Читать книгу Vivir Notox. El método para resetear tu vida - Izanami Martínez - Страница 6

OBERTURA

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Después de un largo verano de amor y libertad en la isla de Formentera a finales de los años cuarenta, mi padre y un grupo de amigos decidieron cruzarse Europa en furgoneta buscando otra realidad, otra perspectiva. Vista y vivida, fueron uno a uno volviendo para cumplir con el servicio militar, pero mi padre había encontrado su sitio en un monasterio budista en la India. Y allí se quedó varios años. Cuando volvió, en el verano de 1951, lo hizo transformado y con el objetivo cumplido de haber cambiado por completo, y para siempre, su forma de ver la vida.

Y así fue, junto con Ramiro Calle, uno de los introductores y primeros maestros de la práctica del yoga en una España que no tenía nada que ver con lo que es ahora.

Conoció a mi madre en el año 1978, en uno de sus retiros de fin de semana. El domingo le metió la mano en el bolsillo, se miraron y una semana después estaban viviendo juntos. Ella, hija de un coronel del ejército de Franco, transgredió todas las normas para vivir en pecado con un hombre aún casado, pero había encontrado en la voz de mi padre muchas de las respuestas que llevaba años buscando.

Yo nací en 1984. Y mi hermana Yakami nació el mismo día del mismo mes justo dos años más tarde.

Entre mis primeros recuerdos está el amanecer. Aún medio dormida, desde la cama, jugaba a deshacer con los dedos las líneas de luz que arrojaban las persianas sobre el humo de incienso. A contraluz, mis padres hacían yoga junto a la ventana. Por las tardes, el salón se llenaba de silencio y cada hora llegaban desde el pasillo el murmullo sordo de los alumnos quitándose y poniéndose las zapatillas.

Si la pasión de mi padre era el yoga, la de mi madre era la educación, y en 1989 montó Ikami, un colegio diferente en el que aprender jugando. Durante cinco años, casi quinientos niños tuvimos el increíble regalo de la libertad. De la libertad de explorar nuestro potencial sin límites ni etiquetas. La libertad de desarrollar nuestros talentos a nuestro ritmo y en su máxima expresión posible.

Cuando el método demostró ser muy innovador y quizá demasiado efectivo, el miedo a lo diferente se armó de burocracia para cerrar el colegio y nos arrojó embargados y aún más raros a un largo y frío exilio.

El aterrizaje en la educación convencional fue duro. El ritmo de aprendizaje, unilateral y estandarizado, pronto se volvió asfixiante y el aburrimiento se instaló, degradando la creatividad en apatía y el entusiasmo en frustración. Pero mi madre había visto demasiado aburrimiento convertido en fracaso escolar durante toda su carrera profesional como para quedarse de brazos cruzados y no paró hasta conseguir que me permitieran estudiar cuatro cursos en dos años.

Y me quedé fuera. Así, de un plumazo, se me expulsó de la adolescencia y me convertí en la espectadora encogida de mi propio aislamiento. Era la empollona, la superdotada que salía en los periódicos porque se creía más lista que nadie; la gafotas cuatro ojos, capitán de los piojos, que llevaba ropa heredada de los ochenta en plena locura Destiny’s Child y no tenía edad, ni ética ni legal, para ir a ninguna fiesta.

Terminé el instituto con quince años y con la necesidad punzante de ser, de existir, de pertenecer a algo: porque la soledad dolía y manchaba, como una regla inoportuna con pantalones blancos. Y así, con un «se van a enterar» como mantra diario, me arrojé a convertirme en todo lo contrario a lo que había sido. Cambié la dieta vegetariana con la que me había criado por el abrazo pasional de la comida basura y el tabaco. Me quité las gafas, me depilé las cejas y, sin aparato y con una recién estrenada capacidad de decisión sobre lo que entraba en mi armario, me arrojé a la fría sordidez del mundo de la noche. A ver quién se iba a reír ahora. Pero no se reía nadie, porque no estaban mirando. Aunque yo los arrastraba a todos con cada decisión, convirtiendo el miedo a su rechazo y la venganza por sus risas en el motor silencioso de todo lo que hacía.

