Читать книгу Un diccionario sin palabras - Jesús Ramírez-Bermúdez - Страница 10
SEPTIEMBRE, 2013
ОглавлениеEste ensayo podría empezar por el epílogo: no sé cuándo apostar mis mejores cartas al azar y cuándo hacerlo por el destino; ignoro si la diosa Fortuna viene esta noche a evocar relatos de bienaventuranza o parodias siniestras. Le pregunto a un colega en las aulas del hospital: Si arrojo diez veces esta moneda, grabada con el águila del escudo mexicano por un lado, y en el reverso por el sol, ¿debo esperar una respuesta prudente? ¿Cuántas veces puedes adivinar el resultado de la suerte? Seis aciertos de cada diez, me responde, confiado. Mi sonrisa es de asombro, aunque parece condescendiente. Un niño con habilidades matemáticas básicas sabe que la moneda sólo tiene dos lados, y que la mitad de diez es igual a cinco. ¿Qué insensato juego de emociones lleva a mi amigo a pensar que su suerte será mejor que la prevista por el cálculo matemático elemental? ¿Quieres apostar?, le pregunto. Tomo la moneda con la pinza de los dedos; la sostengo en el plano horizontal, alineada con la superficie del planeta. Ahora el pulgar aplica la fuerza y la técnica (¿así se obtiene el azar?) para lanzar el objeto giratorio un metro por encima de mí. Atrapo el signo metálico y muestro la cara vencedora. El rostro del apostador se ilumina velozmente en un gesto de alegría. Repito el experimento hasta alcanzar diez ensayos. ¿Cómo se encuentra ahora el semblante de mi colega? ¿Ha triunfado al derrotar a la fortuna en este juego frívolo? ¿Se decepciona al encontrar su lugar promedio en el mapa estadístico del mundo?UNO
Detengo la escritura y me asomo por la ventana. La textura ocre y amarilla de la placa rocosa ha sido penetrada por geometrías innominadas de metal y cemento, allá abajo. El norte de la República Mexicana no muestra signos de esplendor desde esta altura. El avión prosigue su curso, indiferente a la meditación que me lleva a la sospecha de que mis colegas, y yo también, así como la columna interminable de maestros que se pierden en una tradición milenaria, debemos realizar apuestas contra el azar diariamente para enfrentar la adversidad humana en el entorno clínico. La confianza, el autoengaño, la vanidad o la ciencia nos proveen de fuerza para seguir adelante, entre los enfermos.
La turbulencia del avión durante el transcurso por las nubes me ha obligado a detenerme otra vez. Veo a lo lejos el paisaje montañoso de la capital del norte mexicano. En unos minutos aterrizaremos. La materia de este ensayo tomó forma hace cuatro años en la ciudad de Monterrey.
Aquí, en la carretera que comunica el aeropuerto con la ciudad, comenzó la historia. Diana Valdez Casanova viajaba en el carril opuesto al mío: iba acompañada por su novio rumbo al aeropuerto, con prisa pero lentamente, como suele suceder durante las horas de calor insoportable. El novio –le llamo Oswaldo, por motivos confidenciales de este caso clínico– conducía el automóvil, tenso por la expectativa realista de un retardo que complicaría los planes del viaje.
En esta zona puede haber ocurrido el accidente. Aquí han ocurrido inundaciones fatales, por el desbordamiento de corrientes de agua acumuladas desde lo alto de los cerros circundantes. En esta parte del camino sucedieron también, en años recientes, enfrentamientos con armas de fuego entre pandillas urbanas, debido a la lucha por el territorio para la venta de drogas prohibidas. El hastío por la formación de líneas interminables de automóviles y enormes vehículos de carga habría sido reemplazado, abruptamente, por la experiencia de terror al identificar la proximidad de las balas y la aparición de cadáveres en pleno arroyo vehicular. Pero la historia de Diana no incluye conexiones ocultas con el crimen organizado. Esta no es una gesta mitológica acerca de la sociología contemporánea del mal y sus posibles interpretaciones geopolíticas. Aparece más bien como la irrupción de las ciencias naturales en el confort de la vida cotidiana: una fuerza física destruye el órgano de las ideas (y las palabras) de forma imprevista y altera los planos de la convivencia diaria. ¿Habrá ocurrido en este tramo del camino? No estoy seguro de haber registrado esa información en mi cuaderno clínico. Debo proceder a la reconstrucción hipotética de los eventos.
Al reconocer la lentitud del tránsito, Oswaldo flexiona y extiende brazos y piernas, con impaciencia, en los confines reducidos del asiento de automovilista. Mira el reloj, busca entre los autos detenidos algún signo de esperanza que lo catapulte hacia el final del trance incómodo. Como suele ocurrir, el tránsito se diluye en segundos y el espacio queda libre para tomar la delantera, sin que alguna razón visible explique el cambio en la densidad de vehículos sobre la autopista; en todo caso, el novio de Diana acelera para ganar tiempo en su competencia contra la inercia torpe de la ciudad: esa fuerza anónima que, al parecer, lucha para retenerlo en la zona metropolitana. Oswaldo puede concentrar o no su atención en el velocímetro de su tablero de control, pero las manecillas realizan, indudablemente, variaciones desde los veinte kilómetros por hora hasta alcanzar, según testimonios ulteriores, una velocidad de cien o ciento veinte kilómetros por hora. Diana está tranquila, escuchando música, sin advertir el movimiento absurdo del inmenso tráiler en su flanco izquierdo. Sólo reacciona cuando siente el impacto.