Читать книгу El feudo, la comarca y la feria - Javier Díaz-Albertini Figueras - Страница 16
1.2.3 Multifuncionalidad
ОглавлениеUna tercera característica del espacio público es su multifuncionalidad. Como se explicó antes, el espacio público es determinado por el uso que le dan los ciudadanos y ciudadanas, dentro de los límites impuestos por la normatividad. En espacios clásicos como el Central Park en Nueva York, los usos son múltiples y dependen del deseo y disposición de los que acuden al parque. Se encuentra a quienes se ejercitan, juegan, enamoran, comen, pasean a su perro, toman una siesta, alimentan a las palomas, hacen turismo o solo transitan. También están los que exhiben sus artes por unas monedas y los que venden diarios, comida o curiosidades.
Esta concepción de multifuncionalidad se convierte, en la práctica, en una crítica al modernismo, movimiento de gran influencia en el urbanismo de la primera mitad del siglo XX, que intentó separar las funciones urbanas en espacios autorreferenciales y segregados: autopistas para coches; bloques residenciales para vivienda; centros empresariales y fábricas para el trabajo, áreas verdes para la recreación (Akkar, 2007). En el caso de Lima, las residenciales como San Felipe, en el distrito de Jesús María, representan el ideal del modernismo al separar al peatón y residente del tráfico, del comercio y de la producción. Esto es muy diferente de lo que ocurre en las ciudades antiguas y densas, en las cuales las calles eran compartidas por el peatón, el motorista y el comerciante.
Las residenciales seguían los dictados de Le Corbusier, que planteaban abolir el sistema tradicional de cuadras y manzanas en las calles de la ciudad, ya que este solo había generado tugurización, suciedad y sufrimiento para todos, especialmente para los más pobres. Le Corbusier proponía segregar las cuatro principales funciones de la ciudad (residencia, transporte, producción, recreación). Por ejemplo, recomendaba entregar al transporte el dominio de sistemas modernos de autopistas y recluir a los habitantes en zonas residenciales de superbloques rodeados de un mar de verde (parques), sol y aire, y así lograr que estén más cerca de la naturaleza. Sugirió demoler París y construir un gran número de edificios de sesenta pisos para albergar a sus tres millones de habitantes, interconectados por zonas peatonales y rodeados de enormes parques y jardines.
El habitante de la ciudad, no obstante, rara vez transita para cumplir una sola función (trabajo, diversión, descanso), sino que combina varias de ellas y, por eso, prefiere tenerlas cercanas. Más allá de la legítima preocupación del modernismo por el habitante de la ciudad, en el fondo, lo estaba condenando a una ciudad estandarizada que reflejaba la eficiencia de la fábrica u oficina burocratizada. Los superbloques, con sus líneas arquitectónicas sobrias-rectas-limpias, a veces reflejaban el tedio y la monotonía de la vida moderna.
El espacio público multifuncional es lo que permite que cada comunidad pueda expresar sus prioridades y significados. Esta le otorga un carácter muy propio, que frecuentemente se ha cristalizado en términos étnicos, como son los famosos barrios Little Italy (en Nueva York), Chinatown (San Francisco) y la Pequeña Habana o Calle Ocho (Miami). Las personas se apropian del ambiente y controlan así los usos y el desarrollo de actividades. Por el contrario, cuando no lo hacen, se pueden producir dos resultados negativos: (a) otros se apropian del espacio (gobierno, grupos de interés), y/o (b) es abandonado y entonces ocupado por delincuentes, narcotraficantes, mendigos, entre otros.
Según Francis (1991), es en la diversidad donde se debe buscar un equilibrio mixto de usos y usuarios, en el que se intente respetar los derechos y deseos de todos ellos. Estos lugares de libre acceso, transparencia y diversidad solo pueden sobrevivir si la mayoría de sus usuarios se comprometen a defenderlos y a limitar las ansias desmesuradas de control social. Normalmente, esto se logra si las personas se apropian de los espacios (sus calles, parques, veredas), porque es una forma de involucrarse en su uso y destino. Este autor señala que la apropiación ciudadana, habitualmente, se nota en pequeños actos que reflejan el apego al lugar: plantar árboles y flores, mantener las viviendas limpias y pintadas, salir y conversar con vecinos en la vereda o cómodamente sentados en sillas mientras se observa a los niños y niñas jugar, entre otros. En estos espacios es más difícil que avance la delincuencia y la peligrosidad, aunque es imposible erradicarla por completo, pues el riesgo siempre está latente.
