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Capítulo 4
Оглавление#BahPatrañas
Lucas y Joe no pudieron enseñarle la grabación de los empleados conduciendo coches de carreras a todo el mundo hasta el día siguiente, después del mediodía. El equipo se había reunido en la sala de juntas para poner en común información sobre una operación que acababan de terminar. Archer, Joe, Lucas, Max, Reyes y Porter, además de Carl, el dóberman de cuarenta y cinco kilos de Max. Todos iban vestidos todavía con la ropa de su última misión, y eso significaba que todavía estaban llenos de adrenalina después de haber terminado una peligrosa operación con éxito.
Lucas no había tomado parte de la acción, pero había estado otra vez ocupándose de la vigilancia, en la furgoneta, lo cual era un asco. Sin embargo, Archer se había negado a permitirle que hiciera algo más hasta que su médico le hubiera dado el alta, algo que no iba a suceder hasta después de una semana más.
Lucas pensó en pedirle a Molly que llamara a su médico y le dijera que él había estado a la altura de la acción unas noches antes, pero, con su suerte, seguro que ella le diría que esa acción no había merecido tanto la pena.
En aquel momento, estaban dando un informe oral de la misión.
–Buen trabajo –les dijo Archer, después de haber oído todo lo que habían hecho–. No podríamos haber resuelto este caso tan rápidamente sin tu ayuda.
Lucas abrió la boca para darle las gracias, pero se dio cuenta de que Archer estaba hablando con Molly.
Ella sonrió al oír aquel cumplido, poco frecuente en su jefe, y Lucas cabeceó ligeramente, pensando que Archer y Joe se equivocaban al intentar cortarle las alas.
Cuando terminó la reunión, todo el mundo se marchó de la sala. Lucas permaneció allí sentado y abrió el ordenador portátil, porque uno de sus cometidos era escribir el informe. Otro motivo para odiar a su jefe.
Su madre lo llamó por teléfono y él puso la llamada en altavoz para poder seguir tecleando.
–Lucas Allen Knight –dijo.
Llevaba cuarenta años en los Estados Unidos, pero todavía tenía un ligero acento de su país natal, Brasil, y el sonido de su voz siempre le hacía sonreír.
Bueno, normalmente.
–Me has estado ignorando –le reprochó a su hijo.
Él exhaló un suspiro.
–Hola, mamá. No, no te he ignorado, lo que pasa es que he tenido mucho trabajo…
–Cariño, no te esfuerces. Sé que este trabajo, al contrario que el anterior, no te exige que estés desaparecido durante semanas.
Era cierto y, en parte, el motivo por el que volvía a tener una vida, aunque no estaba seguro de merecérselo.
–Bueno, y ¿qué tal estás, cariño?
Él no le había contado que le habían disparado, ni que estuviera de baja médica. Si se lo hubiera contado, tanto ella como Laura, su hermana mayor, se habrían lanzado sobre él como perros hacia un hueso. Unos perros dulces y cariñosos, pero, de todos modos…
–Estoy muy bien, te lo prometo. Te llamo este fin de semana para contarte mi vida.
–Querrás decir que vas a venir a verme este fin de semana.
Oyó un resoplido y se dio la vuelta. Vio que Molly estaba allí, escuchando la conversación sin ningún reparo.
–Mamá –dijo él–. Tengo mucho trabajo. ¿Por qué no eres más comprensiva?
–Soy muy comprensiva. Con todas las madres cuyos hijos no van a visitarlas. ¿Sabías que el hijo de Margaret Ann Wessler sí viene a visitarla. Y el hijo de Sally Bennett, también.
–Voy a ir a verte –dijo él, por fin.
–Y vas a venir a la fiesta familiar de Navidad el fin de semana que viene.
–Mamá…
–Va a venir todo el mundo, Lucas. Incluso mi exmarido.
–¿Te refieres a mi padre? –le preguntó él, con ironía. Sus padres llevaban divorciados veinte años, y eran amigos. Más o menos. De cualquier modo, habían cumplido con su deber de la mejor manera posible, incluyendo las celebraciones festivas.
–Sí –dijo su madre con un suspiro–. Y, si no apareces, la gente me va a preguntar por qué no viene a verme mi hijo.
–Está bien, sí. La fiesta de Navidad. Iré.
–Y a la Nochebuena, que es dos semanas después. Y el día de Navidad, también, porque…
–Mamá…
–No me digas que vas a trabajar ese día. Si me lo dices, llamo personalmente a tu jefe. No creas que no lo voy a hacer.
Él se imaginó a su madre llamando a Archer para echarle una bronca y sonrió.
–Allí estaré.
–Muy bien, hijo –respondió su madre, en un tono más cálido, lo cual era lógico, porque había conseguido lo que quería desde el principio–. Y trae a una novia a la fiesta…
–Lo siento –dijo él–. No te oigo bien, hay interferencias…
–¡Lucas!
–Voy a entrar a un túnel –añadió él, e imitó el sonido de las interferencias antes de colgar.
–Necesitas un poco más de flema en esos ruidos –dijo Molly con cara de diversión–. ¿Siempre le dices mentiras a tu madre?
