Читать книгу El feudo, la comarca y la feria - Javier Díaz-Albertini Figueras - Страница 20
1.6 El apego al espacio próximo
Оглавление¿Será que la ciudad posmoderna solo tiene como función ser un dormitorio para descansar y un escritorio para navegar, y que el espacio público –efectivamente– esté condenado a desaparecer? ¿La creciente virtualización hará que nuestras comunidades cibernéticas reemplacen a la plaza o el parque a la vuelta de la esquina? ¿Con qué «terruño» –si hubiera alguno– es que se identificarán los seres humanos?
De las múltiples fuentes de identidad, una de las más importantes es la posición territorial: la definición de la persona que nace de las diversas unidades espaciales que ocupa y que son socialmente definidas, las cuales varían desde lo más próximo (hogar, collera, barrio) hasta territorios tan amplios como países, regiones y el mismo planeta. El territorio siempre ha estado ligado a nuestra supervivencia como colectivo y como base de nuestra cotidianidad personal, porque está estrechamente relacionado con asuntos como el sentido de protección y pertenencia, el acceso y disponibilidad de recursos, y el sentido básico de compartir un espacio apreciado con otros:
Con muy pocas excepciones, todos los grupos culturales conocidos por la antropología tienen algún apego a un territorio o paisaje. Esto es cierto entre los nómadas como entre los agricultores, los trabajadores industriales y los programadores de computadoras. Las formas de pertenencia naturalmente varían […], pero el lugar ha jugado una parte importante durante la historia cultural humana. (Eriksen, 2004, pp. 55-56)12
Es sumamente difícil imaginarse identidades sociales y colectivas sin un referente espacial, porque, como se señaló anteriormente, la acción humana tiene al espacio como soporte material. Esta relación con el espacio se inicia con un sentido de pertenencia territorial. El territorio se puede entender como condicionado por la morfología del espacio, pero esencialmente es una operación social relacionada con ciertos factores que inducen una percepción de fronteras (Gubert, 2005). Todo territorio tiene límites que permiten diferenciarlo de otros, aunque pueden ser establecidos de formas bastante flexibles. La pertenencia significa que alguien se siente parte de algo, en este caso, de un territorio definido socialmente, principalmente con respecto a sus límites o fronteras. En la percepción de fronteras, Gubert (2005) destaca tres factores:
• El principio de similaridad, es decir, en el interior del territorio se encuentran características morfológicas, físicas y culturales, tipos de actividades económicas, entre otros, que son vistos como similares, lo que genera un sentido de unidad. Esto se nota con claridad al observar cómo muchos territorios son identificados con ciertos servicios o productos, como Silicon Valley en California, los casinos en Las Vegas y las salchichas de Huacho. A pesar de que son ciudades en las cuales hay variadas actividades económicas, una de ellas destaca y genera una suerte de percepción de frontera respecto a las áreas aledañas.
• El principio de interdependencia, medido de acuerdo con el flujo gravitacional de bienes, servicios o áreas de intenso intercambio económico. El emporio de Gamarra, por ejemplo, está compuesto por una serie compleja de redes financieras, productivas y comerciales alrededor del área de confecciones, con un alcance local, nacional y global.
• La función de gobernar a las poblaciones humanas lleva al desarrollo de límites territoriales que expresan y producen un sentimiento de destino común o compartido, y organizan así las percepciones que se tienen del territorio. En Lima, es indudable que existe poca diferenciación entre las zonas residenciales colindantes de San Isidro y Magdalena, pero el hecho de ser distritos distintos sí tiene un efecto sobre la delimitación del territorio y el sentido de pertenencia, que el propio gobierno municipal promueve, especialmente cuando existen conflictos de demarcación.
Las identidades territoriales más perdurables son aquellas que son congruentes, es decir, aquellas en las que en un mismo espacio confluyen estos tres principios (Gubert, 2005). Esto era más común en las sociedades nómadas o agrícolas, en las cuales los tres principios se relacionaban sustancialmente en una sola unidad territorial. En un mismo espacio vivía un grupo humano que compartía reglas, actividades económicas y sociales, por lo que la interdependencia territorial era la forma básica de subsistencia (caza, pesca, recolección, agricultura) y también lo que fundamentaba su destino compartido.
