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1.1 El espacio como sentido e identidad

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A pesar de la importancia del espacio en el desarrollo de la vida social, mucha de la teoría e investigación sociológica ha tendido a tratarlo como algo dado, preexistente o, en todo caso, como un escenario dentro del cual los actores ejercen sus papeles sociales. Desde esta visión, lo importante no es el escenario, que es visto como un sitio vacío, sino lo que ocurre entre los actores, el montaje, la decoración, el vestuario y maquillaje. La acción humana –en este caso, al montar una obra teatral– ocupa el espacio pre-establecido y lo adorna, como tomándolo prestado, por el tiempo que duran las funciones. Luego hay que desmontar la obra para armar un nuevo espectáculo y un renovado proceso de «vestir» o «llenar» el espacio. En esta perspectiva, las personas y las cosas son plenamente reconocidas como creaciones humanas, mientras que se considera que el espacio de la acción ha estado siempre presente. Son visiones parecidas a las interpretaciones sobre el espacio propuestas por la mecánica clásica o newtoniana, en las cuales –en conjunto con el tiempo– el espacio tenía un valor absoluto: todo minuto y metro era similar y exacto, en todo momento y lugar1.

Como bien indica Castells (2001), el espacio social –para diferenciarlo de las ciencias físicas– no es un mero reflejo de la sociedad, sino más bien su expresión misma. Es así porque es el soporte material de las prácticas sociales: una parte inseparable de la acción humana. Para Giddens (1986), toda acción ocurre en un marco temporal y espacial, y este anclaje es lo que remite a su existencia. En otras palabras, la estructura solo cobra existencia en la acción humana misma, que necesariamente ocurre en un marco temporal y espacial. En el ejemplo anterior del teatro, el escenario no es un espacio vacío que debe ser llenado; por el contrario, su misma presencia indica que tiene nombre y existencia, porque es parte del soporte y sentido de la actividad que se realiza. El escenario ha sido rediseñado y recreado incesantemente en la historia humana. No fue, significó y expresó lo mismo en la Inglaterra isabelina que en nuestros días, cuando compite con el cine, la televisión y el YouTube. Las vivencias actuales en el teatro quizás guarden algunas coincidencias con las del pasado, pero el conjunto de esta actividad y su mismo soporte (espacio) han variado radicalmente. Se encuentra, entonces, que, por una parte, el espacio impone ciertas condiciones físicas a la conducta humana (topografía, clima, área), pero, al mismo tiempo, la acción humana es capaz de transformarlo, asimilarlo, redefinirlo al darle variados significados, formas, contenidos, segregaciones y relaciones2.

Al observar el espacio, se intenta entender al grupo social específico que lo activa. Esto abre las puertas a la comprensión de las relaciones sociales, porque es una indicación de cómo organizamos nuestras interacciones, de cómo se plasman las jerarquías existentes y los desplazamientos que todo esto motiva en nuestro diario vivir. Un ejemplo conciso es la simple constatación de la ubicación de los distritos residenciales de ingresos medianos a altos en Lima (véase el plano 1). Estos distritos tienden a ser contiguos y siguen, en líneas generales, cierta proximidad a la avenida Javier Prado, desde La Molina hasta Magdalena y San Miguel. De acuerdo con los cálculos de la Asociación Peruana de Empresas de Investigación de Mercados (APEIM) (2014), el 72,9 % de los limeños del nivel socioeconómico A –el más alto– vive en los distritos destacados (sin considerar Barranco ni Surquillo).

Plano 1

Zonas residenciales A y B de Lima (destacadas en amarillo)


Este limitado espacio es Lima para la mayoría de los integrantes del NSE A, a pesar de que solo alberga al 15 % de la población y ocupa una parte reducida del área de la ciudad. Es denominada como moderna por la empresa IPSOS para sus estudios de mercado-opinión y corresponde a lo que Pereyra (2006) llama ZAR (zona de alta renta) en su investigación sobre la segregación en la ciudad. Tiende a ocupar una parte esencial del área agrícola de antaño y, gracias a la infraestructura de riego, sigue ahora verde, elemento claro de diferenciación en una ciudad ubicada en pleno desierto. Los sectores de menores ingresos habitan los cerros rocosos pelados y los arenales. Lo destacado en amarillo también es el espacio con mayor integración a lo moderno y posmoderno, a la vez que comulga diariamente con una globalización consumidora.

El espacio tiende a coincidir con –y exacerbar– las diferencias socioeconómicas y de clase. Un caso lo ilustra con claridad. Hace unos años evalué un proyecto que intentaba erradicar o disminuir el trabajo adolescente en el empleo doméstico y tuve la oportunidad de realizar una dinámica grupal con un grupo de veinte púberes y adolescentes que participaban en él. Una de sus principales líneas de acción era la creación de un «lugar de encuentro» para las chicas trabajadoras, en el cual hallaban la posibilidad de compartir, capacitarse y protegerse mutuamente. El encuentro ocurría todos los domingos en los salones de una parroquia ubicada en un asentamiento humano de Chorrillos, a donde acudían las jóvenes para tomar cursos de capacitación, conversar entre ellas, divertirse, sostenerse, entre otros. Como parte de la evaluación del proyecto, les pregunté qué actividades del «lugar» les habían producido mayor satisfacción. Casi todas mencionaron que fue cuando el proyecto las invitó al cine. Al principio no entendía cómo podían apreciar tanto una actividad que me parecía prácticamente rutinaria en la vida de cualquier metrópoli. Cuando insistí en el asunto, la respuesta resultó inmediata y clara: fue su primera ida al cine. Lo sorprendente es que no eran inmigrantes recién llegadas del campo; todas habían nacido en Lima, estaban vestidas a la moda juvenil, bailaban y cantaban los éxitos musicales del momento y portaban teléfonos celulares. No era una juventud sumida en la extrema pobreza, es decir, podían pagar una entrada al cine de vez en cuando. ¿Pero por qué no lo habían hecho?

