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Capítulo 5
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Lucas fue en coche hasta casa de Molly, intentando concentrarse en el partido de fútbol americano que estaban retransmitiendo por la radio. Jugaba California, y él había ido a Berkley, en el estado de California, porque allí era donde le habían dado la beca. Además, su padre también había estudiado en aquella universidad, y allí había conocido a su madre, que trabajaba en una de las cafeterías del campus. A Lucas nunca le había apasionado estudiar, pero sí le apasionaba el fútbol. Había jugado durante un año, aunque casi todo el tiempo se lo había pasado en el banquillo, antes de sufrir una lesión que le había destrozado el ligamento anterior cruzado y tener que someterse a una operación. Sin embargo, todavía adoraba aquel deporte.
Sin embargo, no era capaz de mantener la atención en el partido. Solo podía pensar en cómo iba a manejar a Molly. Era una idiotez ocultarle algo, pero, si le decía la verdad, ella haría lo que quisiera a escondidas. Y él no podía arriesgarse a que sucediera aquello. No podía permitir que ella corriera peligro.
Molly vivía en Outer Sunset, el barrio más populoso de todo San Francisco. Las calles eran estrechas y los edificios eran antiguos y un poco destartalados, pero estaban bien cuidados.
Su edificio no era una excepción. Había ocho apartamentos, cuatro en el piso bajo y otros cuatro en el segundo, que, debido a la densa niebla, casi no se veía. Molly vivía en el bajo, en uno de los apartamentos que daban a la calle. La luz de su casa estaba encendida, pero nadie abrió la puerta. Se dio cuenta de que su vecina, no una del grupo de los elfos, lo estaba observando desde detrás de la cortina con mala cara, así que le sonrió con la esperanza de parecer inofensivo y llamó de nuevo a casa de Molly.
La puerta siguió sin abrirse, pero la voz de Molly sonó por un portero automático oculto.
–¿Qué quieres?
–Hablar contigo –dijo él. Miró a su alrededor y vio una pequeña cámara encima de la lámpara de su porche. Molly siempre le sorprendía–. Qué lista –dijo–. Vamos, abre.
–No.
Él miró a la cámara.
–Tenemos que hablar.
–Pues habla.
–No puedo hablar aquí, en tu porche, con tu vecina mirándome con el teléfono en la mano.
–Es la señora Golecky. Seguramente, está llamando a la policía, porque pareces un tipo muy malo con la ropa negra de equipo de seguridad de elite.
Él apoyó la frente contra la puerta de madera.
–Yo me daría prisa y empezaría a hablar antes de que lleguen los polis.
–¿De verdad me vas a obligar a decirlo aquí fuera?
Silencio.
–De acuerdo –dijo él–. Como quieras. Pero la señora Golecky acaba de abrir la ventana para oír todo lo que digamos.
Más silencio. Desde luego, Molly era muy terca.
Él exhaló un suspiro.
–Necesito saber lo que ocurrió la otra noche.
La puerta se abrió y apareció Molly, con las cejas enarcadas.
–¿Seguro que quieres oírlo? Es decir… no fue algo precisamente memorable.
–No me lo creo –dijo él. Demonios–. ¿De verdad?
–Bueno, es un poco difícil de recordar, porque no fue más que un minuto.
A su espalda, desde el otro lado del seto que separaba las puertas principales de los dos apartamentos, se oyó un resoplido de la señora Golecky.
Lucas ya había tenido suficiente, así que apartó a Molly y entró.
Ella le estaba sonriendo mientras él cerraba la puerta y se giraba para mirarla.
–Estás muy satisfecha de ti misma, ¿eh?
Molly se encogió de hombros.
–Lo único que pasa es que me sorprende que preguntes con tanta insistencia por tu nivel de… rendimiento.
–¿Vas a seguir insultándome o me vas a decir la verdad?
Ella se echó a reír y, demonios, su risa era un sonido muy bonito.
–¿No puedo hacer las dos cosas? –preguntó.
Él cabeceó y miró a su alrededor. La casa de Molly era muy pequeña, pero estaba muy ordenada y era muy agradable. Había muebles que parecían muy cómodos y muchos toques personales, como fotografías, libros y plantas espléndidas.
Él nunca había conseguido mantener viva a una planta. Cuando salía con Carrie, habían compartido un apartamento durante las temporadas que él no estaba participando en alguna misión secreta. A ella también le encantaban las plantas, y le había prohibido que las tocara, porque decía que las mataba con su mala actitud.
Nunca había vuelto a convivir con una mujer.
Ni había tenido una planta.
–Respecto a lo de la otra noche… –dijo él.
