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MARZO 2, 2009

12:35 p.m.

Hojeo el expediente para revisar la historia clínica, los estudios de laboratorio y de gabinete, las diferentes valoraciones de médicos especialistas. Leo la ficha de identificación:

I. EDAD: 25 años.
II. ESTADO CIVIL: Soltera.
III. RELIGIÓN: Católica.
IV. LUGAR DE NACIMIENTO: México, D.F.
V. OCUPACIÓN: Actualmente ninguna.
VI. ESCOLARIDAD: Administración de empresas.

La separación de sus padres ocurrió cuando era pequeña. Ha crecido con la señora María José, y recibe apoyo financiero de su padre; él ha realizado los trámites administrativos en el hospital. La situación económica de la familia es desahogada. Diana cursó la educación básica y la universidad en colegios privados. Los últimos tres años vivió en Londres.

Ahora repaso los detalles de su accidente: en junio del 2008 fue atendida en un hospital de Monterrey donde se registró, antes que nada, una extensa lesión de la piel en la pierna izquierda y una fractura de la clavícula. Pero ese no era el problema principal.

Una nota firmada aquel día por la Dra. Thalía Moreno, a partir de una imagen tomográfica del cráneo y el cerebro, nos ofrece una imagen sobrecogedora de los efectos que tuvo el impacto físico sobre las estructuras del cráneo: la doctora reportó fracturas en el ala mayor del hueso esfenoides, en el arco cigomático izquierdo, y en el techo del tímpano (en el oído izquierdo), con presencia de burbujas en la fosa temporal adyacente. Los senos paranasales, cavidades ubicadas dentro de los huesos, deberían contener aire pero fueron encontrados llenos de sangre. El aire, por otra parte, se encontraba fuera de su lugar: en la piel y los tejidos blandos de la cara.

Adentro del cráneo había un sangrado bajo el hueso, en el espacio subdural: los sangrados de esta zona crecen con rapidez, comprimen el cerebro y pueden ocasionar estados de coma y muerte. Diana se encontraba, efectivamente, en estado de coma. El cerebro estaba inflamado y una contusión hemorrágica se apreciaba en el lóbulo temporal izquierdo.

Se realizó una operación neuroquirúrgica urgente: se retiró el hueso parietal del cráneo y se drenó la sangre; la presión adentro del cráneo disminuyó y Diana siguió viva, pero con deterioro del estado de alerta. Su organismo contrajo entonces una infección provocada por bacterias con nombres siniestros: Acinetobacter, Klebsiella, Estafilococo.

Tras someterse a procedimientos con nombres contundentes (antibioticoterapia, neuroprotección, neumoprotección, protección antitrombótica), luego de recibir nutrición parenteral avanzada y de ser invadida mediante un tubo de traqueostomía por la boca y la garganta, una sonda Foley por la uretra, y una sonda de gastrostomía conectada directamente al estómago, entonces, en tales condiciones, fue dada de alta en julio de 2009. La lista de medicamentos era como la letanía de una ceremonia técnico-científica: enoxaparina, alcohol polivinílico, povidona ocular, glutamina probiótico, linezolid, pantoprazol, levofloxacino, itraconazol, haloperidol, metamizol sódico y morfina, inmunonutrición.

En casa, la familia se hizo cargo de alimentarla, primero a través de la sonda, luego a través de la boca; finalmente tomó ella misma los cubiertos. Los avances en el intento de hacerla caminar fueron igualmente asombrosos. Pronto la silla de ruedas no fue necesaria. Los pañales tampoco. Al fin podía desplazarse sola al baño, vestirse, arreglarse el pelo, asearse, comer sin ayuda. El problema entonces fueron los exabruptos de ira: arrojaba la comida con sus platos y vasos hacia cualquier persona, hacia el piso o la ventana. Al reprenderla, contestaba con gritos y sonidos de su jerga neologística.

12:45 p.m.

Oswaldo parece de buen humor.