Las preocupaciones sobre la protección y la seguridad son las que han llevado a que el espacio público sea entregado a la decisión y arbitrariedad de autoridades y funcionarios gubernamentales, quienes con frecuencia concesionan estos lugares al sector privado para que dejen de ser públicos. Pero el énfasis puesto para que el gobierno o la empresa controlen los espacios públicos, como mecanismo para protegernos de un «otro» considerado peligroso, tiene un costo alto. Según Francis (1991):
En las calles democráticas, no obstante, se debe lograr un acuerdo apropiado entre la protección y las cualidades negadas por la privatización, como son el descubrimiento y el reto. Esto es particularmente importante para los niños y niñas. El riesgo y el descubrimiento contribuyen a su desarrollo individual y competencia ambiental, y un sentido de protección puede mantenerse sin eliminar los retos de la calle. (p. 31)9
El respeto a lo multifuncional hace más complejo el control social y la armonía en los usos, lo cual con frecuencia se traduce en conflictos, pero que en la mayoría de los casos se pueden resolver con la participación y negociación. El ejercicio de la tolerancia y la negociación convierte a los espacios públicos en escuelas prácticas de la democracia. También, de acuerdo con Francis (1991), llevan al amor por las calles, los parques y por la misma ciudad.
Más allá de las connotaciones idealistas –y hasta románticas– del espacio público y su importancia en la conformación de la ciudadanía (Salcedo, 2002), diversos estudios muestran que su pérdida implica una lenta, pero inexorable transición hacia ciudades más fragmentadas y segregadas, lo cual magnifica las diferencias sociales y económicas existentes entre sus pobladores. Como resultado, salvo en pequeños territorios y en reducidas geografías, el habitante de la urbe siente que la ciudad le es «extraña», «foránea» y, en muchas ocasiones, «peligrosa» (Dammert, 2004). Este hecho plantea considerables cambios en cómo visualizamos a la ciudad misma –y a los que habitan en ella– y en las formas como construimos nuestra identidad territorial y ciudadana.
El limeño de clase media de hace cuatro décadas transitaba por el Centro Histórico, el Rímac, Barrios Altos y La Victoria, al mismo tiempo que podía hacerlo por Miraflores y San Isidro. De esta manera, se apropiaba de un sector importante de la ciudad, a pesar de las marcadas diferencias en la conformación física, social y económica de estos ámbitos. Reconocía así al otro, a su conciudadano, y compartía con él un bien común y público: el parque, la playa, el café, lo monumental. No siempre lo hacía en paz y, muchas veces, buscaba controlar o desalojar al pobre o diferente (ambulantes y mendigos, por ejemplo), pero de una forma u otra el espacio se transformaba en un lugar de intercambio y de expresión, de vivencia de nuestra diversidad y diferencias.
Actualmente, vivimos en una ciudad que ha pasado de tener un centro multifuncional que concentraba la economía y finanzas, la burocracia estatal, la oferta cultural y vida social, a ser una ciudad distinta, caracterizada por nuevas y múltiples centralidades y jerarquías que dependen más del flujo de la información que de la ocupación de un territorio determinado (Vega Centeno, 2007). Hasta cierto punto, esta evolución nos ha separado porque no han surgido otras centralidades transversales, es decir, capaces de cruzar barreras de clase, etnia, raza, género. Aunque hay algunos candidatos que quizás logren esta integración –como son el mar, el malecón y la Costa Verde–, todavía es temprano para asegurar que las fuerzas integradoras superen a la tentación de la privatización. Los mayores peligros para el espacio público no provienen de la falta de una centralidad, sino más bien de procesos que se han acelerado en los últimos años, como el incremento de la inseguridad, el dominio del parque automotor y, finalmente, el imperio del liberalismo como ideología dominante detrás de las propuestas urbanas. Examinaré cada uno de estos procesos a continuación.