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Capítulo 9

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#JingleAllTheWay

Molly vio que Lucas colgaba el teléfono y volvía al coche. Él entró y se sentó al volante.

–¿Qué plan tienes? –le preguntó.

Era obvio que no tenía ni la más mínima intención de hablar de su conversación telefónica. Sin embargo, esa conversación lo había alterado, aunque él continuara con su fachada de calma e inflexibilidad.

–Mi plan –dijo ella– es ir a husmear al Pueblo de la Navidad, pero, antes, quiero ir a ver dónde vive el Santa Claus malvado. Por supuesto, a escondidas. Quiero conocerlo. Aquí hay algo que me resulta raro –dijo.

Entonces, le dio la dirección y él arrancó el coche.

Durante el camino, ella fue mirando por la ventanilla, y no a él, porque aquella era la única forma de poder pasar por aquello. No sabía cómo volver a la situación anterior al beso. No sabía cómo dejar de desearlo.

A los pocos minutos, él habló, y ella se sobresaltó al oírlo.

–Tengo una pregunta –dijo Lucas.

Ella vaciló. Se sintió muy recelosa.

–De acuerdo.

–Parece que te duelen más las piernas en los días fríos.

–Sí –dijo Molly, sorprendida. Había gente a la que conocía desde hacía años y no se habían dado cuenta.

–¿Qué ocurrió? ¿No se puede hacer nada para que no tengas que sufrir esos dolores?

–Eso es más de una pregunta –dijo ella y volvió a mirar por la ventanilla.

–Me gustaría saberlo –respondió él–, porque me gustaría saber más cosas de ti.

–Intenté que supieras más cosas de mí y lo rechazaste.

–Eso no es justo –dijo Lucas, suavemente.

–Mira, si quieres que hagamos el juego de las preguntas, estoy dispuesta. Pero yo primero.

–De acuerdo.

–Has dicho que has decepcionado a algunos seres queridos. ¿Por qué?

Él la miró un segundo, y volvió a concentrarse en la carretera.

–Empecé a trabajar de médico, pero lo odiaba, así que me fui a la Agencia Antidroga. Hice mucho trabajo de incógnito y estaba fuera todo el tiempo, y, cuando no estaba viajando, no hice nada por estar ahí cuando la gente me necesitaba.

–Entonces, ¿por eso los decepcionaste? ¿Porque eras adicto al trabajo?

Él dio un resoplido.

–Ser adicto al trabajo no es lo peor de lo peor –dijo ella.

–Si quieres a alguien, sí –respondió Lucas–. Ahora me toca a mí. Cuéntame lo que te pasó.

En realidad, ella había sufrido la lesión en la espalda, no en la pierna. Se había caído por una ventana y se había fracturado la espalda en tres sitios al intentar escapar de sus secuestradores. Habían tenido que operarla varias veces, pero nunca había recuperado totalmente la sensibilidad de la pierna derecha. Aunque el dolor intenso y constante de los nervios había ido desapareciendo con el tiempo, la pierna se le había quedado entumecida desde la rodilla a la cadera.

Lo odiaba, pero era mejor que el dolor constante. Solo lo sentía cuando, por vanidad, se empeñaba en ponerse tacones, o cuando permanecía sentada demasiado tiempo, o cuando olvidaba hacer sus estiramientos diarios. O cuando se movía mal.

En otras palabras, al vivir.

Así pues, ya no hablaba mucho de ello. Nadie podía hacer nada, y detestaba que se compadecieran de ella.

Su primer novio se había asustado al ver que ella se torcía la pierna al subir las escaleras y no podía andar durante una semana. Después, la primera vez que se habían acostado, había vuelto a quedarse horrorizado al ver las cicatrices de sus operaciones. Y ni siquiera sabía que tendrían que operarla más veces, y que no había garantía de que eso detuviera el proceso degenerativo que, seguramente, iba a empeorar.

Su segundo novio la había dejado aún más rápido.

Después de eso, ella se había vuelto más reticente a contar cosas de sí misma.

–Es por un daño residual en los nervios, de una lesión que tuve a los catorce años.

–¿Qué ocurrió? –le preguntó Lucas.

–Fui una idiota –dijo ella, y señaló hacia fuera por el parabrisas–. Si giras aquí en vez de esperar al próximo semáforo, es más rápido.