Esto cambia radicalmente en la modernidad y posmodernidad, debido a los siguientes factores: (a) la división de trabajo que diluye la interdependencia territorial; (b) la necesidad de acumular grandes sumas de capital para la producción, lo cual tiende a concentrarla en ciertos espacios en desmedro de otros; (c) el desarrollo de las tecnologías de transporte y comunicación, que amplía y extiende las redes de producción y comercialización, separando al productor del distribuidor y el consumidor, entre otros. El territorio se vuelve así más complejo, heterogéneo y extenso. Los límites y las fronteras se diluyen y flexibilizan, debilitando la congruencia que existía en las sociedades premodernas. Nuestra relación con el espacio y el territorio ha evolucionado en un proceso histórico que nos ha llevado a diversas formas de percibir, interpretar y vivir espacialmente.
El espacio-tiempo de la premodernidad era el de la familia y la comunidad, se definía como tal y dominaba a las personas, cuya misma individualidad era negada o minimizada. El espacio se concebía como limitado y predominaba en cuanto estrategia esencial y básica de subsistencia, primero en el territorio necesario para la caza, pesca y recolección, y luego como área de cultivo o pastoreo. El espacio era el de siempre y para siempre, por eso debía conquistarse y controlarse, porque era casi sinónimo de la misma vida y la comunidad. En el Perú, aún perdura esta idea en muchas de las nociones de comunidad: sea la nativa, la campesina o en el asentamiento humano13. En la ciudad, se define en la vivienda que se construye para siempre en el trozo de la ciudad que alguien ha reclamado para sí y las futuras generaciones.
El espacio-tiempo de la modernidad es el del ciudadano: el reino del libre tránsito y la migración. El espacio que se divide en lo público y lo privado. El primero es el ámbito de las instituciones estatales; el segundo, el de la persona natural y jurídica. Es el espacio que celebra la era del individuo y el espacio individual, del derecho al anonimato, pero protegido y refrendado por el Estado. Ya no son la familia ni la comunidad, sino otras instituciones las que entran a operar en la definición y protección del territorio. La concentración en la ciudad lleva a buscar el espacio compartido. En la ciudad de Lima, lo público alcanzó su mayor gloria cuando era una ciudad centralizada y en el centro estaba todo: eje comercial, centro financiero, concentración de funciones burocrático-estatales, además de contar con la presencia de la universidad, biblioteca, librería, bohemia e intelectualidad. En sus calles se realizaban las procesiones, los mítines políticos y la protesta callejera. Fue la era más brillante y bulliciosa del espacio público, del encuentro de los dispares de la alteridad. Una ciudad sumamente segregada, pero con espacios de encuentro.
El espacio-tiempo de la posmodernidad va perdiendo todo sentido en un plano cartesiano, porque es un espacio de flujos (Castells, 2001). Lo importante son los nodos que concentran y distribuyen la información y cómo se ubican las ciudades, grupos y personas con respecto a ellos. Según Bauman (1999, 2003), el espacio ha dejado de ser importante para quienes pueden participar activamente en la sociedad posmoderna y globalizada. La tecnología de comunicación y transporte, la inmediatez, las relaciones y los intercambios se liberan, lo que permite superar la tiranía del sitio, ya sea por lo virtual o por la rapidez del desplazamiento físico. El espacio responde ahora al individuo, no como ciudadano abstracto de la modernidad, sino como persona con múltiples identidades, enormes pretensiones de consumo y poca capacidad de comprometerse seriamente con su ciudad o sus territorios. Todo esto implicaría la disminución y, quizás, la muerte del espacio público.
Entonces, ¿qué implican la modernidad y la posmodernidad en términos de la pertenencia e identidad territorial? De acuerdo con el sociólogo funcionalista Talcott Parsons (1970), en el proceso de tránsito hacia la modernidad, las motivaciones y orientaciones de los actores sociales evolucionan siguiendo uno de los polos de lo que denominaba variables-pauta típicas de toda sociedad. Una de ellas tiene que ver con qué criterios utiliza el actor para evaluar contextos (sujetos/objetos) y oscila entre el polo de las orientaciones «particularistas» de las sociedades tradicionales y el polo de las orientaciones «universalistas» de las modernas. Lo particular se refiere a lo fuertemente ligado a motivos personales, mientras que lo universal apunta a que el actor recurre a un marco general aceptado y legitimado por el colectivo social. En términos territoriales, esto se traduce en un tránsito de orientaciones «localistas» hacia orientaciones «cosmopolitas». Es decir, en las sociedades modernas, el actor social deja de orientarse o sentirse parte de localidades próximas y pasa a identificarse con territorios de mayor extensión o nivel de cobertura, se va convirtiendo en un «ciudadano de la nación o el mundo». En términos actuales, se podría decir que Parsons aludía a que las personas se hacían más globales y menos locales.