–El lenguaje no ha mostrado mucho progreso –me dice–. Pero su comportamiento ha mejorado mucho. Ya no hay episodios de enojo. ¡Ya no golpea a nadie! –ahora el joven toma a Diana por los hombros: los agita con alegría en forma alternante, el derecho va para atrás y el izquierdo para adelante, y viceversa. Diana ríe con él–. Ahora está muy tranquila. Fíjese, doctor, que hace unos cuantos meses estaba muy agresiva, pero al mismo tiempo estaba todo el día inactiva. La mayor parte del día estaba acostada o sentada en una silla sin hacer nada. Una vez, su mamá se retiró de la mesa. Entonces nos quedamos ella y yo solos, y me puse a platicarle muchas cosas, aunque sabía que no entendía nada, pero me pareció que era un buen detalle incluirla en la plática, aunque no dijera nada, ¿no? El detalle es que no me respondió. Se quedaba allí sentada, sin hablar, sin mirarme siquiera, sin moverse, con una sonrisa en la boca que no venía al caso. Me moví de la mesa, la despeiné un poco, y no decía nada. Entonces me levanté de la silla y salí del comedor. La observé un buen tiempo y no pasaba nada, ¡nada! Salí de la casa y volví a entrar, y estaba en la misma posición en que la dejé. Moví su silla y la puse frente a mí: no hizo ningún gesto de emoción, de sorpresa, de nada. Entonces, nada más por bromear, extendí la mano como si fuera a saludarla y, ¿qué cree, doctor? Levantó el brazo automáticamente y estrechamos la mano, como si fuera un reflejo inconsciente. Nos dimos la mano y ya. Entonces aproveché que ya tenía su mano, la levanté y la puse a caminar hacia su recámara, como si fuera una muñeca que obedeciera en automático.

Técnicamente, podría corresponder a fenómenos de inercia patológica y apatía como secuelas del daño en la corteza dorsolateral del lóbulo frontal, pienso, pero no digo nada. Las explicaciones científicas serían presuntuosas y superfluas en este momento. Sólo pregunto:

–Ya no tiene problemas con el control de la orina, ¿cierto?

–Ya no los tiene. Pero lo que sí tiene es que anda de buen humor todo el tiempo, tan despreocupada que desde hace un par de meses se quita la ropa que su mamá escoge con tanto cuidado: se la quita totalmente, no se deja nada, ¡ni siquiera la ropa interior! Su mamá se enoja muchísimo, pero Diana nada más se pone alegre cuando la regañan, aunque, como le he dicho, también se puede poner furiosa sin razón, aunque la traten con dulzura –Oswaldo interrumpió de pronto su discurso, su rostro se contrajo en una mueca de alegría y sorpresa–. ¡Ah, por cierto, doctor, ya me acordé de otra cosa que me llamó mucho la atención! El otro día íbamos en mi coche, yo iba manejando, y Diana venía en el asiento de al lado, muy tranquila, de buen humor. Su madre me dio permiso de sacarla un rato a pasear. Fuimos al bosque de Tlalpan, y después al centro comercial Perisur, a comer algo. Cuando regresábamos a su casa, Diana iba muy relajada. Unas cuantas veces dijo algo en su idioma incomprensible del mimi mimi mimi, pero en general estaba más callada que otras veces. Entonces puse un disco compacto en el autoestéreo. Era un disco del grupo canadiense Arcade Fire, ¿los conoce, doctor? Lo que pasa es que cuando mi novia regresó de Inglaterra, venía encantada con estos músicos y con muchos otros grupos de rock británicos. Bueno, pues entonces, mientras íbamos de Perisur a la casa, Diana se puso feliz inmediatamente al escuchar a su grupo favorito. Me parece que estaba sonando una canción que se llama “Keep the car running”, “Mantén el coche corriendo”, y sin más ni más Diana se puso a cantar, ¡y muy bien! Y para mi completa sorpresa, empezó a cantar cada palabra de la canción, en su inglés perfecto, ¡se la sabía toda! Pero lo que más me sorprendió es que desde el accidente no había dicho ni una palabra bien, nada más que silencio y su lenguaje inventado, y ni siquiera había dado muestras de entender nuestras palabras, pero ahora, con la música, cantaba perfectamente y decía cada palabra con mucha claridad, pronunciaba perfectamente cada palabra. ¿Qué curioso, no, doctor? ¿Usted ha tenido muchos pacientes así?

