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Madrid, febrero de 1945

La siguiente parada fue el Museo del Prado. Augusto comprendió perfectamente lo que su padre quería mostrarle. La visita al Museo Sorolla le sirvió para ver en conjunto la obra del pintor. La luz, el mar, la playa. Dar relevancia a aquellos oficios tan duros de la vida marinera era lo que hacía que Sorolla fuera tan querido por esa gente humilde que le aplaudía cuando acababa la jornada. Aquella gente que acompañaba a su casa, como una escolta, al artista que se fijaba en ellos.

La visita al Prado fue diferente. Allí solo vio uno de esos cuadros de escenas marineras, Chicos en la playa. 1909, donde unos niños, tumbados boca abajo en la orilla del mar, disfrutan de las olas que les refrescan. En los escasos Sorolla del Prado había algún retrato, obras que en aquella época era habitual que los grandes pintores recibieran por encargo.

Un cuadro llamó la atención a Augusto. Y aún dicen que el pescado es caro, pintado en 1894, cuando Sorolla apenas tenía treinta años. En él, dos hombres se afanan en taponar una herida en el abdomen de un muchacho. La escena se desarrolla en la bodega de un barco, y da a entender que el muchacho ha sufrido un accidente realizando labores en el mar y sus compañeros, más mayores, tratan de asistirle.

Francisco se dio cuenta de que el cuadro había fascinado a Augusto. No se trataba de una escena de luz y mar, era como un verso suelto en todo lo que había visto esa mañana. Despertaba sensaciones de dolor, precariedad y dureza.

—«¿Y aún dicen que el pescado es caro? ¡A duro tenía que valer la libra!» —dijo su padre, hablando en voz alta—. Sorolla da vida a las palabras de su amigo Blasco Ibáñez en su novela Flor de Mayo, que se desarrolla en las playas de Valencia. Uno de los personajes, el joven pescador Pascualet, muere en un accidente en el mar. Y su tía, rota de dolor, grita la frase a la gente que ha ido a consolarla. La misma gente que le regateaba el precio del pescado que Pascualet traía.

—Vaya… —dijo Augusto—, es tan real que parece que estemos nosotros en la bodega de ese barco.

—Lo pintó para presentarlo en la Exposición Nacional de 1895 e inmediatamente lo adquirió el Estado. Alguien habría allí que intuía que iba a ser un grande de la pintura.

Mientras recorrían en silencio las galerías, Augusto sintió lo que su padre quería enseñarle allí. Que Sorolla era un gran pintor ya lo había advertido. Pero cuando contempló que sus cuadros compartían museo con Velázquez, Goya, El Greco o Juan de Juanes, Augusto se dio cuenta de que Sorolla había sido un pintor excepcional. Alguien único que marcó una época e hizo historia en el arte.

Y su padre lo conoció. Había estado con él, viéndolo trabajar. Y su abuelo fue amigo de aquel maestro, compartiendo momentos y confidencias.

En cierto modo, su familia estaba ligada a uno de los mejores pintores de todos los tiempos. No solo eso: su familia había aportado un pequeño grano de arena para que Sorolla fuese lo que era. Y su padre no le había dicho nunca ni una palabra de todo ello. Era una historia fascinante.

Comieron en una pequeña taberna de los alrededores de la plaza Mayor, y a las tres y media entraron al hall de la Facultad de Medicina. La conferencia de Salvador estaba anunciada en varios carteles, y la entrada al paraninfo era un hervidero de hombres charlando y saludándose con efusividad.

—Son médicos de toda España —dijo Francisco—. Operan en los mejores hospitales de este país y vienen a escuchar a Salvador, pero, sobre todo, a dejarse ver. A comprobar quién sigue perteneciendo a la élite médica, y a hablar de sus respectivos logros. Hoy Salvador va a enseñarles algo que les va a abrir los ojos. Y nosotros tenemos que estar ahí para venderles lo que van a querer.

Desde que Salvador había vuelto de la guerra, Francisco y él habían tenido la oportunidad de verse unas cuantas veces. Salvador había creado un protocolo sobre cómo reducir las infecciones en quirófano y, en gran medida, dependía del material e instrumental utilizado. Salvador no había inventado nada, solo había puesto en marcha, y a la vez, varias acciones destinadas a la desinfección y esterilización de quirófanos, mobiliario e instrumental. Todas esas acciones por sí mismas tenían un determinado efecto en la prevención de infecciones. Pero puestas en marcha todas al mismo tiempo, su efectividad se multiplicaba.

Le había encargado a Francisco que en su empresa fabricaran unas mesas de operación especiales. Estas eran metálicas, con la novedad de tener un desagüe a cada lado para que la sangre y los fluidos corporales cayeran a bolsas desechables. De ese modo, era más fácil tener limpia la superficie de trabajo durante las intervenciones y también el suelo donde pisaban los médicos. También le había encargado que importara una serie de productos antisépticos de un fabricante suizo y aparatos para esterilizar instrumental. Francisco, con su buen olfato, y captando perfectamente la idea de Salvador, había localizado una empresa holandesa que fabricaba lámparas de luz blanca, de elevada potencia, que podían dirigir el haz de luz al paciente sin deslumbrar al equipo médico.

Con todo ello, la empresa de Francisco estaba preparada para equipar un quirófano, ya fuera en un hospital de campaña o en un hospital convencional, para facilitar el trabajo de los cirujanos y que ofreciera unas elevadas medidas de seguridad contra infecciones y problemas posoperatorios.

—Bueno, para dos hombres de mundo como vosotros, venir a Madrid es solo un pequeño paseo —oyeron a su espalda y, al girarse, vieron que Salvador se había acercado a darles la bienvenida.

