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La ambición y la amistad de César

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El primer golpe de efecto aparece en las primeras frases («¡Amigos, romanos, compatriotas, prestadme atención! ¡He venido a enterrar a César, no a ensalzarlo!»). Aunque sabe que se presenta ante un auditorio que no es favorable, utiliza palabras amistosas y creadoras de vínculos: amigos, compatriotas. Y, sorpresa. No viene a defender a César, sino a enterrarlo, porque, para él, había sido un amigo «leal y justo». Valoraciones personales, sentimientos. Pathos.

A partir de aquí, enlaza su valoración positiva de César con la negativa de Bruto («pero Bruto dice que era ambicioso»), y parece confirmar esta valoración con el argumento de autoridad («y Bruto es un hombre honorable»). Sin embargo, todo es un juego en el que, como si de un espejo se tratara, Marco Antonio dice lo contrario de lo que piensa, limitándose a repetir los argumentos de Bruto y reforzándolos de un modo sutilmente irónico con la coletilla sobre la honorabilidad de Bruto. De este modo, desmonta la afirmación de este sobre la ambición de César con tres casos concretos: los pagos de los rescates de guerra no fueron a parar al bolsillo de César, sino a las arcas públicas; además, César mostró compasión (la famosa clementia Caesaris) ante las desgracias de los pobres y, por último, rechazó por tres veces la corona. Raras conductas para alguien ambicioso, y así lo subraya con una pregunta obvia («¿Era esto ambición?») y con una nueva ironía: («¡La ambición debería estar hecha de una sustancia más dura!»).

Antonio ya ha sembrado la semilla de la duda en su auditorio, y esto es muy importante, porque, en realidad, las posiciones de unos y otros pueden ser consideradas justas o injustas según el matiz. Veamos dos ejemplos. Marco Antonio defiende la honradez y falta de ambición de César afirmando que el rescate de los rehenes de guerra, una práctica habitual en el mundo antiguo, fue a parar a las arcas del Estado y no al bolsillo de César. Y, sin embargo, más tarde sabremos de la gran fortuna acumulada por César, donada en herencia al pueblo, sí, pero suya hasta aquel momento. Era un hombre inmensamente rico. El segundo ejemplo está en poner a César como modelo de humildad por haber rechazado la corona que le ofreció el propio Marco Antonio. Ya se ha mencionado con anterioridad que detrás de aquellos ofrecimientos no había nada más que un juego político, fuese de sus adversarios o del propio César. Pero que ambicionaba el poder absoluto era innegable. Para eso había librado una guerra contra Pompeyo.

Por lo tanto, Marco Antonio ha manipulado la información para crear un estado de opinión favorable a sus intereses sin permitir que haya un verdadero análisis de los hechos. Seguimos en el territorio del pathos, que culmina con las siguientes líneas, en las que apela a las emociones más primarias de pérdida con expresiones como amar, hacer duelo, corazón, féretro.

Y finaliza con una pausa dramática, bien calculada, que permite al auditorio digerir sus palabras y tragarse el veneno de los sentimientos que ha vertido inteligentemente. Además, consigue atraer la atención sobre sí, y no sobre el cadáver de César.

Hay entre los que le escuchan varios ciudadanos que comienzan a hablar en voz alta. Shakespeare no lo dice, pero es lícito preguntarse si se trata verdaderamente de ciudadanos conmovidos o, más bien, de agentes de Antonio infiltrados entre el populacho para introducir consignas o ideas sin que parezca que proceden del orador. Una vez más, sutil y profundamente maquiavélico, como siempre en política.

Las frases, ocho en total, de estos ciudadanos anónimos cubren todo el espectro de herramientas retóricas. Hay quien se compadece de las lágrimas de Antonio y sigue anclado en el pathos, pero también hay quien extrae, o cree extraer, datos objetivos de las palabras del orador («Creo que hay mucho de verdad en sus palabras», «Si juzgáis correctamente el asunto, César sufrió una gran injusticia», «No quiso la corona. Por lo tanto, es evidente que no era ambicioso»). Por último, Antonio ha logrado algo que parecía inalcanzable unos minutos antes, la autoridad moral ante su auditorio, el ethos: «No hay en Roma quien en nobleza iguale a Antonio». Lo que le permite poder continuar, ahora ya con un público dispuesto a escuchar sus palabras («Escuchémosle, que empieza a hablar otra vez»).

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