Читать книгу El feudo, la comarca y la feria - Javier Díaz-Albertini Figueras - Страница 7
Presentación
ОглавлениеDe pibes la llamamos la vedera
y a ella le gustó que la quisiéramos.
En su lomo sufrido dibujamos
tantas rayuelas.
Julio Cortázar. (1995).
Veredas de Buenos Aires y otros poemas 1
¿Por qué surgen tantas dificultades y conflictos con respecto al uso del espacio en Lima? En nuestra universidad, los alumnos obstruyen pasillos y se apropian de las escaleras al sentarse en ellas cual parque público. En el distrito de La Molina, privatizan vías con tranqueras y levantan un cerco en el límite con otro distrito (más pobre). En complejos residenciales, los habitantes destruyen la armonía arquitectónica añadiendo pisos en los aires, cercando el estacionamiento público, abriendo negocios en zonas de viviendas y en áreas comunes. Los vecinos de todos los sectores sociales están enrejando el acceso a vías públicas y apropiándose de parques, sin autorización de las instancias correspondientes. Sin olvidar la usurpación de la calle por el ambulante, de las playas por el NSE A, de las avenidas y autopistas por el transporte para recoger pasajeros en cualquier sitio, de los parques públicos por autoridades municipales que los cercan, cobran entrada y limitan exageradamente los usos permitidos… Todas son formas de imponer y excluir, en vez de compartir y convivir con la diversidad y hacer del espacio público uno de los lugares privilegiados para ejercer la ciudadanía, las diferencias y, también, el anonimato. Son maneras de actuar que privilegian lo privado: el beneficio, el deseo y la necesidad individual sobre los derechos de los demás.
En Lima, somos parte de un proceso preocupante que está ocurriendo en las llamadas ciudades posmodernas: una constante disminución en la disponibilidad y en el uso del espacio público2. La creciente privatización o privatismo en las ciudades globalizadas es un tema común y recurrente en los estudios urbanos contemporáneos (Gottdiener, Hutchison y Ryan, 2015). A partir de los años ochenta, los designios de las grandes ciudades han pasado a ser crecientemente influenciados o determinados por decisiones e intereses particulares, entre los cuales tienen especial peso las empresas inmobiliarias y de construcción. Esta actuación se concreta claramente en el tratamiento del espacio urbano, cuyo nivel de privatización varía de sociedad en sociedad; se observan, por ejemplo, notables diferencias entre los países desarrollados, donde la privatización es más común en las ciudades estadounidenses que en las ciudades europeas, especialmente las escandinavas (Logan y Molotch, 2007).
Aunque no hay acuerdos inequívocos sobre lo que implica la privatización, es posible definirla como un conjunto de procesos y acciones que privilegia la iniciativa privada o particular como principal determinante de las políticas y decisiones urbanas. El desarrollo de la ciudad resulta, entonces, del agregado de iniciativas particulares que, normalmente, tienen al mercado como mecanismo esencial para la toma de decisiones. Otras esferas de toma de decisiones –como las gubernamentales, comunales o personales– pasan a un segundo lugar o son consideradas subyacentes a los intereses particulares. Según Logan y Molotch (2007), en el nuevo urbanismo se favorece el valor de cambio sobre el valor de uso, a pesar de que este último resulta esencial para entender las disposiciones de la mayoría de los habitantes de una urbe, especialmente en la creación de lugares. El concepto de «lugar» es utilizado por las ciencias sociales para definir un espacio que ha sido dotado de significados personales, y normalmente se expresa en el grado de apego, place attachment en inglés (Smaldone, Harris y Sanyal, 2008). Es evidente que este apego no puede reducirse a un valor monetario (precio), sino que va ligado a opciones de vida y de interacción social.
Como se señaló anteriormente, una de las manifestaciones más preocupantes de la privatización es la disminución del espacio público, sea este medido en términos de área o en el deterioro que sufre en al menos una de las tres funciones que debería cumplir: su libre acceso, transparencia y multifuncionalidad. Como bien indica Borja (2003), la crisis de la ciudad posmoderna se expresa con más fuerza en lo compartido:
En los espacios públicos se expresa la diversidad, se produce el intercambio y se aprende la tolerancia. La calidad, la multiplicación y la accesibilidad de los espacios públicos definirán en gran medida la ciudadanía. Su polivalencia, su centralidad, su calidad generan ciertamente usos diversos que entran en conflicto (de tiempo y espacios, de respeto o no del mobiliario público, de pautas culturales distintas, etc.), pero también pueden ser una escuela de civismo. (p. 210)
Al constituirse en las principales áreas de encuentro y desencuentro de múltiples usuarios con diversos intereses, expectativas y demandas, los espacios públicos son los lugares de contestación por excelencia; siempre están signados por la disputa y la negociación: en sociedades democráticas, refieren directamente a la calidad de la ciudadanía y de las instituciones.
