Читать книгу Vivir Notox. El método para resetear tu vida - Izanami Martínez - Страница 19

1. LA BÁSCULA

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Cuando queremos adelgazar, empezamos a contar calorías. Nos lanzamos a comprar la versión light de nuestros productos favoritos y limitamos las grasas y los dulces hasta condenarnos a una agonía insípida de verduras hervidas y cosas sosas a la plancha.

Las dietas son aburridísimas y asfixiantes. Porque estar tanto tiempo sin disfrutar de la comida es básicamente una tortura y cada día que pasa se va haciendo cada vez más complicado resistirse al maravilloso placer de comer algo rico. Sobre todo los días malos.

Pocas cosas hay más deprimentes que llegar a casa después de un día largo, uno de esos en los que todo se colapsa y nada sale como esperábamos, y tener para cenar merluza hervida, brócoli al vapor y una manzana. Para llorar. O para mandarlo todo a la mierda y pedirse una pizza y jurarse que mañana será otro día con más fuerza de voluntad y más ganas.

Y al día siguiente igual sí que lo conseguimos, aunque alguien traiga a la oficina cruasanes y nos los deje en la mesa de al lado. Igual somos capaces de, en la cena con los amigos, no comer ni una croqueta y aguantar las bromas incrédulas por no tomar alcohol y pedirnos una ensalada. Pero antes o después, cuando tras semanas disecándonos el paladar, la báscula se estanca, la desesperación se convierte en rabia y decidimos que no somos capaces. Que claramente no tenemos la fuerza de voluntad o las operaciones o la suerte de la gente que sí está delgada porque, suframos lo que suframos, no sirve para nada.

Y ahí termina la dieta. Hasta la próxima boda o la siguiente playa, porque los tres kilos tal y como se fueron vuelven y, a veces, incluso invitan a un par de amigos más a casa.

Es desesperante. Porque además está esa gente que come lo que quiere y no engorda y nosotros a ensaladitas y pollo a la plancha y, nada, que estos últimos cinco kilos no se van. Será el metabolismo. Sí, ese ente místico que entre los veinte y los veinticinco se nos estropea a la mayoría de los mortales condenándonos a un sobrepeso por defecto para el resto de nuestra vida y que perdona, aleatoriamente, a unos poquísimos afortunados.

O será que no nos esforzamos lo suficiente. Al final, si las dietas se hacen famosas será porque funcionan y si tanta gente se toma las cápsulas de alcachofa será porque tienen efecto. Así que, si no nos funcionan, el problema lo debemos tener nosotros.

Todo sería muchísimo más fácil si las cosas que están ricas no fueran malas. ¿Verdad? Si la comida que no engorda saciara y pudiéramos librarnos, disfrutando, de la continua sensación de hambre.

Deseo concedido. Solo tenemos que borrar los últimos cincuenta años.

El sobrepeso, como el resto de las enfermedades crónicas que nos asedian hoy en día, no existe en el estado salvaje: los animales solo engordamos cuando se nos domestica.

Los Homo sapiens hemos sido cazadores-recolectores durante el 96% de nuestra historia como especie. Entonces, como el resto de los animales que viven en libertad, manteníamos un porcentaje de grasa corporal ideal de forma estable sin dietas ni clases de paleo-spinning.

Durante casi trescientos mil años nuestra alimentación ha sido oportunista; podíamos pasar dos o tres días comiendo frutas, bayas o incluso nada, cazar un gran animal y desayunar, comer y cenar carne en ingentes cantidades durante una semana para quizá pasar los dos días posteriores sin comer. Y nuestro porcentaje de grasa corporal se mantenía estable.

Pero ¿cómo es posible si ahora se nos va un poco la mano un fin de semana y cogemos dos kilos? Porque nuestras hormonas estaban equilibradas.

Tenemos un «termostato» innato que nos permite mantener, sin ningún esfuerzo, el porcentaje de grasa corporal justo y necesario. Cuando baja el porcentaje de grasa corporal ideal, nuestras células grasas producen leptina y se pone en marcha en el cerebro la señal de hambre.

Cuando hacemos caso a la señal de hambre y comemos, la insulina lleva los nutrientes a los músculos y el hígado, y cuando estos no pueden absorber más nutrientes, la insulina empieza a acumular lo que sobra en forma de grasa.

Si la leptina está funcionando bien, avisa cuando el porcentaje de grasa vuelve a ser ideal, desaparece el hambre y cualquier exceso de calorías se deja de acumular y se elimina.