De ser la lista pasé a estar buena, y pronto descubrí en otros cuerpos el sucedáneo corrosivo de la aceptación que tanto necesitaba. Aún hoy escuecen los agujeros que dejó la entrega. Aún hoy, hay partes de mi cuerpo que al mínimo roce, se cierran.

Buscando la redención volví a casa y estudié Humanidades, Ciencias Políticas, Psicología y Criminología hasta que encontré en la Antropología, la ciencia que analiza lo biológico del Homo sapiens en su intersección con la cultura que le rodea, la respuesta a todo lo que me intrigaba sobre lo humano.

Y mientras estudiaba, perseguí la aceptación continuando la saga familiar del yoga y empezando a dar, una detrás de otra, miles de horas de clase. Pero la enseñanza, en vez de acercarme, me alejó y cambié el portazo de mi padre por la primera de una de esas relaciones intensas y abusivas que hacen que te sientas viva.

Pero estaba muerta.

Y volví a huir para buscar la vida en tarimas de discoteca, consejos de administración y ruedas de prensa. La busqué en el tabaco, en las copas y en la purga sorda de atracones trasnochados. La busqué, y de tanto buscarla, me olvidé de lo que era y de lo único que fui capaz ya fue de esconderme de mí misma. En la huida, pasé de coreografiar bailarines semidesnudos a presidir asociaciones y compañías. Pasé de la seguridad de un baño cerrado en los recreos a la exposición brutal y efímera de los escenarios.

Y me aferré a exprimir el tiempo, frenética, porque si paraba de correr, si conectaba, sabía que el dolor del que estaba huyendo me estaría esperando impaciente para impedir que volviera a apartarle la mirada. Hasta que mi cuerpo cedió y se empezó a resistir, violento.

Entonces, de pronto, me di cuenta de que lo que tenía delante me daba más miedo que lo que me perseguía y, aterrorizada, paré. ¿Sabes cómo los tornados arrastran en espiral pedazos de vida a su paso? Cuando dejé de correr, frené la fuerza centrípeta y los trozos de mi existencia se fueron derrumbando.

He observado cómo caían, uno a uno, durante algo más de tres años. Y, desde el centro del colapso, los he esperado; a veces sobrepasada, pero determinada siempre a irme recomponiendo paso a paso.

Porque al romperme entendí que la única relación tóxica que había tenido en mi vida había sido conmigo misma. Todas las demás habían sido solo un reflejo.

Mira a tu alrededor e imagina, por un momento, cómo sería tu vida sin absolutamente nada de lo que te rodea: sin calefacción en invierno y sin aire acondicionado en verano. Sin sistema sanitario, ni seguridad, ni tiendas. Sin electricidad, agua potable o desarrollo urbano.

Cómo sería tu vida si para comer tuvieras que hacer muchísimo más que abrir la nevera; si tuvieras que cazar durante días, caminar kilómetros o simplemente esperar a que madurara algo.

Piensa cómo sería tu vida a la intemperie, sin colmillos ni garras, sin pelaje para protegerte, compartiendo un entorno hostil e impredecible con otras especies.

Esa vida, tan impredecible y dura, es la que ha dado forma a lo que somos hoy a todos los niveles, porque llevamos millones de años desarrollando, perfeccionando y automatizando las estrategias necesarias para sobrevivir a ella.

Todo este aprendizaje animal, mamífero y, por último, humano, está pregrabado en nuestros genes en detonantes innatos. Así, para que no tengamos que andar haciendo pruebas, llevamos codificada la lista de lo que siempre ha sido peligroso, para que la vida no nos pille por sorpresa.

Así, cuando nuestro cerebro detecta uno de estos estímulos, pone en marcha, de forma inmediata e inconsciente, el mecanismo de supervivencia más adecuado.

Y la expresión de estos mecanismos va mucho más allá de luchar mejor o correr más rápido: estos mecanismos regulan lo que queremos, lo que sentimos y cómo pensamos. Y así, vivimos más de lo que nos gustaría con el piloto automático activado, condenados a repetir una y otra vez las conductas que nos funcionaron en el pasado sin explotar el increíble potencial que nos hace humanos.

