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Valencia, marzo de 1974
Augusto pensó que era buen momento para ocuparse de ello. Diez años después de la muerte de su padre, aquella pequeña empresa que nació en la puerta de la Facultad de Medicina había crecido hasta límites que nadie hubiese creído.
Competían en concursos públicos de equipamiento de hospitales, eran proveedores de miles de consultas privadas en todo el país y se habían convertido en distribuidores en exclusiva de las más punteras marcas alemanas de instrumental médico y electromedicina. Con una plantilla de más de cien personas repartidas en ocho sedes, Augusto decidió que era el momento de tomarse un respiro y cumplir la voluntad de su padre.
«Consigue un Sorolla y cierra el círculo».
No sabía por dónde empezar, no tenía relación alguna con el mundo del arte. Así que hizo lo que siempre hacía cuando tenía dudas: consultar a su hermano.
Paco, unos años mayor que Augusto, siempre había sido el cerebro de la familia. Por mucho que Augusto consiguiera contratos o propuestas, Paco tenía que aprobar la viabilidad de la operación. Augusto no discutía lo que este decidiera, por mucho que le disgustara por el tiempo y el trabajo empleado.
Paco también conocía toda la historia del Sorolla, por supuesto. Su padre también se lo había contado, pero a Paco, más pragmático, no le había llamado tanto la atención. Él era el primer preocupado por los temas de familia, pero se centraba en los temas reales, en el día a día. Por eso Augusto y él se complementaban tan bien, eran tan distintos que se necesitaban el uno al otro.
Cuando Augusto le preguntó si se le ocurría por dónde empezar, Paco lo miró con cara de escepticismo. «¿Ya ha surgido el viejo tema?», parecía decir. Pero se dio cuenta de que, esta vez, Augusto iba en serio. Abrió la funda donde guardaba las tarjetas de visita y pasó varias páginas hasta que dio con la que buscaba.
—Aquí tienes… José María Bas. Es un gestor que nos ayuda con algunos temas fiscales. Su despacho es toda una colección de arte. Pregúntale.
—Gracias, ahora le llamo. A ver si me puede dar alguna pista —dijo Augusto cogiendo la tarjeta.
—Es la única persona que se me ocurre —añadió Paco—. Espero que pueda ayudarte.
—Ya te voy contando —dijo Augusto mientras salía del despacho de Paco.
—Augusto… —Paco se le quedó mirando desde su silla y calló unos segundos—. No hagas ninguna tontería. —Augusto sonrió, le mostró la tarjeta en forma de agradecimiento y salió.
José María Bas tenía el despacho en la calle de las Barcas. Aunque estaba en el centro de la ciudad, el nombre de la calle era una de tantas referencias a lo que Valencia siempre había sido, una ciudad marinera. La calle de las Barcas era la zona de negocios, concentrándose alrededor de ella los despachos de notarios, abogados y oficinas centrales de Bancos. Curiosamente, dicha calle cambiaba de nombre al llegar a la sede del Banco de Valencia. A partir de ahí se llamaba calle del Pintor Sorolla. Todo un presagio, pensó Augusto.
Tal y como había dicho Paco, su despacho era una especie de galería de arte. A juzgar por las firmas de los cuadros, no parecía que al gestor le fueran mal los negocios. Augusto calculó que Bas sería cinco ó seis años mayor que él y, a la vista de su oficina, debía tener muy buenos clientes.
—Soy un enamorado de la pintura valenciana del siglo XIX y principios del XX. En España han existido grandes pintores a lo largo de la historia —le explicaba Bas—, pero las grandes pinturas españolas que a todos nos vienen a la cabeza son retratos de nobles, obras religiosas o cuadros militares. Los pintores valencianos fueron los primeros en España que se dieron cuenta de que la inspiración estaba tras la ventana. En la luz del sol, los jardines, las playas.
—Y se lo mostraron al mundo entero —respondió Augusto mientras admiraban un cuadro de dunas de Francisco Lozano—. ¿Cómo ha conseguido todos estos cuadros? Son impresionantes.