Lucas se quedó frustrado ante el cambio de tema, pero no comentó nada más.

Hizo el giro y aparcó enfrente de un viejo edificio de apartamentos.

–¿Qué piso es?

–El número 105, en el piso bajo.

Molly salió del coche. No le sorprendió que Lucas bajara inmediatamente y se moviera tan rápido como para llegar a darle la mano. No dijo nada al verla estirar la pierna y darle un minuto para que pudiera soportar su peso. En cuanto ella asintió, él dio un paso atrás.

Empezaron a subir las escaleras del camino que llevaba a la entrada del edificio, y ella se dio cuenta de que Lucas aminoraba el paso para seguir su ritmo lento. Eso fue un golpe en su orgullo, pero la realidad era la realidad. Aquel día le dolía la pierna y tenía que aceptarlo.

Se había hecho de noche y, aunque las farolas estaban encendidas, el edificio estaba oscuro. Miró a su alrededor, y se sintió agradecida de que Lucas estuviera con ella.

–Parece un poco… cutre.

–Toda la calle es cutre –respondió él, y le dio la mano.

Se puso a caminar delante de ella de un modo protector. A Molly le pareció bien. Ya no pensaba ser nunca más la chica tonta de una película de terror.

–Vamos a dar la vuelta para ver la parte trasera –murmuró él.

Rodearon el edificio. Detrás había un callejón, unas cuantas ventanas oscuras y una de ellas, encendida.

De repente, la ventana se abrió, y una mujer se asomó. Tenía unos cien años y una voz de fumadora de seis décadas.

–¿Qué estáis tramando?

–Hemos venido a ver a un amigo, pero no está en casa –dijo Lucas con calma–. Es del número 105.

–¿St. Nick? –preguntó la mujer.

–Sí –dijo Molly–. ¿Lo conoce?

–Juego al bingo en el pueblo, aunque todavía no he ganado. Ahora no es buen momento para ver a ese cabrón. Seguramente está durmiendo. Es un pájaro nocturno, ¿sabéis? Y la noche de ayer fue muy larga con su nueva novia.

–¿Una noche larga? –preguntó Lucas.

–Sí, y una de dos: o es fantástico en la cama, o le gusta que ella esté de acuerdo con él. Mucho.

Lucas hizo un mohín, le dio las gracias a la mujer y volvió con Molly hacia el coche, en silencio.

–No sé lo que dice de mí que un Santa Claus de sesenta años tenga más acción que yo –dijo ella.

–¿Te refieres al dinero o al sexo?

–Probablemente a las dos cosas.

Lucas no hizo ningún comentario, pero ella se dio cuenta de que le había hecho gracia. Sonó su teléfono, y él exhaló un suspiro.

–Lo siento –dijo–. Tengo que responder. Prepárate.

Antes de que ella pudiera preguntar para qué, él respondió a la llamada.

–Eh, mamá. Estás en manos libres.

–No me digas «Eh, mamá». Y tú también estás en manos libres.

–Hola, Lucas –dijo una chica.

–Hermanita –dijo Lucas.

–¿Dónde estás? –le preguntó su madre–. ¡Y no me digas que estás trabajando!

–Bueno, pues no te lo digo.

–Eres un horror –dijo su hermana–. Diría algo peor, pero tu sobrino se me ha quedado dormido encima, y todavía tiene los oídos muy tiernos.

–Laura –dijo la madre de Lucas, a modo de regañina, y Molly captó un precioso acento portugués–. Y sé que no se te ha olvidado que es la noche de la partida –le dijo a Lucas–. Dime la verdad. ¿Has aceptado otro caso solo para poder librarte?

Lucas asintió mirando a Molly, pero respondió:

–Por supuesto que no.

–Muy bien. Entiendo que odies las noches de partida, pero Laura dice que tenías un juego de Cartas contra la humanidad en el maletero cuando te pidió el coche prestado hace unas semanas. ¿Nos lo puedes traer?

–Tenéis otros juegos. Hay un armario lleno.

–Queremos ese.

–O es un truco para verme.

–¿Estás llamando «mentirosa» a tu madre? –le preguntó ella con dulzura.

Lucas soltó un resoplido.

–De acuerdo, os lo llevo. Pero no me puedo quedar.

–Hijo, tienes que cenar.

