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Capítulo 11

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#LocosPorElBingo

Molly aprendió dos cosas aquella noche. En primer lugar, que el bingo no era una cosa para dulces ancianitas. Más bien, era como un feroz combate de lucha libre cuyo ganador se lo llevaba todo.

Y, en segundo lugar, que Lucas era un imán para las señoras mayores. Se sentó solo, pero, a medida que la sala iba llenándose de clientela, se vio rodeado de oohs y aaahs.

–¿Eres nuevo, cariño? –le preguntó una.

–No te preocupes –le dijo otra, sentándose al otro lado–. Nosotras te enseñamos cómo va.

Él miró a Molly. Ella habría pensado que el enorme y peligroso Lucas Knight no le tenía miedo a nada, pero en aquel momento tenía una mirada de aprensión. Ella le sonrió y le hizo un gesto con los pulgares en alto para darle ánimos.

Dos segundos después le llegó un mensaje de texto que decía: Me vengaré.

Vaya. Se arriesgó a mirarlo de nuevo y lo vio rodeado por moños grises temblorosos. Pero, aun así, Lucas le lanzó una sonrisa que consiguió derretirla por dentro.

¿Por qué cada vez le resultaba más difícil resistirse a él?

–¿Qué tengo que hacer? –les preguntó a dos elfos de gorro verde, que se habían presentado como Shirley y Lorraine.

–Ya que eres el elfo más guapo que se haya visto por aquí –dijo Shirley–, puedes dar los números. Cuando salgan en la pantalla, tú los cantas en voz alta. La mayoría de los jugadores son sordos, así que también los proyectamos en la pantalla grande. Eso lo hace Lorraine. Que no se te olvide flirtear con el público, hacer guiños y cosas de esas.

–Y hazlo con gracia –le dijo Lorraine–. Puede que así nos den propinas más grandes y, por fin, el jefe se ponga contento y nos pague una parte mayor de ellas esta noche.

–Yo no he llegado a conocerlo –comentó Molly–. ¿Acaso está… descontento?

–No debería –dijo Janet, acercándose a la mesa del bingo–. Siento llegar tarde.

Molly se quedó mirándola sorprendida, porque la otra noche, en su casa, había dicho que no iba a trabajar más hasta que no le pagaran lo que se merecía.

Janet se encogió de hombros.

–Los elfos de gorro verde ganan más propinas –dijo–. Y necesito el dinero.

–Pues parece que Santa Claus, también –comentó Shirley–. Acaba de hacerse una casa en Napa, y se ha comprado un coche nuevo. Y ha empezado a reformar el salón de bingo –dijo y señaló la mitad posterior del edificio, que estaba completamente tapado con grandes lonas.

–Y mandó a su última mujer a un crucero de tres meses por el mundo –dijo Lorraine–. Que no se te olvide eso.

–Pero… ¿No te has enterado? Carol lo dejó el mes pasado. Se dice que él está con otra.

–Un momento… ¿Es que tampoco os paga vuestra parte de las propinas? –preguntó Molly, intentando que no se desviaran del tema principal.

Ellas se miraron y, de repente, se quedaron calladas.

–Bueno, no quiero cotillear –dijo Molly–, pero tenéis derecho a cobrar vuestras propinas. Si todas dijerais algo, puede que…

–Escucha –dijo Shirley y miró a su alrededor para asegurarse de que nadie las estaba mirando–. Eres nueva y no lo sabes, pero no es muy seguro hacer demasiadas preguntas por aquí.

–¿Qué significa que no es seguro? –preguntó Molly–. ¿Es que estamos en una película de gánsteres?

Las mujeres no sonrieron.

Vaya…

–La mujer que me contrató en la oficina, Louise, me dijo que todas ganamos el sueldo mínimo, una parte de las propinas y un porcentaje de los beneficios.

Los elfos dieron un resoplido.

Shirley miró a su alrededor y se inclinó hacia delante.

–Nos imaginamos que están cometiendo desfalco, robando todos los beneficios, y eso nos deja a nosotras con el sueldo mínimo nada más.

–¿Y estáis seguras de que hay beneficios? –preguntó Molly.

–Sí –dijo Shirley–. Lo verás por ti misma al final de la noche.

Entonces, empezaron a dirigir el bingo, que duró tres horas, para una legión de ancianos que se tomaban el juego muy en serio.

–Pensaba que la gente mayor se cansaba enseguida –le comentó Molly a Shirley en cierto momento.

Shirley se echó a reír.

–No cuando está el bingo de por medio.

Al final de la noche, Molly no había visto a Santa Claus ni a su hermano y le dolían mucho los pies.

Shirley la miró comprensivamente mientras la gente empezaba a marcharse.

–Tienes que usar zapatos ortopédicos para esto –dijo, y alzó un pie para mostrarle un zapato de gruesa suela negra, posiblemente el calzado más feo que hubiera visto nunca.

–Ponte estos y no tendrás problemas –le aseguró Shirley.

Molly asintió. No tenía demasiados vicios, pero uno de ellos eran los zapatos. Se gastaba mucho dinero en zapatos que no le hicieran daño en la espalda ni en la pierna, ni en los pies, pero que, al mismo tiempo, fueran preciosos. Y no estaba dispuesta a dejar de hacerlo. Ni siquiera por resolver aquel caso.

Lorraine se acercó, comiéndose una galleta, y a Molly se le hizo la boca agua.

–Creía que estabas a régimen –le dijo Shirley a Lorraine.

El elfo se metió el último pedazo en la boca.

–Si te la comes rápidamente, tu metabolismo piensa que estás corriendo.

Shirley puso los ojos en blanco, pero a Molly le pareció que Lorraine sabía algo.