Diversas investigaciones, sin embargo, cuestionan la validez de este tránsito. Los estudios tienden a mostrar que las personas con una orientación territorial más cosmopolita, normalmente, son individuos con dificultades de integración social. Su desapego por lo local no es producto del cambio en las percepciones territoriales, sino más bien de cierta incapacidad de relacionarse e integrarse a los demás. Por el contrario, en la mayoría de las investigaciones realizadas, en las cuales los actores sociales jerarquizan la importancia relativa de los diversos territorios a los que pertenecen, la tendencia es a asignar más importancia a lo local, en comparación con lo nacional o supranacional (Gubert, 2005; Castells, 2003). Las explicaciones tras estas respuestas y manifestaciones serán examinadas más adelante, pero una de las principales razones se encuentra en los procesos que llevan a diferenciar un sitio de lo que es un lugar.
El concepto de lugar es utilizado por las ciencias sociales para definir un espacio que ha sido dotado de significados personales y, por lo general, se expresa en el grado de «apego al lugar» –place attachment, en inglés– (Smaldone et al., 2008). El apego, según Smaldone et al., se expresa vía dos aspectos principales: (a) la dependencia, que se mide de acuerdo con la percepción del actor de cuán fuerte es su asociación con un lugar (por ejemplo, cómo responde a sus diversas necesidades), fortaleza que puede compararse con respecto a otros lugares; y (b) la identidad, que se refiere a los aspectos emocionales del apego a un lugar e incluye cogniciones sobre el mundo físico, memorias, ideas, valores, actitudes, significados, entre otros. La dependencia tiende a reflejar más los aspectos funcionales del lugar, mientras que la identidad se acerca a lo afectivo y emotivo. Ambos aspectos se ven fortalecidos con la variable del tiempo, sea el vivido o relacionado con un lugar en particular. El marco temporal es uno de los aspectos fundamentales detrás del apego.
Antes se mencionó que la modernidad y la posmodernidad no han afectado mayormente nuestra inclinación hacia lo local cuando se trata del sentido de pertenencia. Sin embargo, sí han afectado la intensidad del apego. Estudios muestran que seguimos prefiriendo lo local sobre lo cosmopolita, pero ahora nos identificamos con muchos más lugares. Es decir, se ha extendido el abanico de lugares debido a la mayor movilidad de la población y, por ende, ha disminuido la intensidad del apego, porque ahora se encuentra distribuido en más opciones (Smaldone et al., 2008; Gubert, 2005). Gustafson (2009), por ejemplo, en su estudio en Suecia, comparó a hombres de negocios que eran viajeros frecuentes con otros trabajadores que se desplazaban menos. Concluye que los viajeros internacionales frecuentes tienen mayores orientaciones cosmopolitas que los otros, pero sus lazos locales no son significativamente más débiles que los que no viajan o los viajeros ocasionales. Considera que el localismo y el cosmopolitismo no deben ser tratados como polos opuestos, según lo interpretaba Parsons (1970), sino que la mayor movilidad puede ser utilizada para combinar recursos locales con los cosmopolitas. Aparentemente, la modernidad y la posmodernidad han debilitado la intensidad del apego, pero no han disminuido la identificación y dependencia de los lugares próximos.
Asimismo, la globalización y la posmodernidad no han significado la desaparición del poder ni el hecho de que las relaciones siguen siendo estratificadas, jerárquicas y territorializadas. Los sectores altos creen que se liberan del espacio –«si no es París, será, entonces, Tokio o quizás Nueva York»–, pero en todas las ciudades del mundo se apoderan agresivamente de territorios reales, concisos y concretos. A veces son espacios abandonados o antes habitados por grupos de menores ingresos, y los remodelan para generar nuevas áreas de exclusividad en un proceso que en inglés se conoce como gentrification y que en español se podría llamar aburguesamiento o elitización del territorio14. Los de menores ingresos también viven en enorme dependencia territorial, pero por otras razones.