—El hombre del día —dijo Francisco—. Le presentamos nuestros respetos, don Salvador. —Y ambos se fundieron en un abrazo.

—Augusto —le ofreció la mano Salvador—, tu padre no podía estar mejor acompañado que por tu hermano y tú. Estáis aprendiendo con el mejor, y os necesita a su lado.

—Me sonrojas, Salvador —respondió Francisco—. Estamos sorprendidos con el poder de convocatoria que tiene tu conferencia.

—Bueno —dijo Salvador con modestia—, el poder de convocatoria lo tiene la Complutense. Se supone que cuando programa algo, es de suficiente interés. Y ya sabéis cuánto les gusta a algunos venir a dejarse ver por la capital. A mostrar galones. —Sonrió mientras señalaba con sus ojos hacia los lados—. Yo tengo que abrirles los ojos, pero vosotros tenéis que sorprenderles. Yo les doy la información, vosotros les dais lo que necesitan. Dentro ya está todo preparado, tus operarios han sido tan puntuales como dijiste.

—Me alegro que así haya sido —asintió Francisco—. Ayer lo dejé todo atado antes de salir de Valencia, y veo que han cumplido bien.

—¿De qué estás hablando? —preguntó Augusto como si se hubiera perdido algo.

—La conferencia de Salvador estará acompañada de proyección de diapositivas de su archivo fotográfico de guerra, y va a estar apoyada con la recreación de un quirófano, montado por nosotros. Ayer cargaron en el almacén todo el material y esta mañana han llegado a Madrid para montarlo. ¿Nos lo enseñas, Salvador?

Lo que allí había era algo que jamás había sido visto. Era la recreación de un quirófano, únicamente con sus elementos principales, claro está, pero que incorporaba novedades nunca vistas en España. A la mesa de operaciones fabricada por la empresa de Francisco, lisa y brillante como un espejo, le acompañaban varios aparatos de esterilización de instrumental. Eran esterilizadores de distintos tamaños, cada uno adecuado para un determinado número de piezas de bisturíes, pinzas, clavos y herramientas quirúrgicas. Funcionaban con vapor y alcanzaban una temperatura que acababa con bacterias y microbios. El ciclo era de apenas unos minutos por lo que, además de esterilizar antes de la operación, podía hacerse también durante la misma, si era necesario. En una estantería habían colocado novedades en productos antisépticos y desinfectantes, destacando los productos de actuación rápida para paredes y suelo del quirófano.

Y, presidiendo la escena, una inmensa lámpara de pie con un brazo articulado y un cabezal móvil, revestido de aluminio plateado, para dar la mayor luminosidad a la mesa de operaciones. Augusto pensó que su padre jamás dejaba de sorprenderle y que siempre lo tenía todo pensado. Salvador iba a explicar la teoría a todos aquellos doctores. Francisco les proporcionaría todo lo que necesitaban para ponerlo en práctica.

El equipo de iluminación, con el brazo móvil, podía orientar y acercar la luz al paciente tanto como fuera necesario. En esos momentos, la luz incidía directamente sobre la mesa de metal pulido como un espejo, con lo que creaba una serie de reflejos casi cegadores. Jamás se había visto un equipamiento así y Francisco sabía que iba a atraer todas las miradas.

Augusto no acababa de acostumbrarse a determinadas imágenes. Salvador presentaba casos de heridas de guerra a las que, pese a tener posible cirugía, el paciente había sucumbido días más tarde debido a infecciones. Las heridas de bala tenían el inconveniente de que, en casi todos los casos, había que realizar la extracción no solo del proyectil, sino de pequeños fragmentos de tela que también se habían introducido. Las heridas de esquirlas y cascotes que saltaban con alguna explosión provocaban heridas poco limpias acompañadas de pérdida de masa muscular e, incluso, amputaciones traumáticas. A estas había que añadirle la dificultad de posibles infecciones en la herida ya que, cuando se atendía al paciente, podían haber pasado horas, incluso días, desde que la había sufrido.

La Guerra Mundial tocaba a su fin y parecía completamente decidida. Pero el convulso tiempo que se vivía, tanto dentro del país como en el resto de Europa, hacía que las hogueras no se apagaran del todo y que siempre quedaran rescoldos que podían hacer que las llamas prendieran de nuevo.

Los avances médicos eran clave para que pudiera disminuir en cierta medida el número de muertos en estos conflictos, pero, también, para evitar un buen número de fallecimientos en hospitales donde se realizaban operaciones ordinarias.

El quirófano preparado por Francisco dejó una grata sensación en todos los asistentes, sobre todo comparándolo con los quirófanos que aparecían en la colección de diapositivas de Salvador. Además, este tuvo la amabilidad de citar quien había traído todo aquel mobiliario e instrumental con lo que, acabada la charla, fueron muchos los médicos que quisieron conocer detalles, sobre todo de la mesa de operaciones y la lámpara.

La empresa de Francisco era quien fabricaba las mesas, con lo que podía adaptarles las variaciones y modificaciones que un cirujano deseara. Y con las lámparas había conseguido una distribución en exclusiva para España de la marca holandesa. Francisco tenía todo atado, y de allí saldría el trabajo de sus hijos para los próximos años.

—Recuerda lo que te dije —le dijo a Augusto ya de vuelta a la pensión—. Vas a tener que recorrer España, convertirte en un viajante y estar meses sin volver a casa. Recuerda la luz que te espera cuando regreses. Pero hazlo con el trabajo bien hecho, para que puedas sentirte orgulloso.

Las tres vidas del pintor de la luz

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