–¿Qué pasa con eso? –preguntó ella, con los ojos brillantes de diversión. Claramente, estaba pasándoselo muy bien.
–Yo…
Lucas se quedó callado al mirar hacia la mesa de la cocina. Allí estaban los tres elfos, tomando un té.
–Dime que esto es solo una merienda –le murmuró a Molly–, y que no vas a intentar resolver su caso de Santa Claus.
–Claro que voy a intentar resolver su caso de Santa Claus. Les dije que iba a ayudarlas.
En aquel momento, él se dio cuenta de que eran mucho más parecidos de lo que habría podido imaginarse.
Molly le señaló a la primera mujer.
–Ya conoces a la señora Berkowitz, mi vecina. Y a la señora White, su compañera de tricot. Y ella es Janet, una de sus compañeras de trabajo.
–Tenga –le dijo la señora Berkowitz, tendiéndole una taza de té humeante–. Es ginkgo. Le ayudará con su problema de falta de memoria.
–Y puede tomar kava y ashwagandha para su… eh… problema de no ser memorable –dijo Janet.
Entonces, todas se echaron a reír, mientras Lucas se contenía para no dar golpes con la cabeza en la pared.
–¿Ha habido algún cambio o novedad?
–No es asunto suyo –dijo Janet.
Magnífico. Sin olvidar la orden que le había dado Archer, que debía cuidar de Molly y no permitir que le ocurriera absolutamente nada, se la llevó aparte para hablar con ella sin que los oyeran.
–Si vas en serio con este tema…
–Claro que sí –replicó ella. Había dejado de sonreír y estaba muy seria–. Y hay algo más.
–¿Qué?
–Que tú vas a ayudarme.
Eso era exactamente lo que había ido a hacer allí, pero tenía curiosidad por saber qué era lo que le iba a pedir ella. En realidad, se lo había ordenado; era muy parecida a su hermano Joe.
–¿Y por qué crees eso?
–Porque, si no me ayudas, les cuento a Joe y a Archer lo de la otra noche.
Lucas respiró profundamente.
–Así que me odias y quieres que muera.
Ella se echó a reír.
–No –dijo. Después, se le borró la sonrisa–. Pero no soy tonta, Lucas. Ni temeraria. Puedo hacer el trabajo de campo en este caso, pero también quiero ir al pueblo y husmear por allí. Necesito conocer el lugar y encontrar a alguien con quien hablar, alguien que conozca el apellido de Nick, para empezar. Y necesito apoyo. Un socio. Alguien listo y con recursos, y que no tenga miedo de transgredir unas cuantas normas.
–Te escucho –dijo él.
Ella sonrió.
–¿Por casualidad conoces a alguien que tenga esos atributos, aparte de ti mismo?
Mierda. Lucas la miró a los ojos. Eran de color castaño claro y tenían una mirada llena de inteligencia. Supo que estaba perdido.
Entonces, ella se dio la vuelta y volvió a la cocina desde el salón, para sentarse a la mesa con las señoras. Claramente, trataba de no forzar la pierna derecha. Algunas veces, él había intentado preguntarle por aquel tema, pero ella siempre le había dejado claro que no era asunto suyo.
No había nadie más orgullosa ni más terca que Molly.
Bueno, tal vez, él mismo.
Sin embargo, cada vez sentía más deseos de saber lo que le había ocurrido. Se estaba convirtiendo en una necesidad. Tenía la impresión de que había sido algo malo, pero, como él tampoco tenía un pasado lleno de recuerdos felices, no iba a presionarla, porque sabía que haría que se sintiera mal.
Tenía maneras de conocer su pasado. En Investigaciones Hunt tenían los mejores programas informáticos de búsqueda. Algunos eran tan eficaces que podría averiguar el día en que habían concebido a Molly, y cuántas caries tenía su padre en esa época. Él había utilizado aquellos programas sin escrúpulos para conseguir información sobre la escoria de la sociedad.
Sin embargo, nunca había sido capaz de investigar a Molly. No podría justificar de ningún modo aquella invasión de su privacidad.
Pero, aun así, seguía sintiendo una enorme curiosidad.
Como sabía cuándo debía ceder, se sentó con las señoras a la mesa. La señora Berkowitz le puso delante una taza de té. Era de color verde y tenía algunos posos. Estupendo. Dio un sorbo y se quemó la lengua. Además, la infusión tenía un sabor repugnante.
–Bueno, señoras. Cuéntenme.
Todas empezaron a hablar a la vez.
Él alzó una mano.
–Por favor, una a una. Usted –dijo y señaló a la señora Berkowitz.