–Cuando puedo librarme de una buena ––dijo él. Apartó el ordenador portátil y la miró–. ¿Acaso tú nunca les dices alguna mentira a tus padres para conservar la cordura?
–No.
–Vamos –dijo él con incredulidad–. ¿Nunca?
–Bueno, es que a mi padre no se le puede mentir. Tiene un detector de mentiras interno –dijo ella, tocándose la sien con un dedo–. Y mi madre… murió hace mucho tiempo.
Él cabeceó.
–Lo siento. Soy idiota.
–No lo sabías.
–No, no lo sabía. Pero, de todos modos, lo siento.
Ella se encogió de hombros y se dio la vuelta.
–Molly…
–Apaga la luz cuando termines aquí –dijo ella–. Hoy voy a cerrar pronto.
–Molly.
Entonces, ella se giró hacia él.
–¿Fueron a verte los elfos? –le preguntó Lucas.
Ella vaciló.
–Sí.
–¿Y qué les dijiste?
–Que iba a ayudarles –respondió Molly, como si él fuera corto de entendederas.
Se marchó de la sala, y él respiró profundamente. Su madre era entrometida, mandona y manipuladora, y no podía dejar de meterse en su vida, pero también era cariñosa y protectora, y estaba dispuesta a luchar con su vida por la gente a la que consideraba suya. Él no podía imaginarse un mundo sin su madre.
Pero Molly no tenía nada de eso, porque su madre había muerto.
No era la primera vez que maldecía a Joe porque, a pesar de que fuera tan buen amigo suyo, casi nunca hablaba de su vida privada, y menos, de su familia. Ojalá pudiera dar marcha atrás y borrar los últimos minutos. En realidad, ojalá pudiera rebobinar los últimos días y llegar al momento en que había mezclado un chupito de bourbon con los analgésicos y, después, se había acostado con Molly.
Aunque, si recordara la parte en la que se había acostado con Molly, no querría borrar los recuerdos…
Apagó las luces y recorrió el pasillo.
Archer estaba apoyado en el mostrador de Molly, leyendo un expediente. Joe y Reyes estaban cerca de la puerta principal, charlando.
–¿Te vas? –le preguntó Archer a Lucas.
–No, todavía no. Voy a terminar el informe.
Reyes lo miró.
–No has contado con qué chavala terminaste la otra noche.
Lucas se quedó petrificado.
–A que lo adivino –prosiguió Reyes–. Con la morena del final de la barra, ¿no? Es nueva, no la había visto nunca.
Lucas tuvo que hacer un esfuerzo por acordarse de la chica morena. No era Molly; ella miró, y se dio cuenta de que ella lo estaba observando fijamente.
–A lo mejor fue la pelirroja de la mesa de billar. Está buenísima –comentó Joe.
–Sí –dijo Lucas–, claro.
–Sí, claro, ¿cuál? –inquirió Reyes–. ¿La morena de la barra o la pelirroja de la mesa de billar?
Molly los miró como si estuviera viendo el programa de televisión más fascinante de la historia.
–¿Con las dos? –preguntó Joe, esperanzadamente.
–Cerdo –le dijo Molly a su hermano, que se encogió de hombros.
–Él está soltero –respondió Joe–. Así que, ahora, yo tengo que vivir a través de su experiencia.
–Ya se lo diré yo a Kylie –respondió Molly–. Además, la pelirroja de la mesa de billar que está buenísima tiene un nombre. Se llama Ivy, y es genial.
–Sí –dijo Reyes, señalando a Molly–. Es la chica de la furgoneta de tacos que está aparcada en la esquina. La comida que hace está increíblemente buena.
Nadie respondió, porque todo el mundo estaba mirando a Lucas y esperando su respuesta.
–No es asunto vuestro –les dijo él.
Archer se echó a reír y se apartó del mostrador de recepción. Se dirigió hacia su despacho.
–Elle dice que terminaste solo.
Lucas abrió la boca, pero se topó con la mirada de Molly y volvió a cerrarla. Elle iba a tener que pensar que él era un perdedor que se inventaba sus aventuras, y no sería porque Joe y Archer fueran a matarlo si supieran la verdad, sino porque él jamás delataría a Molly.
Joe y Reyes se despidieron y se marcharon. Entonces, Molly se puso de pie y tomó su bolso, como si, de repente, tuviera mucha prisa.
Seguramente, tenía prisa por evitarlo a él.
–Buenas noches –dijo.
–Puedes correr, pero no puedes esconderte –respondió Lucas en voz baja.
Ella se echó a reír, pero se marchó de todos modos. Cuando salió por la puerta, Lucas dio un paso para seguirla, y se dio cuenta de que alguien lo estaba observando.
Archer había vuelto y estaba apoyado en el quicio de la puerta.
–Bueno, y… ¿cómo han ido las cosas?
Lucas suspiró.
–No estoy seguro de poder convencer a Molly de que no acepte el caso del Santa Claus malvado. Las ancianitas la han convencido primero.
–¿Me estás diciendo que un par de ancianas son mejores que tú?
