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1.5 El imperio del liberalismo

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Hasta hace poco, lo público era sinónimo de dominio y administración estatal. El espacio, al igual que los asuntos públicos, era una cuestión delegada al Estado, debido a que se lo consideraba propiedad de todos y debía actuarse sobre él de manera tal que se garantizara su universalidad y el respeto del marco normativo que lo gobernaba (Iazzetta, 2008). No solo era suficiente reconocer que existían espacios y asuntos de dominio público, sino que también se hacía necesario un aparato institucional que defendiera, promoviera y sancionara su acceso libre, su visibilidad, transparencia y la diversidad de usos. Todo esto era función del Estado.

El surgimiento del llamado Estado de bienestar (Welfare State) –ya entrado el siglo XX, con el reconocimiento de los derechos socioculturales– tenía como función extender la universalidad (igualdad ante la ley, equidad de oportunidades, educación y salud de calidad, protección a la niñez, entre otros) hacia todos los habitantes de la nación, sin importar su situación económica. Para Marshall (2009), este impulso a la universalidad del derecho era esencial para garantizar la democracia en sociedades capitalistas, por cuanto el mercado siempre genera desigualdades que el Estado debe disminuir vía el dominio de la ley y la redistribución.

A partir de la década de los setenta, el Estado fue cuestionado y atacado desde dos frentes, lo que produjo su debilitamiento:

• En primer lugar, desde las fuerzas democratizadoras de la llamada sociedad civil. La lucha contra el autoritarismo en los países del bloque soviético y en gran parte de América Latina se libró desde coaliciones heterogéneas que ya no respondían a las clásicas nociones de clase social o partido político. Se fue generando así un espacio «público» que buscaba claramente distinguirse y distanciarse de lo «público estatal», y que ve en su autonomía y representación social su superioridad moral ante instituciones estatales que se habían burocratizado, corrompido y distanciado del pueblo. Por ejemplo, se puede interpretar el auge de las organizaciones no gubernamentales (ONG) como parte de este proceso. Rabotnikof (2008) señala que en este impulso hay una búsqueda de lo común y de la ciudadanía. Minteguiaga (2008b), por su parte, lo denomina como la creación de «lo público de iniciativa privada». En muchos países, asume la forma de asociaciones privadas sin fines de lucro, como maneras de extender lo público, pero sin el Estado, las cuales llegan hasta la gestión de escuelas, de clínicas de salud, de espacios públicos como los parques, entre otros.

• En segundo lugar, el cuestionamiento del Estado se arrecia desde el campo del liberalismo y los defensores de las libertades del mercado. A nivel mundial, en los años ochenta se inicia un giro político hacia la derecha y el conservadurismo, que toma cuerpo en la asunción del poder por Reagan en Estados Unidos y por Thatcher en Inglaterra, así como por la hegemonía del recetario neoliberal. Ya para finales de los ochenta, las políticas económicas se consolidaron en lo que sería denominado el Consenso de Washington. Una parte esencial de las nuevas políticas era el cuestionamiento del Estado de bienestar, lo cual incluyó en muchas sociedades del hemisferio norte la reestructuración de los programas sociales. En este segundo cuestionamiento, se difunde la idea de que los mecanismos del mercado son más eficientes para atacar los diversos problemas de la sociedad y no solo los estrictamente «económicos». Se incentiva así una mayor presencia de la iniciativa privada en áreas como la salud, la educación, la producción de bienes públicos y su administración, casi todo por medio de la privatización (venta, concesión, gestión). Por ejemplo, es conocido que los gobiernos liberales favorecen a los organismos no gubernamentales (llamados en otras latitudes «organizaciones privadas sin fines de lucro») como proveedores de servicios financiados con fondos estatales. Es parte de la denominada «tercerización» y, en este caso, consiste en que las ONG se transforman en una suerte de subcontrata que brinda servicios que antes se encontraban bajo la planilla estatal. Esto representa varias ventajas para el Estado: (a) reduce su personal y no tiene que lidiar con problemas de contratación, nombramiento, pensiones y sindicatos; (b) transfiere parte de los costos políticos de la implementación de los programas a las ONG o firmas encargadas, ya que se responsabiliza a estas por los fracasos; (c) ante problemas diversos puede rescindir contratos y contratar a otros; igualmente, puede interrumpir o terminar programas sin mayor aviso; (d) vía procesos competitivos de proyectos (concursos), saca provecho de la experticia de todos los concursantes (no solo de los ganadores).