–¿En serio? –le pregunté.

–Sí, doctor –respondió Oswaldo, susurrando como si su relato fuera secreto–. Cuando acabó la canción detuve la música y traté de hablar con ella, porque creí que se había curado mágicamente gracias a la música, pero otra vez no contestaba nada o me hablaba en su lenguaje de la m y de la i… y así ha seguido todos estos días, aunque ya hice el intento de ponerle otra vez su música favorita y lo que pude ver es que nada más canta en inglés sus canciones preferidas, pero no puede hablar en ese idioma a menos de que se trate de una canción, y tampoco puede cantar en español… Tararea las canciones, pero no se sabe las letras, ni siquiera trata de cantarlas. En resumen, no puede hablar en inglés ni en español, y no puede cantar en español, sólo en inglés. ¿Eso es normal, doctor?

Confieso que no había atendido a una paciente como ella, y tampoco escuché previamente un relato semejante; la historia tenía sentido, sin embargo, al tomar en cuenta que el sistema del lenguaje verbal es diferente al sistema de la música en el cerebro, los engramas físicos (es decir, las huellas neurales) que hacen posible la significación, la semántica y la sintaxis del lenguaje verbal se almacenan en el hemisferio izquierdo, mientras que la memoria de tonos melódicos se resguarda en el hemisferio derecho, al menos en las personas que no somos músicos profesionales. El ritmo y la armonía son un asunto menos fácil de reducir a una localización precisa. Por otra parte se sabe que la lengua materna no se inscribe en las mismas regiones de la corteza cerebral que la memoria de una segunda lengua. Todo el relato del novio de Diana tenía un perfecto sentido neuroanatómico, pero me tomó por sorpresa, porque nunca había atendido un caso donde se cumplieran estas predicciones. Y se cumplían cabalmente, según Oswaldo. Canción tras canción, era evidente que el caso de Diana podía describirse como un problema grave de afasia, pero también como un caso de afasia cantante, y posiblemente como una forma musical de la afasia del políglota. La última vez que atendí un problema semejante fue hace mucho tiempo, en 1998, cuando era médico residente. Incluso hice un relato sobre aquel caso, con la ayuda de mi maestra, la Dra. Teresa Corona. Aún tengo el manuscrito. Lo titulamos:

ELLA SÓLO RECUERDA LA LENGUA

QUE LOS DEMÁS OLVIDARONCUATRO

12:55 p.m.

Oswaldo me trata con un franco exceso de confianza, diría yo, como si fuéramos grandes amigos y estuviéramos hablando de literatura y futbol en algún café hedonista de Montevideo, de Buenos Aires. Ahora apoya el hombro derecho en el marco de la puerta y juega con las manos; declara una vez más que Diana siempre será su mujer y, muy pronto, la madre de sus niños, y que no le preocupa la discapacidad, no le preocupa la falta de hueso en la cabeza y el aspecto frágil, blando, asimétrico. Le preocupa hacerle daño mientras hacen el amor, pues ella ha comenzado a buscarlo y él no desea rechazarla, pero no quiere lastimarla físicamente por falta de cuidado o por exaltación pasional. Sólo en este momento de la conversación detecto un rastro fugaz de inseguridad, pero bromea en seguida sobre el asunto, y otra vez estoy encerrado en mí mismo, con nuevos cuestionamientos: ¿se trata de un romance auténtico? ¿Estoy ante un caso de lealtad masculina a prueba de calamidades, ante un sujeto con capacidades de humor y amor como no las he visto en muchos años? He visto hombres capaces de sacrificarse por décadas para cuidar con paciencia a sus enfermos, pero se mantenían deprimidos y, en el mejor de los casos, aspiraban al heroísmo de la víctima. ¿Pero un hombre joven, que acepta con lealtad alegre y romanticismo infatigable la enfermedad que retira todo el glamour a su novia, y se queda con ella para rehabilitarla y casarse con ella? Eso sería tan insólito como la evidencia del canto afásico.

Un diccionario sin palabras

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