La ciudad de Lima no ha sido ajena a la privatización, especialmente a partir de la apertura económica que comenzó en la década de los noventa y su aceleración en el nuevo milenio, producto del crecimiento sostenido de los últimos trece años (Vega Centeno, 2006; Ledgard y Solano, 2011; Ludeña, 2011; Gonzales de Olarte, Solar y Del Pozo, 2011). La gran diferencia con otras ciudades globales –como se verá en detalle más adelante– es que la tendencia a privatizar, y la subsecuente reducción de espacios públicos, se ve exacerbada por dificultades en el cumplimiento de las normas. La falta de respeto al espacio público –como lugar de todos y territorio en el cual se ejerce el derecho constitucional a la libertad de tránsito– es una expresión socioespacial de lo que en los últimos años ha sido identificado como «anormalidad normativa» (Durand, 2013), «cultura de transgresión» (Portocarrero, 2004), «desapego a la ley» (Vargas Llosa, 2012) o «poca legitimidad y efectividad de la norma» (Díaz-Albertini, 2010). Todos estos conceptos apuntan hacia la anomia, clásico concepto sociológico que describe «un estado de desorientación y desesperación provocado por los procesos de cambio del mundo contemporáneo que hacen que las normas sociales pierdan influencia sobre el comportamiento individual» (Giddens, 2002, p. 854). Si a ello se añade la debilidad del Estado, medida por su poca interrelación con los ciudadanos; su tolerancia hacia lo informal o delictivo; su poca capacidad de sanción; y los altos niveles de corrupción de sus funcionarios y autoridades; se llega hasta apropiaciones ilícitas de espacios sin que haya intentos serios y sostenidos de hacer cumplir la ley.
Se produce así una particularidad poco común en ciudades globales desarrolladas y que es uno de los temas centrales de este libro: la apropiación ilegal de las veredas, las calles y los parques de la ciudad por acción de los residentes, sin resguardo de las normas y con la complicidad o tolerancia de las autoridades. Por ejemplo, en países desarrollados ha aumentado la creación y oferta de «comunidades enrejadas» (gated communities), pero ello ocurre bajo el amparo de una normativa que las regula y controla, comúnmente sancionada por la zonificación y que toma la forma de propiedad en común (como los condominios)3. En cambio, son pocas las comunidades cerradas formales –es decir, legales– que existen en Lima, en particular si se tiene en cuenta los condominios de tipo horizontal compuestos de viviendas unifamiliares (Plöger, 2007). Abundan, por el contrario, las vías públicas obstruidas por rejas, tranqueras u otros impedimentos que buscan controlar el acceso y uso del espacio público, y discriminar el acceso de las personas ajenas a la urbanización. La gran mayoría de estas acciones se realizan al margen de la ley y de las regulaciones establecidas al respecto4. Como resultado, se nota un retraimiento de la población hacia los ámbitos privados o cuasipúblicos, a la preponderancia de las tecnologías de la virtualidad en la comunicación y recreación de los pobladores, y a la pérdida de las comunidades de dimensiones físicas. Al reducirse los espacios de encuentro entre los dispares y disímiles, tiende a aumentar la segregación y a exacerbar la desigualdad.
Sin embargo, en contraposición a la privatización y como fenómeno en paralelo, se está incrementando el interés por el espacio público. Esto se debe a varios factores que Akkar (2005, 2007) sintetiza como los siguientes:
• Una creciente nostalgia por el espacio público tradicional, que incluye la crítica al urbanismo modernista y la necesidad de recuperar los lugares de encuentro y diálogo en la ciudad. En muchos casos, este clamor no es más que una idealización del papel que cumplía el espacio público en el pasado. Asimismo, hay un sentimiento de que la democracia de base se está perdiendo, que existe la necesidad de recuperar el control de nuestra cotidianidad y que los mejores lugares para expresar esto son las veredas, calles y parques que transitamos. Aunque a veces este afán se traduce en propuestas que segregan, ya que buscan recuperar la ciudad y hacerla «habitable» para una élite.
