Читать книгу Vivir Notox. El método para resetear tu vida - Izanami Martínez - Страница 18

Оглавление

Cumplí los 18 en Fort Collins, Colorado. Venía de un verano raro, sucio y descolocado y llegué a casa de mi tía con mis libros de Ciencias Políticas bajo el brazo y un hambre tremenda de carcajadas, de amor y de vida.

Estados Unidos me recibió con un abrazo cálido de independencia y comida ultraprocesada y no pude hacer otra cosa que dejarme querer. Tres meses después volví a España con un piercing en la nariz, un abrigo de pelo sintético y bajo él, diez kilos más de regalo.

Mirando atrás, esos diez kilos no me habían llevado mucho más allá de un índice de masa corporal normal, pero en aquel momento, dieron el pistoletazo de salida a una relación muy tóxica con la comida.

Hasta entonces, años de danza clásica y de una alimentación bastante controlada en casa me habían mantenido siempre menos delgada que a mi hermana y, a la vez, con menos curvas de lo que a mi primer novio le hubiera gustado. Pero mi peso era estable y nunca me había preocupado.

Siempre había comido con algo de ansiedad y sin fondo, y siempre me había fascinado que mi hermana fuera capaz de dejar de comer cuando ya no tenía hambre por muy bueno que estuviese lo que tuviera delante. Pero hasta Estados Unidos, las tabletas de chocolate furtivas, las ocasionales bolsas de chucherías y los restos de tarta de cumpleaños a medianoche no habían tenido ningún impacto en lo que pesaba.

Y de pronto me apretaba la ropa. Y casi sin darme cuenta, mi cuerpo se convirtió en otra cosa más de la que sentirme avergonzada. Los tacos, los litros de helado, las pizzas en la cama y la crema de cacahuete a cucharadas se habían instalado en mis caderas como un airbag y, por primera vez, al estar de pie, mis muslos se tocaban.

Y ya no había marcha atrás, porque la maldición había cruzado conmigo el Atlántico. Mis días de impunidad habían terminado y, de pronto, todo lo que comiera o no, acababa reflejado en la báscula.

Con la firme convicción de que cuando estuviera más delgada dejaría de doler todo tanto, me entregué en cuerpo y alma a una agonía de dietas, suplementos y laxantes, de cremas anticelulíticas, sentadillas y masajes drenantes.

Devoraba cada artículo de turno sobre cómo tener un cuerpo perfecto para el verano, y llegué al punto de medirme, cada día, el diámetro de las piernas, de la cintura y de los brazos.

Calculaba las calorías ingeridas y quemadas con precisión, pero llegó un momento en el que los déficits calóricos dejaron de reflejarse en la báscula y solo me quedaba la opción de hacer aún más deporte. O de comer menos. Llegué incluso al límite en el que ni con quinientas calorías y cuatro horas de ejercicio al día conseguía bajar de forma continuada.

Estaba mal hecha. No había otra explicación. Porque intentándolo todo nada funcionaba y al final la aguja, como un bumerán, volvía al mismo punto desde el que había partido.

El hambre se convirtió en mi peor pesadilla. Era continua, incontrolable, un hambre sin fin ni fondo y sin sentido, porque seguía ahí justo después de haberme inflado a calorías.

Me daba hambre el estrés y me daba hambre la tristeza. Me daban hambre los vacíos, y el de la soledad se me fue de las manos una tarde tras una ruptura.

Había comido tantísimo que, echando la cuenta rápida, necesitaría correr un par de maratones para quemarlo. Mi otra opción eran un par de kilos más que, estaba convencida, me quitarían las pocas opciones que me quedaban de que él volviera conmigo.

Y en ese momento, fracasada por haberlo intentado todo y desgarrada de culpabilidad y miedo, la única solución que supe ver fue arrodillarme frente al váter.

Vivir Notox. El método para resetear tu vida

Подняться наверх