En algún momento hace unos 70.000 años, empezó a desplegarse en nuestro recién estrenado neocórtex, el área más desarrollada de nuestra corteza cerebral, la capacidad que nos libraría del condicionamiento evolutivo para cambiarlo absolutamente todo: nuestra capacidad de crear. Y sobre eficientísimos mecanismos de cooperación y supervivencia, fuimos desarrollando la capacidad que transformó para siempre los límites de lo que era capaz un animal. Porque somos el único animal con la habilidad de imaginar lo que aún no existe y de encontrar la manera de materializarlo. Y así, hemos pasado de lanzas a lanzaderas espaciales, de pinturas rupestres a inteligencia artificial, de tribus aisladas a una tribu global interconectada de miles de millones.

Somos el primer animal que ha hecho algo más que evolucionar para sobrevivir a su entorno, lo hemos reimaginado y recreado desde cero para transformarlo en un lugar en el que desarrollar nuestro potencial cómodamente. Y todo ese potencial está ahí, a nuestra disposición, pero los mecanismos evolutivos que nos han traído hasta aquí son, en este nuevo entorno, los que nos están poniendo la zancadilla.

Me di cuenta del impacto brutal de esta perspectiva antropológica en lo que somos hoy a raíz de una conversación con un médico una tarde de otoño.

Mi equipo y yo estábamos desarrollando una plataforma de telemedicina para una empresa farmacéutica y yo llevaba algo más de un año hablando con médicos, gerentes de hospitales, pacientes y directivos de aseguradoras. Mi objetivo era descubrir cómo las videoconsultas podían ayudarles a resolver sus problemas y, en última instancia, encontrar por fin la salida comercial a lo que estábamos creando.

Armada de argumentos tecnológicos y cifras de eficiencia económica, su respuesta me pilló totalmente por sorpresa: «Nuestro principal problema es que no tenemos herramientas para curar a la mayoría de nuestros pacientes. Y no es por falta de tecnología, sino porque prácticamente todas las enfermedades que nos entran por la puerta están causadas por los hábitos, y la herramienta que tenemos para combatirlas son medicamentos que solo ponen fin a los síntomas, pero no son una cura definitiva; si dejas las pastillas de la tensión, vuelve a subir, y lo mismo ocurre con el colesterol, la depresión, los dolores de espalda… Es básicamente como entrar en una casa en llamas y apagar la alarma de incendios».

Y así, con apenas un puñado de palabras, se sembró en mí la semilla de la revolución.

Porque mi sorpresa evolucionó hacia la incredulidad. ¿Cómo era posible que en la cima de nuestra evolución cognitiva no supiéramos cómo evitar y curar las enfermedades más letales y extendidas? Empecé a devorar datos epidemiológicos.

Y cuanta más información absorbía, más veía reflejado el forcejeo de mi vida. Los ataques de ansiedad, los periodos de depresión y el agotamiento crónico reflejados en cientos de millones de personas. Mi incapacidad para esquivar el sobrepeso con sacrificios, productos y dietas en varios miles de millones de seres humanos.

Y es que estar mal está tan terriblemente extendido que lo hemos normalizado culturalmente como una consecuencia inevitable del paso de los años o como una constatación física de nuestra poca fuerza de voluntad. Hemos asumido que el cuerpo es una especie de caja negra a la que realmente no le afecta demasiado lo que hagamos. Y luego, cuando enfermamos, lo achacamos a la mala suerte.

¿La relación de causa y efecto se puede aplicar a todo salvo a nuestros hábitos? ¿De verdad? ¿O es que sencillamente no sabemos por qué enfermamos?

Leyendo y contrastando estudios científicos, metaestudios y revisiones sistemáticas pude comprobar, sin mucho esfuerzo, que la ciencia sí que sabe (y de forma prácticamente unánime) cuáles son las causas de las enfermedades más comunes y cómo evitarlas, pero, por algún motivo, ese conocimiento no termina de permear en nuestro día a día.

Porque desde que un conocimiento científico se hace unánime hasta que empieza a estudiarse en las universidades de medicina transcurren una media de quince años. Porque la seguridad de los químicos que comemos, respiramos y nos untamos cada día se demuestra (o no) años después de que hayan salido al mercado. Porque la alimentación es una de las principales causas de enfermedad, y ni los médicos estudian nutrición en la carrera ni los niños en los colegios.