• Más interés en actividades callejeras. Francis (1991) fue uno de los primeros en observar la preocupación de los sectores de mayores ingresos por recuperar la calle como espacio público, muchos de los cuales regresaban a la ciudad después del fallido éxodo hacia los suburbios. De ahí que surgieran movimientos para asegurar y crear: (a) calles peatonales como elementos revitalizadores de los centros históricos, especialmente de las actividades comerciales (tiendas, cafés, restaurantes); (b) calles «habitables» (livable streets), que defienden la importancia de la vía en el entorno y ambiente que genera, esenciales para una vida social saludable en las ciudades; y (c) calles privadas, cerradas y privatizadas, que dan origen a enclaves sociales homogéneos. Al igual que en el punto anterior, detrás de muchas de estas propuestas de recuperación se distingue un trasfondo elitista o intereses comerciales.
• Mayor preocupación por estar en forma y practicar deportes. Las calles y los parques de la ciudad se van convirtiendo en centros para ejercitarse, ya sea al caminar, correr o hacer ciclismo, gimnasia, taichí, patinaje, skate, entre otros. En el caso de Lima, por ejemplo, los vecinos del distrito de San Borja en 2008 reaccionaron inmediatamente en contra de la venta de una sección del enorme terreno del Cuartel General del Ejército del Perú –popularmente conocido como el Pentagonito– a particulares para proyectos de vivienda. Cualquier visita rápida a los alrededores del cuartel pone en evidencia por qué los vecinos se resistieron: hay vías para paseantes y corredores, ciclovías, parques con juegos y zonas de recreación con actividades programadas por la municipalidad. El aumento de la densidad habitacional, junto con la mayor cantidad de estacionamientos y automóviles, destruiría una parte significativa de estas condiciones. Un reciente reportaje del diario El Comercio examina cómo la ciudad se está volviendo un espacio para ejercitarse y señala como sustento que «[en] 2010, 250 mil personas se ejercitaban al año en el circuito deportivo del Pentagonito. Hoy, la cifra alcanza las 840 mil» (Soto Fernández, 2015).
• El impulso a recuperar áreas para los turistas, ya sea aprovechando el paisaje natural o mediante un proceso conocido como «musealización» de partes de la ciudad. Las llamadas «burbujas turísticas» buscan garantizar un espacio seguro, pero que a la vez refleje lo «típico»; en ellas se combina museo con el patrimonio monumental, arquitectura con «historia» renovada o recreada, artesanía y restaurantes. Se puede apreciar este impulso, por ejemplo, en el mero centro de Lima y la recuperación de las cuadras próximas a la Plaza de Armas, lo que incluye una oferta culinaria dirigida a los turistas en algunos de sus pasajes.
Habría que añadir a estas tendencias un argumento más: el apego a lo local y cercano, al espacio que habitamos y transitamos, no se destruye por la globalización, sino que, por el contario, se ve fortalecido en todos los estratos sociales. En el caso de las élites, el espacio citadino sigue siendo importante porque –al decir de Castells (2001)– es lo que ofrece las mayores posibilidades para el realce personal, para mostrar el consumo conspicuo y la posición social, para mandar a los hijos a la escuela apropiada, visitar el museo, el desfile de modas, entre otros. Mientras que para los demás, el barrio, el parque y la plaza se mantienen como los espacios asequibles en un mundo que se les está escapando de las manos gracias a las fuerzas globales que ahora controlan y dominan sus destinos.
Como consecuencia, coexisten dos procesos en pugna en Lima, así como en otras ciudades del mundo posmoderno:
• Un primer proceso que impulsa el debilitamiento o abandono del espacio público y tiende a acercarnos a una ciudad más privatizada, fragmentada y excluyente. Está constituido por fuerzas que contribuyen a la paulatina desaparición de los pocos lugares de encuentro entre los diferentes. Se puede sintetizar estas fuerzas en tres: (a) el temor al otro y la inseguridad, expresados en la «agorafobia»; (b) la motorización de las ciudades, que atenta contra la construcción de lugares vecinales y locales; y (c) el dominio y la preferencia por lo «privado» en las ideas hegemónicas de la actualidad (el liberalismo).
• Un segundo proceso que, por el contrario, se caracteriza por la conquista y apropiación del espacio por parte de diversos grupos de habitantes de la ciudad, en el intento de construir lugares, sean de recreación, actividad física, área verde, entre otros. Este segundo proceso es difuso, no obstante, y aún no constituye un sentimiento arraigado y de clara evolución.