía y nutrientes esenciales.

Esto no había sido nunca un problema hasta que hace algunas décadas dejamos de comer comida para comer productos. Porque, al igual que el diseño de las redes sociales utiliza los circuitos cerebrales que premian nuestra necesidad de conectar para engancharnos en una espiral corrosiva de publicaciones, likes y autoestima, la industria alimentaria aprovecha lo adictivo del placer para mejorar su cuenta de resultados.

Y lo que nos queda a nosotros es una profunda sensación de fracaso. Porque nadie le ha mandado un correo electrónico al cerebro avisándole de que ahora todo lo que está rico no tiene por qué ser necesariamente bueno y así, intentar resistirse al impulso evolutivo de comer todo el dulce que tengamos delante es tan infructuoso y desesperante como intentar vaciar un cubo de agua con un colador.

Vivir Notox. El método para resetear tu vida

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