Esta desconexión con nuestra salud es puramente cultural y tremendamente reciente. Y ahí fue donde la perspectiva antropológica transformó mi visión del problema, porque las respuestas a por qué no vivimos plenamente y cómo empezar a hacerlo están escritas en la biología de nuestro organismo y en la forma en que responde a lo que le rodea.

Yo necesitaba (y mucho) aplicarme todo lo que estaba aprendiendo. Toda una vida huyendo hacia delante, espoleada por el miedo y ensordecida con placeres tan absorbentes como efímeros, me habían llevado ya un par de veces al colapso y necesitaba desesperadamente que algo de todo lo que hacía por intentar cuidarme funcionara de verdad.

Mi primer paso para vivir Notox fue empezar a priorizarme.

Madre primeriza, emprendedora e infectada con el virus de poder con todo, no me quedaban ni un minuto ni un pensamiento al día para mí y me pasaba el tiempo poniéndole la máscara de oxígeno a todo el mundo mientras yo a duras penas podía respirar. Y para el proceso que tenía por delante necesitaba tomar mucho (muchísimo) aire. Porque estaba rompiendo con la inercia de toda una vida. Porque tenía que rehacerme desde los cimientos. Porque muchas de las cosas que me disponía a cambiar iban a chocar con las expectativas de la gente. Y no iba a ser nada fácil.

Así que tenía que recoger toda la motivación y toda la energía que había esparcido por las vidas de los demás y concentrarlas de una vez por todas en recuperar la mía.

Había comprendido que estar bien no consistía en hacer mil cosas nuevas; estar bien iba de dejar de hacer las cosas «tox» que me estaban impidiendo desarrollar todo mi potencial. Y eso significaba que ya tenía dentro de mí todo lo que necesitaba, estaba completa, estaba preparada; solo necesitaba ser capaz de convertirme en una prioridad para mí misma y así poder concentrarme en transformar mis hábitos. Tan sencillo y tan complicado como eso.

Complicado y casi imposible porque, al final, anteponer las prioridades de los demás había llegado a formar parte de mi identidad, era mi manera de ser buena persona. Izanami era una jefa estupenda, una madre entregada, la pareja perfecta… y si dejaba de ser todo eso, ¿qué me quedaba?

Quedaba un ser egoísta, una de esas personas sin escrúpulos que anteponen sus necesidades a las de los demás sin remordimientos. Y eso iba en contra de toda moralidad, o eso es lo que había aprendido, que desvivirse por los demás sin condiciones ni quejas era el único camino para ser una persona decente.

Pero un día me di cuenta de que las veces que más daño había hecho a otras personas, lo había hecho desde mi dolor; que, probablemente, sin ese dolor anegándome, no habría encontrado la acidez necesaria para hacer sufrir así a quien tenía delante. ¿Sabes ese placer momentáneo que te proporciona desahogar tu frustración en otra persona? Quizá se deba a que, al arrastrarla al mismo dolor que llevas dentro consigues de alguna forma sentirte acompañado. Y así afiancé la intuición de que la gente que es verdadera y completamente feliz es incapaz de hacer daño a nadie.

Y yo no era feliz, ni siquiera a medias. Huir de mí misma me había dejado agotada, frustrada e histérica: era una central nuclear defectuosa a punto de desatar una catástrofe radiactiva cada vez que alguien ponía a prueba mi paciencia.

Y ponían a prueba mi exigua paciencia todas las personas que formaban parte de mi vida. De lo cercanas que fueran dependía mi capacidad de tragarme la radiactividad, pero incluso con los amores de mi vida, a veces tenía que salir de la habitación a vaciarme en un cojín con un puñetazo.

Y así, era una jefa estupenda que entre sonrisas y favores sentía la necesidad de controlar hasta el último detalle del trabajo de su equipo.

Era una madre entregada que a la vez que acaparaba toda la relación y el tiempo con mi hijo, me quejaba constantemente de estar profundamente agotada y sola ante el peligro.

