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El mundo en proceso de cambio

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Ya en las últimas décadas del siglo XIX el crecimiento de las industrias fabriles llevó a un enorme desplazamiento de población rural a zonas urbanas, donde se hicieron más evidentes serios problemas sociales de pobreza que, aunque no eran desconocidos, junto con los habitacionales y de sanidad que agravó la concentración urbana, llevaron a reclamar la intervención pública y una redefinición del papel del Estado y de mecanismos de acción colectiva que se extendieron a ámbitos que las Constituciones clásicas dejaban a la iniciativa privada. Las visiones que proponían estos cambios señalaban que la igualdad proclamada por las Constituciones liberales no era suficiente, porque los individuos entraban en los mercados con capacidades de negociación y poderes distintos, por lo que había que asegurar una igualdad social, algo que sólo podía hacer el Estado, mediando entre actores colectivos con distinto poder. La cuestión social se incorporó a la agenda política con ideas que reclamaban un Estado menos neutral desde fines de siglo XIX. Asociaciones y partidos se organizaron para defender los derechos de los sectores relegados, apelando a métodos parlamentarios o inclusive a la acción directa. Con ello se pretendía extender la protección de los derechos a los individuos como tales a la de estos como parte de grupos profesionales o las de otras organizaciones, como cámaras empresarias.

Bismarck, canciller alemán conservador, para detener los avances de los socialistas en 1890, impulsó una iniciativa de previsión social con un régimen de garantías a los trabajadores que por edad o enfermedad quedaban fuera del mercado de trabajo, con indemnizaciones por despido y seguro por enfermedad.

En España la cuestión social tomó impulso entre 1883 y 1890 con la creación del Instituto de Reformas Sociales, una entidad que debía recoger información sobre la situación de la población trabajadora, ingresos, etc., y que tuvo como cabeza a Cánovas del Castillo. Ese llamado pensamiento social alcanzó una no desdeñable influencia en pensadores, gobernantes y políticos. La encíclica Rerum Novarum (1891), de León XIII, que alentó la formación de asociaciones de trabajadores, de ayuda social y de empresarios se plasmó en lo que se denominó el catolicismo social.

Pero también en la Argentina, donde probablemente no faltó la influencia española, se verificó un fenómeno similar denominado por Eduardo Zimmermann (1995) como la actuación a principios del siglo XX de los liberales reformistas, con la creación del Departamento de Trabajo en 1907, tras el fracaso del proyecto Código de Trabajo de Joaquín V. González. Fueron varias las iniciativas de legislación social promovidas principalmente por la bancada socialista y la de un grupo de economistas católicos liderado por Alejandro Bunge. Todo empezaba a encaminarse hacia una visión distinta del Estado que, en adelante, no sólo se limitaría a asegurar los derechos de los individuos, sino que intervendría en áreas reservadas a la esfera privada (Cortés Conde, 2015).*

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