El discurso del liberalismo es que el Estado debe disminuir su intervención en las áreas que afectan la iniciativa y libertades individuales, por un lado, y en aquellas áreas en las que resulta ineficiente e ineficaz porque serían mejor abordados desde el afán de lucro. Desde esta óptica, la iniciativa privada es más eficiente y, por ende, representa un beneficio mayor para la ciudadanía. Como se mencionó anteriormente, esto se extiende a áreas tradicionalmente bajo el manto estatal, como la educación y la salud, pero también a la administración de carreteras, penales y, claro está, el espacio público.

Inclusive, con el tiempo se va perdiendo la pretensión de extender lo universal a todos los ciudadanos. Algunos analistas añaden que resulta ser un cambio fundamental en las concepciones sobre el desarrollo y la pobreza (Castillo, 2002; Scribano, 2002). Hasta los años noventa, el énfasis estaba puesto en ampliar y extender los derechos hacia todos (universalizarlos) y, especialmente, a los pobres que se encontraban marginados. La pobreza –término poco usado entonces en el léxico del desarrollo– era vista como una vivencia temporal, una anomalía que sería superada con la ampliación de la ciudadanía y con los bienes y servicios del Estado de bienestar (educación, salud, empleo). Para los mismos sectores de menores ingresos, la palabra pobreza tenía una connotación negativa y rara vez estas personas se definían como tales; más bien, se identificaban como humildes o trabajadores.

Con el neoliberalismo, sin embargo, se normaliza la pobreza y se convierte en un indicador e identidad que abre las puertas a programas sociales. Los pobres son identificados (mapas de pobreza), focalizados (recipientes de asistencia social) y compensados por los posibles estragos sufridos por los programas de ajuste estructural (Castillo, 2002). De parte del Estado hay pocos esfuerzos por solucionar el problema de la pobreza; por el contrario, los programas sociales están orientados a reducir déficits en los servicios, la alimentación y, últimamente, los ingresos. Resulta así porque se considera que el mercado es la fuerza que terminará con la pobreza y el atraso, con lo cual se relega al Estado a funciones de compensación social que «alivian» la pobreza. Los derechos sociales, económicos y culturales no son reconocidos plenamente; muchas veces, se arguye que son «difíciles de identificar», «difíciles de medir» y más aún de viabilizar.

Por ello, también existe un impulso político-ideológico hacia la privatización –sea estatal o privada– del espacio público. Este ha estado bajo el cuidado del Estado, pero con consecuencias consideradas negativas: descuido, peligro, riesgo, subinversión, etc. De ahí que se razone y proponga que, en lo posible, estos espacios deben caer bajo la iniciativa privada, la cual tiene los recursos para invertir y puede asignarlos de manera más eficiente. El siguiente ejemplo refleja el cambio de pensamiento.

Hace 35 años –en 1981 para ser exactos–, el entonces alcalde del distrito de Chorrillos, Pablo Gutiérrez, realizó una manifestación en las afueras del Club Regatas, comba en mano, para tumbar el muro que lo separaba de la playa pública Pescadores. Gutiérrez argumentaba que las playas eran públicas y que el club se había apropiado ilegalmente de un bien de todos los peruanos. No pasó de ser una de las múltiples muestras entre populistas y folclóricas de este político, pero expresaba un sentimiento compartido por muchos, en el sentido de ampliar el acceso de todos a los espacios de la ciudad. En pocas palabras, el impulso era a publicitar lo privado.

Hace unos años, el alcalde de Lima Metropolitana, Luis Castañeda, cambió el nombre de los parques zonales de la ciudad, es decir, las áreas verdes situadas en zonas populares. Los transformó en «clubes zonales» y, en una entrevista televisiva, mencionó que antes los clubes eran solo para los ricos, pero ahora estaban abiertos para el pueblo (claro, previo pago de boleto de entrada). Es decir, privatizó lo público. Más allá de los claros propósitos populistas, una vez más se estaba rebajando la capacidad estatal para gobernar una ciudad inclusiva.

Como bien indican Xu y Yang (2008), una de las fuerzas principales en la privatización global de las ciudades es la hegemonía neoliberal. El cuestionamiento al gasto estatal –por ser supuestamente ineficiente, plagado de obstrucciones burocráticas y corrupción– es comparado con las innegables virtudes de las decisiones basadas en la eficiente asignación de recursos vía los mecanismos del mercado. Como resultado, disminuyen las inversiones en la generación de nuevos espacios públicos y, más bien, se prefiere la generación de espacios «cuasipúblicos», sea en la promoción de centros comerciales o en la privatización de los espacios públicos existentes vía el cobro de admisión o concesiones.

El feudo, la comarca y la feria

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