Pero ¿qué pasa entonces con las calorías, desaparecen y ya está?

Las calorías no son más que el sistema de medición de la energía que entra y sale del cuerpo, solo eso, y tienen muchísima menos importancia de la que creemos en que engordemos o adelgacemos, pero, aun así, todavía hoy las dietas hipocalóricas son la fórmula universal para perder peso.

Y aunque es un hecho que prácticamente ninguna de ellas funciona a largo plazo, nos siguen contando que adelgazar va de quemar más calorías de las que hemos tomado.

La reacción biológica de nuestro cuerpo cuando nos ponemos a dieta es, cuando menos, irónica, porque cuando empezamos una dieta y reducimos lo que comemos cada día, la leptina avisa al hipotálamo y este activa el modo ahorro para asegurar nuestra supervivencia en la nueva etapa de escasez.

Y es que el hipotálamo no sabe de operaciones bikini, ni de semanas détox, ni de dietas milagro. El hipotálamo sabe de mantenernos vivos por muy adversas que sean las circunstancias y lo lleva haciendo muy bien durante varios cientos de miles de años. Así que, cuando observa que llevamos más de tres días ingiriendo menos calorías de lo normal, baja el gasto calórico general del cuerpo ajustando el metabolismo basal, lanza sensación de hambre para empujarnos a resolver el problema y estira las reservas frenando al máximo cualquier proceso de quema de grasa.

Eficiente, ¿verdad? Este mecanismo de adaptación a las etapas hipocalóricas nos ha mantenido con vida durante sequías, hambrunas y largos inviernos, y es también el que nos mantiene con vida, hambrientos y quemando el mínimo posible de grasa cuando decidimos ponernos a dieta.

¿Qué pasa cuando vuelve a aumentar la media de calorías diarias? Que la leptina respira profundo y, como es muy previsora, aumenta el porcentaje de acumulación de grasa para tener más reservas por si le vuelve a pillar una mala racha. Esto, para la leptina, es una estrategia muy efectiva para llegar más preparada a la siguiente hambruna. Para nosotros, es el temido efecto rebote.

Tenemos el equipamiento perfecto para disfrutar comiendo y estar en nuestro peso de forma permanente, pero lo hemos descalibrado, agotado y embotado con hábitos Tox. Porque cuando el adipostato está equilibrado, y si no hay desajustes brutales en el balance calórico, utiliza todos los recursos fisiológicos a su disposición para evitar la pérdida de grasa en etapas de escasez calórica y para impedir el aumento del porcentaje de grasa corporal en etapas de abundancia.

Pero cuando el adipostato se desequilibra, pierde la referencia de cuál es el porcentaje de grasa ideal. Desequilibrado, deja de recibir las señales de la leptina de que ya tenemos suficientes reservas de energía y aun con sobrepeso cree que nos estamos muriendo de hambre y mantiene activadas las estrategias de supervivencia diseñadas para etapas de escasez.

Y estas estrategias de supervivencia se vuelven entonces totalmente contraproducentes, porque mientras que nosotros estamos intentando con sudor y lágrimas volver a nuestro peso natural, todo nuestro organismo está luchando por aferrarse a cada gramo de grasa.

Y así, mientras intentamos evitar a toda costa cualquier cosa que esté rica, el adipostato está generando una sensación de hambre continua para sobrevivir, empujándonos a consumir más comida.

A la vez que estamos haciendo lo imposible por salir a correr o por ir al gimnasio de una vez por todas, el organismo ha bajado el metabolismo basal al máximo, quitándonos la vitalidad necesaria para hacer nada que queme calorías.

Y mientras forzamos, aunque nos cueste, el déficit calórico al máximo, nuestro cuerpo ha ralentizado los procesos de quema de grasas en un intento de que las reservas duren todo lo posible a la vez que está priorizando la destrucción de músculo.

Es una espiral insostenible. Es un sinsentido que ataca directamente las bases de nuestra autoestima y nos deja baldados y convencidos de que seguir intentándolo no merece la pena.

Pero ¿cómo hemos llegado hasta aquí? ¿Qué hemos cambiado en nuestra forma de comer que ha descalibrado así nuestro adipostato? Qué, cómo y cuándo comemos.

Hay gente que dice que se ha comido así toda la vida, que lo de ahora son modas, que ellos comían así de pequeños y ahora están estupendos y que hay que dejarse de tantas tonterías.