–No, claro que no.
–Bueno –dijo Archer–, porque tengo un nuevo trabajo para ti.
–¿Y por qué será que no me emociona mucho oírtelo decir? –murmuró Lucas.
–Si ella se mete en el caso de los elfos sin pedirnos ayuda a Joe ni a mí…
–¿Lo dices en broma? –preguntó Lucas–. Ella no os va a pedir ayuda. Nunca le pide ayuda a nadie, y lo sabes.
–Sí, lo sé –dijo Archer–. Así que tú te vas a ofrecer para ayudarla y, de paso, protegerla. Y, como valoro mucho mi vida, no vas a decirle que fui yo el que te hizo este encargo.
–Entonces, si se entera… ¿soy yo el único que va a morir?
–Exacto.
Vaya, qué agradable saber que el único pellejo que peligraba era el suyo. Volvió a su despacho. No estaba muy satisfecho con lo que estaba ocurriendo en su vida en aquel momento. Se sentó en su escritorio y miró al techo. Antes de que le hirieran de bala, las cosas eran mucho menos complicadas. Antes de haberse acostado con la mujer a la que se suponía que tenía que proteger sin que ella lo supiera.
La mayoría de los días, después del trabajo, se iba al gimnasio o salía a correr. Sin embargo, el médico tampoco le había dado permiso para eso. No le había dado permiso para nada, ni siquiera para lo que hubiera hecho con Molly…
Un momento.
Si hubiera mantenido relaciones sexuales salvajes, ¿no debería dolerle mucho el costado? Se tocó las abdominales. Notó una punzada, pero no demasiado dolorosa. Algo que no resolvía ninguna duda, demonios. Porque lo más seguro era que, con tal de disfrutar del sexo, él se hubiera aguantado el dolor.
Ummm… Abrió el ordenador portátil. Se suponía que él no podía acceder a los datos de sus compañeros de trabajo; nadie podía hacerlo. Sin embargo, a él le habían contratado por sus conocimientos sobre Tecnologías de la Información, así que no le costó demasiado dar con la dirección de Molly.
Salió de la oficina y atravesó el patio del edificio. Todas las ventanas y las puertas estaban decoradas con guirnaldas de abeto intercaladas con lucecitas blancas, y entre la entrada y el callejón había un enorme árbol de Navidad. Entró al callejón y se encontró al viejo Eddie sentado en una caja de madera. Era un viejo hippie de los sesenta, con el pelo largo, blanco y rizado alrededor de la cabeza, parecido al de Einstein. Todo el mundo, incluido Spence Baldwin, el propietario del edificio y nieto de Eddie, había intentado sacar al hombre de la calle, pero todos aquellos esfuerzos habían sido rechazados con dulzura y una resistencia férrea. Aquel día, Eddie estaba jugando a algún juego en su teléfono, seguramente contra el hombre que estaba sentado frente a él, en otra caja de madera dada la vuelta.
Caleb llevaba traje, un traje que parecía muy caro, pero parecía que estaba a gusto en el callejón.
–Cabrón –dijo Eddie, cariñosamente.
Caleb soltó un resoplido.
–Tu problema es que juegas con corazón, viejo.
–Claro –dijo Eddie–. Se me olvidaba que tú de eso no tienes.
Caleb asintió para saludar a Lucas, sin dejar de mirar la pantalla del teléfono. Se dedicaba a las inversiones empresariales y era un genio de la tecnología, además de un antiguo cliente de Investigaciones Hunt. Lucas había sido destinado a su protección en varias ocasiones. En una de esas ocasiones, Caleb había sido víctima de un atraco y se había defendido con algunas llaves de artes marciales muy impresionantes, así que él sentía mucho respeto por el tipo en cuestión.
–¿Te encuentras mejor que la otra noche? –le preguntó Caleb a Lucas.
–Sí, tío, porque el otro día estabas un poco ido –le dijo Eddie–. Seguramente, por eso esa chica tan guapa de tu oficina te acompañó a tu piso para acostarte –añadió, con una sonrisa de picardía–. Pero no se marchó hasta por la mañana, así que supongo que tuviste una buena noche.
Caleb enarcó ambas cejas y miró fijamente a Lucas.
–Espera… ¿Estamos hablando de Molly? ¿Has pasado la noche con Molly? ¿Es que quieres morir, o algo así?
«O algo así».
–¿Cuánto quieres a cambio de no repetir jamás ninguna parte de esta historia? –le preguntó Lucas a Eddie, ignorando a Caleb por el momento. Caleb no le preocupaba, porque sabía que los secretos eran importantes, y él mismo tenía muchos. Sin embargo, a Eddie le encantaban los cotilleos.
Para demostrarlo, el viejo sonrió maliciosamente y extendió la mano.
Mierda. Lucas sacó un billete de veinte dólares.
Eddie siguió sonriendo.
Lucas añadió un segundo billete.
Eddie no retiró la mano.
Así que él añadió un tercer billete y, después, el cuarto.
–Con eso vale –dijo Eddie.
–Vaya, vaya –dijo Caleb, agitando la cabeza.