Reflexionando sobre esta pregunta, me di cuenta en aquel momento (2003) de que los cines «modernos» no habían llegado a las zonas populares de Lima. Por un largo periodo, el video (y la piratería) había significado la muerte de los cines de barrio en la Lima popular y la decadencia de los cines de estreno en la Lima central o residencial. Recién en los años noventa comenzaron a crearse los multicines, primero en las zonas de mayores ingresos y lentamente en el resto de la ciudad. La primera gran incursión hacia la «otra» Lima se llevó a cabo con el centro comercial Megaplaza en 2004. Las jóvenes entrevistadas habían crecido con referentes espaciales que no incluían el cine y no habían participado de una experiencia emblemática urbana3.

Desde esos años, ha existido una mayor desconcentración comercial. Sin embargo, la desigualdad sigue siendo notable porque la nueva estructuración está marcada por flujos de información cuyos principales nodos continúan concentrados en los distritos de la Lima moderna o zona de alta renta (ZAR):

Esto es relativamente comprensible si sabemos que los principales centros de producción del capitalismo avanzado se situarán en los lugares que presenten mejores condiciones para su rendimiento: mayor cantidad de gente con educación superior, mejores canales de comunicación, menor violencia urbana, mayor dotación de servicios públicos y privados, etcétera. Debido a que estos factores no están igualmente distribuidos en toda el área metropolitana, es clara la tendencia del sistema a reproducir la desigualdad entre las zonas «conectadas» y las zonas «desconectadas» de la ciudad. (Ramírez Corzo, 2006, p. 116)

En uno de los libros más importantes de sociología urbana en los últimos años –Place Matters [El lugar importa]–, Dreier, Mollenkopf y Swanstrom (2004) muestran cómo en las principales ciudades de Estados Unidos el lugar de residencia todavía es esencial en la determinación de la calidad de vida y las perspectivas futuras de las familias e individuos. La disposición de servicios públicos e infraestructura, la seguridad ciudadana y la certidumbre personal, la calidad de la educación y la salud, el acceso a bienes y servicios, la existencia de áreas verdes y recreativas, y muchos aspectos más, dependen fuertemente del lugar. Y la calidad del lugar, a su vez, tiende a estar en función de los ingresos personales y familiares. A pesar de que el desarrollo de las TIC lleva a pensar que el espacio, la geografía y el tiempo son menos importantes, estos autores consideran que tal afirmación es una falacia y que incluso entre los que gozan de mayor conectividad, o sea, los altos ejecutivos y profesionales de éxito, sigue siendo esencial dónde viven y trabajan. La zona residencial resulta fundamental en la determinación de la calidad de las escuelas, el perfil socioeconómico de los vecinos y cuán asequibles son los servicios que valoran desde su vecindario. Pero para los demás, señalan estos autores:

El lugar se vuelve mucho más importante cuando descendemos en la escalera económica. Ubicados en el lado equivocado de la «brecha digital», las familias pobres y de clase obrera tienen menor probabilidad de poseer una computadora, un acceso a internet, o la capacidad de enviar y recibir e-mails. Las redes locales son más importantes al momento de ayudarlos a encontrar un empleo u otras oportunidades económicas. Con frecuencia no cuentan con un auto (o servicio de transporte público adecuado) y deben vivir cerca de donde trabajan. No pueden enviar a sus hijos a colegios privados y dependen de las escuelas públicas locales. Tampoco pueden pagar guarderías y, por ello, las familias de menores ingresos necesitan de familiares y amigos que funcionan como sistema de guardería informal. (p. 4)4

En torno al espacio social, es posible estudiar una gama muy variada de aspectos y temas. No obstante, debido a las características que he resaltado en los párrafos anteriores, resulta que hay dos que destacan debido a su peso en la vida de las ciudades posmodernas: (a) la situación de su espacio público y (b) cómo se forman las identidades territoriales. La situación del espacio público permite examinar hasta qué punto en una ciudad desarticulada y fragmentada como Lima existen condiciones espaciales que puedan paliar la creciente segregación, desigualdad y concentración de recursos en la ciudad. Las identidades territoriales, por su parte, conducen a entender cómo los habitantes se están apropiando simbólicamente de su ciudad o parte de ella. Para muchos especialistas, el estudio del tipo y forma de espacio público es esencial para comprender las principales dinámicas de la ciudad (Borja, 2001), e incluso tiene «relación directa con las prácticas socioespaciales, el respeto a las normas, las relaciones interpersonales, el sentido y el concepto del “otro”» (Formiga, 2007, p. 173). Por su parte, el análisis de la identidad territorial posibilita una aproximación a cómo las personas en la era posmoderna incorporan el territorio en la construcción de su identidad y sentido de pertenencia. En las próximas dos secciones, se examinarán estos dos conceptos en mayor detalle.

El feudo, la comarca y la feria

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