–Esta noche no, lo siento.

–He hecho cozido a portuguesa.

Lucas gruñó.

–Vaya. El órdago.

–No, el órdago es el bolo de bolacha que he hecho de postre. Y, si no vienes, se lo voy a dar a Laura y al niño para que se lo lleven a casa.

–Eres muy mala.

–Que no se te olvide. De todos modos, me quieres.

–Sí –dijo Lucas. Miró a Molly, que estaba haciendo todo lo posible por aparentar que no escuchaba–. Estoy allí en cinco minutos, pero no puedo quedarme, de verdad. Estoy trabajando.

Colgó la llamada y suspiró.

–No dejes de quedarte por mi culpa –dijo Molly–. No sé lo que era esa comida, pero sonaba deliciosa.

–Estofado portugués y tarta de galletas.

A ella se le hizo la boca agua.

–Bueno, pues no quiero ser yo el motivo por el que te pierdas todo eso.

Ella sabía cocinar, si era necesario, pero no le gustaba. Intentaba no hacerlo si no era imprescindible, como, por ejemplo, a fin de mes, cuando estaba más corta de dinero, o si había un apocalipsis zombi. Joe cocinaba, pero solo porque había descubierto que a las mujeres les parecía sexy un hombre en la cocina. Molly había heredado la aversión a la cocina de su padre, cuya idea de guisar era abrir una lata de Chef Boyardee.

–Parece que tienes una familia normal y muy agradable.

Él sonrió ligeramente sin apartar la atención de la carretera.

–¿Ha sido eso una pregunta personal?

¿Sí?

–No. Bueno, puede ser.

–Para empezar, yo no diría que mi familia es exactamente normal. Nos queremos mucho, pero también discutimos con pasión. En cualquier momento, mi madre te tira un zapato o te da un abrazo. Es un riesgo acercarse a ella sin saber si cuentas con su estima.

Molly sonrió.

–Me parece muy bien.

Él la miró.

–Joe y tú estáis muy unidos.

Ella se encogió de hombros.

–Yo te he visto darle una colleja tan fuerte que casi se traga la lengua –dijo Lucas–. Y también he visto la cara que se te pone cuando sufre algún percance o resulta herido. Como el año pasado, cuando le dieron con un bate en la cabeza. Te desmoronaste. Lógicamente, claro.

Aquel había sido uno de los peores momentos de su vida. Joe se había recuperado por completo, pero ella había tenido un miedo atroz a que su hermano muriera, a quedarse sola en el mundo con su padre.

–Sí, estamos unidos –dijo ella–. Pero de un modo diferente. Hemos tenido que estar unidos para sobrevivir.

–Eso lo entiendo. Lo entiendo mejor de lo que tú piensas.

Entonces, fue ella quien lo miró, pero Lucas estaba concentrado en la conducción. Dio unos cuantos giros y terminó en una calle bien iluminada, de casas victorianas, bien cuidada y decorada con guirnaldas y luces de Navidad.

Lucas se detuvo delante de una casa iluminada de arriba abajo. En la entrada había aparcados seis coches, y dos más en el césped, donde habían recortado la silueta de un reno. La calle también estaba llena de coches.

–Dios Santo –dijo Molly.

Lucas metió el coche entre el reno y los demás vehículos.

–Las noches de partida familiar son muy concurridas.

–¿Cuántos sois en tu familia? ¿Todo San Francisco?

–No, pero sí somos muchos –dijo él, y la miró–. Tardo dos segundos, como mucho.

El mensaje estaba claro: «Quédate aquí». Pero ella salió con él.

Él hizo un mohín.

–Mira, ya has oído a mi madre y a mi hermana por teléfono. Toda mi familia es así. Están locos de atar. Para mí ya no hay remedio, pero tú sálvate, espera aquí.

–Ni hablar –dijo ella mientras él sacaba el juego del maletero.

Se abrió la puerta principal y salió un montón de gente. Al frente del grupo había una mujer de unos cincuenta y tantos años, con el pelo y los ojos negros, muy parecida a Lucas. La acompañaban dos mujeres más jóvenes, con el mismo pelo y los mismos ojos.

–Mi madre, mi hermana Laura y mi prima Sami –le dijo Lucas–. Prepárate.

–¿Para qué…?