–Trabajamos todo el año –dijo ella, y sacó su teléfono–. Lo tengo todo apuntado… Un momento, ¿dónde están mis gafas?
–Las tienes en la cabeza –respondió la señora White.
–Ah, es verdad –dijo la señora Berkowitz, y se las puso–. Mucho mejor. Bien, como bien sabéis, no nos han pagado lo que debían, y creemos que Santa es culpable de estafa y de blanqueo de dinero.
–¿Tienen alguna prueba? –preguntó Lucas.
–¿Por qué ustedes y la policía siempre necesitan tantas pruebas? –preguntó la señora Berkowitz–. ¿No es eso trabajo suyo?
–Entonces, ya han acudido a la policía –dijo Lucas.
–Sí, pero no quisieron ayudarnos si no les dábamos pruebas. Pero la verdad es que sé que tenemos razón. Además, el hermano de Santa siempre está por allí, comportándose como si fuera el jefe.
–¿Y qué tiene de malo eso? A lo mejor es un negocio familiar.
–Es un negocio familiar –confirmó la señora Berkowitz–. Hace cuarenta años, el hermano de Santa era un mafioso.
–Está bien. ¿Saben cuál es el verdadero nombre de este hombre? –preguntó él.
–¿El hermano? Tommy Pulgares –dijo la señora Berkowitz–. Dicen que, antiguamente, si lo enfadabas, te cortaba el pulgar y se lo daba de premio a su serpiente. Entonces era un mafioso de bajo nivel, pero tenía ambiciones. Por eso hacía lo de los pulgares. Quería destacar.
Lucas cabeceó.
–Tommy Pulgares era un mafioso de poca monta en los ochenta, pero murió en una explosión en un almacén a principios de los noventa. Lo que pasa es que hay muchos usureros que han mantenido viva su leyenda para mantener a la gente a raya con la amenaza de que pueden perder los pulgares.
–No –dijo la señora Berkowitz–. No está muerto.
–Nadie ha visto a Tommy Pulgares desde hace años, y hay mucha gente que lo ha estado buscando. ¿Por qué cree que es él? ¿Lo ha reconocido? ¿Cómo es posible?
–Bueno, me acosté con él unas cuantas veces a últimos de los noventa –dijo la señora Berkowitz con una sonrisilla–. Y puede que una o dos veces en el siglo xxi, también. ¿Qué? –preguntó la señora Berkowitz, al ver que Janet la miraba con horror–. Antiguamente era un poco más lenta a la hora de reconocer a un patán.
Lucas hizo todo lo posible por apartarse de la cabeza las imágenes de la señora Berkowitz con Tommy el Pulgares, pero no lo consiguió por completo. Se presionó los ojos con las palmas de las manos y respiró profundamente.
–¿Usted todavía…?
Dios Santo. Ni siquiera podía decirlo.
–¿Que si todavía lo hago? –preguntó la señora Berkowitz, con una sonrisa, y se encogió de hombros–. No tanto, últimamente. En primer lugar, los hombres de mi edad ya no tienen tan buen aspecto cuando están desnudos, no sé si me entiendes.
Lucas hubiera preferido no entenderlo.
–Pero, no, ya no me acuesto con Tommy –dijo ella–. Se ha hecho viejo y gruñón, y es más malo que la quina. No lo soporto. Soy feminista.
Lucas se frotó las sienes.
–¿Te duele la cabeza? –le preguntó Molly.
Peor todavía. Porque, si Tommy Pulgares seguía con vida, y con las manos metidas en el dinero del bingo del Pueblo de la Navidad, aquello se complicaba mucho. Los elfos tenían un caso bien fundamentado, y eso significaba que no iba a conseguir que Molly cambiara de opinión. Sabía que Archer y Joe le iban a rebanar el pescuezo por no avisarles de todo aquello inmediatamente, y era lo que debería hacer si valoraba su puesto de trabajo. Pero también sabía que podía resolver aquel caso y proteger a Molly sin apoyos, por lo menos, en aquel momento. Si pedía refuerzos, Archer y Joe aparecerían inmediatamente y la apartarían del caso.
Y ella nunca se lo perdonaría.
Así pues, iba a tener que dejar que el caso del Santa Claus malvado fuera el secreto de Molly, lo cual significaba que él estaba metido hasta el cuello, y no porque se lo hubiera pedido Archer. Iba a ayudarla de todas las formas posibles y a protegerla a cualquier precio.
Y, con suerte, no lo echarían del trabajo.
Ni perdería los pulgares.
Ni tampoco, pensó, mirando a Molly a los ojos, el corazón.