Bauman (1999) considera que los del primer mundo viven el tiempo como presente continuo, pero el espacio ya no rige para ellos porque ha dejado de ser restrictivo (sea el virtual o real). Mientras que para los del segundo mundo –los pobres y marginados– el espacio real se cierra y los encierra. También los comprime porque habitan donde no quieren estar, pero no pueden trasladarse donde desean. El espacio y el tiempo los aplastan. Los sectores altos pueden estar donde quieran y construyen los espacios a su imagen y semejanza. Para ellos no hay fronteras, ni oficina de inmigraciones. En cambio, los pobres viven donde no quieren, pero no pueden escapar de su miseria porque nadie los recibe. Si llegan a salir, muchos se encuentran segregados social y espacialmente, refugiados como ilegales.
Estas reflexiones evidencian que el tema del espacio, el territorio y la construcción de lugares no es un asunto sencillo. Resulta bastante aventurado clamar la muerte del espacio para un sector u otro, o pensar que nuestra identidad y pertenencia a un territorio es cuestión del pasado en un mundo global y virtualizado; o, finalmente, que las nuevas generaciones no son capaces de comprometerse y, por ende, no pueden (¿o quieren?) apropiarse de espacios en forma consistente y continua. Lo paradójico es que somos seres supuestamente en camino a ser desmaterializados (etéreos, flujos, redes), pero con necesidades, anclajes y apegos territoriales. Ello implica que debemos investigar nuestras formas específicas y diversas de afianzamiento en el espacio, en vez de solo celebrar nuestra presunta independencia del territorio. Por ello, es importante continuar el estudio de la identidad territorial y cómo ha cambiado producto de la globalización y la introducción de tecnologías que impulsan la virtualización.
La evidencia tiende a apoyar más la idea de que aún nos aferramos al territorio, especialmente si es el próximo y local:
• En primer lugar, como identidad de resistencia. Como bien indican varios autores, lo inaccesible del mundo global nos lleva a aferrarnos a lo local. Para Castells (2003), las élites pueden ser cosmopolitas, pero la gente no, y por ello sigue viviendo en el «espacio de los lugares». Es una forma de enfrentarse y resistirse al proceso incontrolable de la globalización y al espacio de los flujos dominados por la élite. Este proceso se evidencia en la creciente preocupación por los gobiernos locales en todas las sociedades del mundo, la participación vecinal (presupuestos y planificación participativos) y la democracia local, todo porque es más cercana a la gente. De acuerdo con la geógrafa brasileña Amalia Inés Geraiges (2004), existe una nueva territorialización que aparece a causa de las necesidades locales para enfrentar el desarraigo producido por la globalización. Estas preocupaciones se manifiestan de diversas maneras, pero en los últimos años han surgido movimientos ligados a la defensa y protección del medioambiente de la comunidad frente a la gran empresa.
• En segundo lugar, como se ha mencionado anteriormente, existe mayor identidad cosmopolita entre los sectores de mayores ingresos que viven cotidianamente globalizados, pero esto no contradice o excluye una simultánea preocupación por los lugares. Es decir, es una identidad cosmopolita, pero situada. Castells (2001) inclusive, a pesar de señalar que el «espacio de los flujos» es de la élite, también reconoce que la organización espacial es uno de los soportes de las redes y los flujos dominantes. Esto se debe a que muchas de las relaciones sociales siguen ocurriendo en el espacio real, sea en las sedes de las principales empresas que son parte de los nodos; o para evitar el espionaje posible (hackers) en los medios de comunicación e informáticos vía la reunión cara a cara; para el realce personal y la autosatisfacción personal; para el consumo conspicuo:
Así pues, los nodos del espacio de los flujos incluyen espacios residenciales y orientados al ocio que, junto con el emplazamiento de las sedes centrales y sus servicios auxiliares, tienden a agrupar las funciones dominantes en espacios cuidadosamente segregados, con fácil acceso a complejos cosmopolitas de las artes, la cultura y el entretenimiento. (Castells, 2001, p. 450)
• En tercer lugar, la sociedad posmoderna se caracteriza por su creciente individualización, especialmente en lo que se refiere a la formación de identidades y a la creciente heterogeneidad de las fuentes de identidad. Pero la heterogeneidad no significa una incontrolable diferenciación entre los seres humanos. Por el contrario, el individuo posmoderno –al igual que en otros momentos históricos– construye su identidad en asociación con otros. La diferencia es que ahora esas identidades son más fluidas y pasajeras, en lo que algunos denominan la tribalización –que incluye una estetización de la diferencia (ropa, música, jerga)–, la cual siempre tiene un componente espacial. Según Formiga (2007), «se traduce sobre el espacio un discurso de la diferencia» (p. 180).