Pero lo cierto es que la industria alimenticia empezó a ultraprocesar los alimentos en los años 50 y no ha sido hasta hace un par de décadas cuando productos con algo de comida refinada y mucho de aditivos químicos han pasado a conformar el 70% de lo que comemos.

De hecho, las galletas que comían de pequeños los que «han comido así toda la vida», serían de la misma marca que las que hoy les dan a sus hijos, pero sus ingredientes no son ni parecidos. Quizá por eso, los casos de obesidad infantil se han multiplicado por diez en los últimos cuarenta años. Y quizá porque hemos dejado de comer comida para comer productos, desde 1975 la obesidad se ha triplicado en el mundo y hoy, más de la mitad de las personas tienen sobrepeso.

Todo comenzó cuando empezamos a ultraprocesar los alimentos para crear productos con mucho margen, mucha repetición y poca densidad nutritiva. Y es en la poca densidad nutritiva donde está la clave, porque es la desproporción entre calorías y nutrientes lo que descoloca al adipostato. Y es que, por muchas vitaminas y minerales que lleven añadidos hasta los productos que parecen sanos, su densidad nutricional y la biodisponibilidad de sus nutrientes se aleja mucho de la de la comida de verdad. De hecho, lo que comemos nos ha llevado a una situación insólita porque estamos desnutridos y sobrealimentados. Más de la mitad de la población mundial tiene sobrepeso y, en los países privilegiados, el 80% de las personas tiene déficit, como mínimo, de un nutriente esencial.

Nos faltan vitaminas y nos faltan minerales. Consumimos muchísima menos fibra y menos ácidos grasos de los que nuestro cuerpo necesita y no resolvemos mucho suplementando, porque el problema es que no estamos ingiriendo los nutrientes en la cantidad y con la biodisponibilidad necesarias y, si lo hacemos, nuestra microbiota está demasiado inflamada y dañada para asimilarlos. Porque otro de los efectos de los productos ultraprocesados es que desatan la reacción de defensa de nuestro sistema digestivo.

La microbiota es la línea de defensa de nuestro intestino: como si de un perímetro de seguridad se tratara, permite o prohíbe el paso a nuestro torrente sanguíneo de lo que llegue a sus puertas. El criterio de qué es peligroso y qué es seguro lo ha ido perfeccionando durante cientos de miles de años hasta que ha llegado a formarse una idea muy clara de qué es y qué no es comida.

Y los ultraprocesados no son comida. Que algo sea digerible no significa que sea nutritivo, ni siquiera significa que sea inofensivo para la salud. Y como los ultraprocesados no son comida y en menos de setenta años al cuerpo no le ha dado tiempo a adaptarse a ellos, producen la respuesta inmunitaria más efectiva de nuestro organismo: la inflamación.

¿Te suena esa incómoda hinchazón después de las comidas? Es tu microbiota agotada. Porque a medida que se van acumulando los ataques, la microbiota se va cansando, se va quedando sin recursos y, cada vez más dañada, va perdiendo su capacidad de asimilación de nutrientes, de producción de serotonina y de respuesta inmunitaria.

Y ahí es cuando lo que comemos llega a inflamarnos más allá del intestino. ¿Sabes cuál es uno de los principales efectos de la inflamación en nuestro cerebro? La desregulación del adipostato. Un hipotálamo inflamado necesita unos niveles de leptina e insulina cada vez más altos para reaccionar y apagar el «modo» escasez. Y entramos en espiral, porque cuantas más células grasas tenemos, más inflamación y más resistencia a la leptina generamos.

Y cada vez nos cuesta más perder cada kilo. Cada vez estamos más cansados, más inflamados y más desnutridos, pero la verdad es que poco podemos hacer contra un cerebro que está luchando con todos sus recursos por mantenernos con vida en esa hambruna extrema que le simulamos con lo que comemos y con un nuevo ecosistema en el que el hambre está completamente desbocada.

Y es que el hambre desbocada es gran parte del problema, porque mucho más allá del hambre natural que detona la leptina cuando empieza a bajar el índice de grasa corporal necesario, vivimos secuestrados por el hambre emocional que paliamos con el placer que nos produce comer para anestesiarnos y el hambre exacerbada por los productos refinados y ultraprocesados con los que nos alimentamos.

Vivir Notox. El método para resetear tu vida

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