—Tutéame, Augusto… ¿Cómo los he conseguido? —sonrió Bas—. Lo primero, con dinero. Y lo segundo, y más importante, encontrándolos. Los cuadros no es algo que se venda en una tienda, como un coche o una lavadora. Suelen estar en manos de particulares que los han heredado generación tras generación. Si no necesitan dinero, no quieren desprenderse de ellos a no ser que sea por una suma astronómica. Y si necesitan dinero y acuden a una casa de subastas, estás perdido. El cuadro ya es público y siempre vendrá alguien con más dinero que tú. El secreto es encontrar a quien le haga falta dinero y todavía no haya ido a la casa de subastas.
—¿Y cómo te llega esa información?
—Augusto, no quieras aprender en un día lo que yo llevo años intentando. —Y soltó una sincera carcajada—. Siéntate y cuéntame, anda. —Pasaron a una sala de reuniones presidida por dos Pinazo—. ¿Quieres empezar una colección? —preguntó Bas una vez estuvieron sentados.
—No exactamente —respondió Augusto—. Quiero un Sorolla.
—¡Toma, y yo! —rió Bas—. Y un Picasso, un Miró, algo de Dalí —dijo con ironía—. ¿Eres millonario? Porque ese es el primer requisito para tener un Sorolla.
—Bueno, no necesariamente un cuadro. Una acuarela, un dibujo… una obra menor me basta.
—Entonces no quieres un Sorolla, quieres un Sorollita. Cuando son obras menores, de épocas primerizas o bocetos, el precio baja considerablemente. Hace unos años, en Madrid, se subastó un boceto a lápiz de uno de los murales de «Visiones de España». Creo recordar que se vendió sobre unos diez millones de pesetas —dijo Bas haciendo memoria—. Un precio muy accesible para una firma de Sorolla.
—¿Diez millones? —se sorprendió Augusto—. Eso es imposible para mí, totalmente inalcanzable.
—Pues de ahí hacia arriba. Coleccionista de arte no puede ser cualquiera, y buscando un Sorolla, menos aún. Otra cosa, como te comentaba, es encontrar algo que no haya llegado a subasta. Y ahí, dependiendo de lo necesitado que esté el dueño, quizás se pueda regatear.
—No sé quién podría tener algo así, no se me ocurre por dónde empezar. —Augusto estaba cabizbajo.
—Es que es muy complicado. Muchas veces, los anticuarios acuden a casas para hacer una oferta por todo un lote: pinturas, muebles, cerámicas. En ocasiones, las familias tienen objetos de un valor que desconocen y los anticuarios, un gremio avispado, hacen una oferta a la baja sin levantar la liebre de lo que realmente quieren llevarse. Y una vez que algo está en manos de un anticuario, este sabe lo que realmente valen las cosas. Encontrar arte es una labor muy complicada. Déjame que te cuente algo. Estos dos Pinazo estaban en un anticuario que pedía un precio astronómico. Era un hombre muy mayor y falleció de un día para otro. Viudo, tenía dos hijas que no se dedicaban al negocio y lo que querían era venderlo todo y tener el local vacío para alquilarlo.
—Y tú fuiste y les compraste los cuadros —concluyó Augusto la historia.
—No es tan fácil… —carcajeó Bas—. Toda Valencia sabía que esos cuadros estaban allí, así que muchas personas acudieron a las hijas a hacer sus ofertas. En este mundillo hay mucho perro viejo, y los peores eran los amigos del fallecido, que fueron a quienes acudieron las hijas a pedir consejo en primer lugar. De ese modo, todas las ofertas que les llegaron a las hijas estaban muy por debajo del precio de los dos cuadros. La historia circuló por los corrillos y solicité cita a las hijas para presentarles una propuesta. Les ofrecí un precio muy cercano a lo que valían los cuadros, unos dos millones de pesetas cada uno. Pero no solo por los cuadros, sino por todo lo que había en el local que, además, me comprometía a vaciar y retirar todas las antigüedades en menos de una semana.
—Les solucionaste su problema. Fue la propuesta más creativa que recibieron, ¿verdad?
—Así es… Al día siguiente cerramos el trato, les pagué y me llevé los cuadros. Contraté una empresa de mudanzas, vaciaron el local y guardé todas las antigüedades en un pequeño bajo que tengo. Con los cuadros en mi poder, me dediqué a tratar de vender todo el lote de antigüedades, casi por lo que me dieran. Un anticuario de Madrid se llevó todo por un millón y medio. Los cuadros me costaron lo mismo que estaban ofreciendo los viejos zorros, las hijas tenían al mes siguiente el local alquilado, y todos contentos. Eso es el mundo del arte.