• En cuarto lugar, se encuentran nuestros afectos y sociabilidad como aspectos centrales en la configuración de nuestra identidad territorial. Cuando les preguntamos a los habitantes de cualquier país: «¿A cuál de los siguientes grupos geográficos diría usted que pertenece en primer lugar? ¿Y en segundo lugar? ¿Y el último de todos?», la respuesta preferida es el espacio local. Esto ocurre en España (Castells, 2003) y en el Perú, en donde el 47 % y el 54 %, respectivamente, consideran su principal identidad la local o regional, en contraste con el 38 % que nombra primero a la nación. Solo un grupo reducido escoge el «continente» o el «mundo como un todo»15. Como se señaló anteriormente, el apego a un lugar se construye fundamentalmente sobre la base de las funciones cotidianas que satisface, pero también de las memorias, valores, actitudes, sentidos y representaciones. Nosotros nos involucramos y comprometemos con aquellos sitios que tienen una historia y significado. Esto se logra con el tiempo que permite la experiencia vital.
¿Y el espacio público desaparecerá como depositario de «lugares»? Puede ser que los seres humanos sigamos siendo localistas y que nos aferremos a lo próximo, pero esto puede suceder en espacios privados o cuasipúblicos. ¿Hasta qué punto la identidad territorial seguirá implicando a los espacios públicos? Como ya se dijo, esto depende de varios factores, pero lo que sí es cierto es que entre los jóvenes citadinos de todos los estratos –incluyendo a los supuestamente más globalizados y virtuales– hay un mayor volcamiento hacia la calle y el parque para pasear, ejercitarse, comer, tomar café y platicar. Es parte de lo que define la calidad de vida en la ciudad y esta apropiación se repite en las grandes urbes del mundo.
Finalmente, ¿puede la virtualización de nuestras relaciones llevarnos a dejar más la calle y la plaza, y hacer que nos atrincheremos en nuestros espacios privados e íntimos? Esta es, sin duda, una pregunta que aún no tiene una respuesta definitiva. Algunos estudios muestran que las relaciones virtuales con frecuencia se encuentran muy ancladas en el mundo real, ya que son parte de un sistema o red que contiene diferentes componentes entre reales, virtuales, territoriales, ciberespaciales, entre otros (Hampton, 2006). En algunos casos, además, en la comunicación vía internet tienden a predominar mensajes a personas que viven cerca y simplemente complementan la llamada telefónica o la conversación en la oficina o el café. Quizás para los jóvenes, internet sirva más como aventura y exploración, y busquen al distante y diferente como parte de ella (Quiroz, 2004). Pero también son los jóvenes quienes conquistan espacios y los territorializan: los parques con sus skates, los centros comerciales con sus colleras y las calles con sus partidos de fulbito. Estos y otros aspectos deben ser examinados en mayor detalle.
Nuestra espacialidad física es evidente y lo seguirá siendo, a pesar del incremento en nuestra movilidad y la mayor virtualización de nuestras relaciones sociales y actividades recreativas. El proceso de globalización tampoco ha significado la decadencia de lo local como locus de la identidad territorial de la mayoría de los actores sociales. Lo que está ocurriendo, eso sí, es una mayor complejidad en nuestro repertorio territorial como seres urbanos. Cultivamos más lugares y nuestro apego a cada uno es menos profundo. Es otro asunto, sin embargo, cómo los actores sociales expresan esta ansiada e ineludible espacialidad. He señalado que hay poderosos procesos que van reduciendo los espacios públicos, como son la delincuencia, el dominio del tránsito vehicular y el creciente énfasis en lo privado como sustitución de lo público. Como se verá en los próximos capítulos, este es justo el drama que nos toca vivir y entender.