Читать книгу Un diccionario sin palabras - Jesús Ramírez-Bermúdez - Страница 19

DICIEMBRE, 2013

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En casa los niños duermen. Julián me ha pedido que lo despierte a las cuatro de la mañana para despedirse, y tal vez para deslizarse al escritorio de los juegos mitológicos. En los últimos años dedica horas enteras a elaborar historias, frente a la computadora, en el mundo de los videojuegos. A veces convierte esas ficciones en cuadernos llenos de letras, dispuestos para la imaginación, o en prototipos de novela gráfica. Me pregunto si su universo de mitologías personales tomará al final la forma de las palabras o las imágenes. ¿Usará un lenguaje capaz de combinar ambos sistemas de comunicación?

Pienso en Italo Calvino, cuando narra su duelo por las historias hechas de dibujos: frente a las historietas publicadas en el periódico, Calvino (un niño que no sabía leer) construía ficciones con una rapidez vertiginosa. No necesitaba palabras. Le bastaban los dibujos. Elaboraba variantes de la historieta, interpretaba las escenas de muchas maneras, imaginaba relatos derivados de la trama principal, donde los personajes secundarios se convertían en personajes relevantes. Aprender a leer tuvo un efecto traumático, según lo narra en sus Seis propuestas para el próximo milenio: el orden secuencial obligatorio del lenguaje escrito forzaba una interpretación unívoca de las imágenes. Antes podía leer en cualquier dirección. Ahora debía hacerlo de izquierda a derecha y de arriba hacia abajo. Descubrió, por así decirlo, el orden tiránico de la causalidad: esa lamentable dimensión donde ponemos nuestras vidas en escena, del pasado al futuro, sin enmendaduras, sin retroceso, sin una goma o corrector para borrar nuestras acciones desafortunadas. Calvino aprendió el orden secuencial de la escritura, como quien aprende el orden lineal de una realidad física marcada por la causalidad. Su proyecto narrativo intenta recuperar las posibilidades interminables de aquella ficción infantil, multidireccional, hecha de imágenes.

Vivo a mi manera el duelo por las imágenes. De niño, escribía y dibujaba historias en el lenguaje de los cómics. A los doce años tuve que elegir, como lo hizo mi padre en su momento, entre palabras o imágenes. No tenía tiempo de profundizar en ambos lenguajes y de seguir adelante con mi carrera escolar. Escogí las palabras. El resultado, ahora, es un ensayo sobre la pérdida del lenguaje.

Tomo el avión antes del amanecer. Me transporta a la urbe donde ha comenzado este ensayo: los desiertos del norte, la cadena montañosa donde emerge Monterrey. Miro hacia abajo por la ventana. No puedo ver el mosaico de colores secos donde termina la selva central del país, pues una superficie curva formada por nubes crepusculares invade mi conciencia: me reconforto en el asiento y atiendo al espectáculo de luz: mi reflexión sería menos melancólica si la práctica médica fuera como este día: una transición desde el desierto hacia un panorama blanco penetrado por el sol.

Tras la recuperación de Diana me impregné de un optimismo ingenuo. A pesar de la gravedad de la lesión cerebral, mi paciente recuperó el lenguaje y su capacidad de trabajo; un improbable espectáculo de solidaridad humana la mantuvo junto a su pareja. La bienaventuranza de Diana me ayudó a enfrentar los casos difíciles del hospital, con un ligero exceso de confianza y una convicción extravagante a los ojos de mis colegas. ¿Se trataba de un sentimiento de fe clínica? Al contemplar mis recuerdos, admito que no era prisionero de una fe religiosa o dependiente de un poder sobrenatural: simplemente defendía una convicción: las adversidades pueden superarse, y puede ser útil la capacidad para captar detalles imprevistos de la circunstancia. Algunos meses después tuve la oportunidad de poner a prueba el significado de mi optimismo, en ese margen estrecho que separa al valor de la imprudencia.

Un diccionario sin palabras

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