Antes de que pudiera terminar lo que iba a decir, la madre de Lucas se había acercado y lo había abrazado. Las otras dos mujeres abrazaron a Molly una a una, sonriendo y diciendo lo mucho que se alegraban de conocerla.

Entonces, las mujeres Knight cambiaron de puesto, y fue la madre de Lucas quien la abrazó mientras su prima y su hermana lo abrazaban a él.

–Mamá, deja de invadir el espacio personal de mi compañera de trabajo.

–Oh –dijo su madre y, con cara de decepción, se apartó de Molly–. Esperaba que fuera tu novia.

Lucas soltó un resoplido, tomó de la mano a Molly y la rescató de su madre.

–Trabajamos juntos.

–¿Y hay alguna política en Investigaciones Hunt que prohíba salir con los compañeros de trabajo?

–No respondas a eso –le dijo Lucas a Molly, cuando ella abrió la boca–. Hazme caso.

–¡No la hay! –exclamó su madre con alegría.

Laura y Sami se echaron a reír.

–Es porque las dos estamos casadas, ¿sabes? –le dijo Laura a Molly–. Y yo le he dado un nieto, incluso. Ahora mi madre está concentrada en que Lucas le dé más nietos.

–¿Te gustan los niños? –le preguntó la madre de Lucas a Molly–. ¿Estás soltera?

–Ya hemos hablado de esto, mamá –dijo Lucas–. Ibas a dejar de acosar a las desconocidas y de intentar casarlas conmigo.

–Bueno, Molly no es una desconocida, ¿no? Es tu compañera de trabajo –dijo su madre, y sonrió a Molly–. Estoy encantada de conocerte. Además, sé que eres la hermana de Joe, ¿verdad?

–Sí –dijo Molly–. ¿Lo conoce?

–Trátame de tú, querida. Lo conocí un momento, hace unos meses, porque obligué a Lucas a pasar por aquí y estaba con Joe. Cenaron aquí, y agradeció mi comida –dijo, y miró con desdén a Lucas–. Al contrario que otra gente.

–Mamá, a mí me encanta tu comida y te lo agradezco mucho, tanto, que tengo que correr ocho kilómetros todas las mañanas.

La señora Knight rodeó con un brazo a Molly y la dirigió hacia la puerta principal.

–Estás helada. Ven conmigo, tengo…

–Mamá –dijo Lucas–. Apártate de ella. Estamos trabajando.

–Pero tenéis que cenar.

–No tenemos hambre –respondió él. Le dio el juego a su madre y, después, la abrazó afectuosamente y le dio un beso en la sien–. Te quiero, alocada.

Ella lo estrechó con fuerza.

–Algún día me moriré y vas a lamentar haber sido tan malo conmigo.

Lucas se echó a reír y volvió a darle un beso. Abrazó a Laura y a Sami y tomó a Molly de la mano.

–Buenas noches –dijo con firmeza.

Volvieron al coche. Molly iba pensativa. Su familia no se parecía en nada a la de Lucas, tan cariñosa y cálida. A Joe y a ella los había criado un padre viudo con síndrome de estrés postraumático. No podía conservar un trabajo durante mucho tiempo, y estaban siempre faltos de comida y de un hogar estable. No tenían mucha seguridad, así que ella había aprendido a depender solo de sí misma desde muy joven. Con aquella vida llena de golpes, se había formado un grueso muro alrededor de su corazón, y no había muchas cosas que pudieran atravesarlo.

Pero Lucas, que también había sufrido, no tenía esa muralla de defensa y, al pensarlo, ella se sintió incómoda.

Él puso en marcha el motor y la miró.

–Has superado muy bien la prueba. Gracias por ser tan agradable.

–Tu familia –dijo ella, que aún estaba un poco abrumada–. Son…

–Están locas, ya lo sé.

–No, no, son…

–¿Entrometidas, manipuladoras, autoritarias?

–Ya basta –dijo ella, riéndose. Sin embargo, pronto se le borró la sonrisa de los labios–. Tienes mucha suerte, Lucas.

–Sí, ya lo sé –dijo él, igualmente serio–. Me parece que tú no, ¿verdad?

–Sí, yo también tengo suerte –respondió Molly, pensando en lo mucho que significaban para ella Joe y su padre–. Solo que de un modo diferente.

E-Pack HQN Jill Shalvis 2

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