Era la pareja perfecta, complaciente y abnegada, que a base de esconder mis anhelos me había exiliado al fondo de mí misma y vivía inaccesible para la persona a la que amaba.

Por este motivo, darme prioridad a mí misma no era egoísta, sino que se trataba de la única manera de recuperar mi vida.

Así que, arrancándome la culpabilidad a pegotes, empecé a priorizarme en todas las decisiones y, en un intento de apagar el piloto automático y ser consciente de cada una de ellas, me di cuenta de que prácticamente todas las tomaba por miedo.

A la hora de elegir qué comer, tomaba la decisión el miedo a engordar, el miedo a seguir sintiendo ansiedad o el miedo a lo que pensarían los demás si no me pedía también una pizza. Muy pocas veces (casi ninguna) me daba la oportunidad de elegir algo porque me apeteciera o me cuidara. Y era normal: todas las cosas que creía que eran sanas no me hacían sentir mejor, y la costumbre de limitar las calorías me había llevado a una espiral de atracones y desnutrición.

Entonces le di la espalda al marketing, amplié mis conocimientos y desapareció el miedo. Porque cuando entendí cómo funciona nuestro sistema hormonal descubrí que cuantas menos calorías comes, menos grasa quemas; que los atracones son el rugido de supervivencia del hipotálamo (la parte del encéfalo situada en la base del cerebro), y que vomitar era el resultado de sentirme culpable por intentar vaciar una piscina con un colador.

Dejé de comer «productos» y empecé a comer «comida», de forma que logré reequilibrar el termostato innato que regula nuestro porcentaje de grasa, y nunca más, jamás, volví a contar calorías.

En mi esfuerzo por volver a conectar, por empezar a tomar decisiones de forma consciente, me di cuenta de que había perdido por completo la autoridad sobre lo que pensaba y lo que sentía. Me creía absolutamente todo lo que razonaba mi pensamiento consciente y me dejaba arrollar por todas y cada una de mis emociones. E igual que entender cómo funcionaba mi organismo me ayudó a resetear mi relación con la comida, el hecho de comprender, gracias a los últimos descubrimientos de la neurociencia, cómo funciona nuestro cerebro me abrió las puertas a la felicidad más profunda y verdadera.

Porque descubrí que no somos lo que pensamos, que la voz de nuestro pensamiento consciente representa un pequeño porcentaje de toda nuestra capacidad de procesamiento cerebral y que de 70.000 pensamientos que tenemos al día, el 90% son reiterativos y el 80% negativos. Al entender que yo era mucho más que esa voz insistente y avinagrada, recuperé la perspectiva necesaria para poder controlarla.

Asimismo, recuperé el control sobre mis sentimientos desbocados; entendí su función evolutiva como respuesta hormonal, pero a su vez reconocí que, igual que no soy lo que pienso, tampoco soy lo que siento.

Ya centrada, me abalancé a recuperar la felicidad que recordaba de la infancia. Y comprobé que lo que Aristóteles intuía, hoy lo demuestra la ciencia, y que la felicidad que nos da el placer es efímera por diseño. Y así, atrapados en un círculo vicioso de adicción evolutiva, vamos agrandando el vacío, alejándonos cada vez más de la felicidad, porque la felicidad nos está esperando justo al otro lado del dolor, en nuestro potencial extraordinario.

En este viaje a través del placer, el miedo y el dolor me han acompañado miles de personas. Alumnos que en cursos presenciales o a través de nuestra plataforma digital han ido, paso a paso, librándose del condicionamiento evolutivo para trascender por fin lo animal y acceder a su poder innato.

Y, juntos, hemos descubierto que la felicidad es nuestro estado innato y que está ahí, esperando a que pongamos de nuevo lo biológico a trabajar a nuestro favor y dejemos de vivir secuestrados por el miedo cronificado.

En este libro vas a encontrar experiencias personales que quizá te inspiren o quizá te remuevan por dentro. Vas a entender el porqué evolutivo del placer y del miedo y cómo se escriben biológicamente en nuestro cuerpo, y vas a tener el espacio para transformar tu experiencia en los peldaños hacia la expresión más poderosa y auténtica de todo tu potencial.

¿Me acompañas?

Empezamos.

Vivir Notox. El método para resetear tu vida

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