–Esta noche hemos estado tan ocupadas que no hemos tenido tiempo de hablar –le dijo a Molly–. Lo has hecho muy bien. Cuando ese viejales te preguntó si repartías finales felices y te dio una palmadita en el trasero, yo me fui hacia allí para darle en la cabeza con mi bandeja, pero tú te las has arreglado como toda una jefa.

Molly sonrió. Se había inclinado sobre el hombre y le había preguntado si le gustaba su mano. Él le había dicho que sí, que su mano le gustaba mucho. Entonces, ella le había dicho que, si quería conservarla, tenía que quitarla de su nalga, o de lo contrario, el tipo de dos metros que se acercaba a ellos con los ojos entrecerrados se la iba a cortar, si no lo hacía ella primero.

–Oh, vaya –dijo el hombre. Había tragado saliva, se había disculpado y le había dado una propina de veinte dólares–. Dile a tu novio que soy miope y que estaba intentando agarrar una copa, y no tu parte posterior –susurró frenéticamente–. ¿Por favor?

–Si me promete que no va a tocar a ningún otro elfo sin su permiso. Ni a nadie más, por supuesto.

Él asintió con vehemencia y ella continuó, después de mirar a Lucas y transmitirle el mensaje de que el problema estaba resuelto. Después de eso, él se desvaneció, pero ella sabía que estaba cerca, vigilando y cerciorándose de que a ella no le ocurría nada.

Un hombre vestido de Santa Claus, sin el gorro, la peluca y la barba, caminó hasta el centro de la sala. Tenía unos cincuenta años. Con una expresión adusta, tomó la caja de seguridad y la volcó en una bolsa de lona.

–¿Cómo ha ido hoy? –le preguntó a Shirley.

–Estupendamente bien. La chica nueva ha conseguido un montón de propinas.

Santa miró a Molly y entrecerró los ojos.

–¿Quién eres tú?

–Soy la chica nueva –dijo Molly–. ¿Es usted Santa Claus?

–¿Ya ha comprobado Louise que podía contratarte?

–Sí –dijo ella con una sonrisa.

El hombre no sonrió ni le dio las gracias. Simplemente, agarró la bolsa, se la puso al hombro y se marchó del salón sin hablar con nadie más.

–Vaya Santa Claus más poco alegre –dijo Molly.

Janet se encogió de hombros.

–Tiene sus momentos.

–¿Y es el jefe? –preguntó Molly, intentando sonsacar información.

–Él, y su hermano –dijo Shirley–. Aunque, por suerte, al hermano no lo vemos mucho. Viene a recoger a Santa por la noche, tarde, cuando la mayoría ya nos hemos ido. Y mejor, porque es un hijo de puta.

–¿Y Santa, no?

Janet se encogió otra vez de hombros.

–No es tan malo como su hermano. Su hermano hace que el Grinch parezca un santo.

–Para ser justos –dijo Shirley–, el Grinch no odiaba de verdad la Navidad. Odiaba a la gente, que es lógico.

–Pero lo que se ha llevado es mucho dinero –dijo Molly–. La caja de seguridad estaba rebosante.

Shirley asintió.

–Sí. Ha sido una noche muy buena porque los viejos cobraron ayer el cheque de la seguridad social. Esos días somos su primera parada.

Los elfos se dispersaron y Molly salió a la calle. Lucas estaba apoyado contra el edificio, esperándola.

Le recorrió el cuerpo con la mirada, y eso sirvió para dar calor a Molly, a pesar del frío nocturno. Y ella sintió aún más calor cuando él se quitó el impermeable y la envolvió en él.

–Gracias –dijo Molly.

Mientras iban de camino al coche, ella fue contándole todo lo que había averiguado hablando con las señoras. Lucas asintió.

–Es cierto que el hermano de Santa Claus viene todas las noches a recoger el dinero. Quiero quedarme y echarle un vistazo. ¿Qué tal estás tú, por cierto? Llevas toda la noche de pie…

–Estoy bien. ¿Cómo sabes que va a venir esta noche?

Él sonrió.

–Le llevé al elfo que te contrató, Louise, un chocolate caliente y se puso muy habladora.

–Bien hecho –dijo Molly–. Y ni siquiera has tenido que ponerte marchoso toda la noche.

Lucas sonrió.

–A mí me ha gustado mucho.

–¿Cómo lo sabes? Estabas engatusando a Louise.

–Pero no te he quitado ojo.

–¿Porque pensabas que necesitaba apoyo o porque te gustaba lo marchosa que soy?

–Todo el mundo necesita respaldo, Molly, incluido yo –respondió Lucas y sonrió–. Pero me encanta tu forma de gestionar el asunto. Voy a ir a la oficina a espiar a Santa y a su hermano. ¿Te gustaría esperar en el coche?

–No.

Él no se sorprendió. Caminaron entre los árboles para permanecer ocultos. Estaba oscuro, y no era fácil para ella. Lucas abrió paso sin soltarla de la mano. El terreno era accidentado y corría un viento frío. Molly no veía nada; solo oía su respiración acelerada y el zumbido de algún insecto. Era difícil creer que estuvieran en mitad de la ciudad de San Francisco.

Lucas se detuvo de golpe, y ella estuvo a punto de chocarse con su espalda.

–Hay una luz en la oficina –murmuró él.

–Espera aquí –dijo ella–. Tengo una idea.

Empezó a salir de entre los árboles, pero él la detuvo.

–Ni hablar.

–No, no pasa nada, de verdad. Ahora mismo vuelvo –dijo Molly.

Rodeó el tráiler hasta que llegó a la puerta, para que no se notara que acababa de salir del bosque, subió las escaleras y entró.

Louise y Santa estaban consultando un libro de contabilidad. Los dos alzaron la cabeza cuando ella entró.

–Hola –dijo, amablemente, saludando con la mano.

Louise sonrió.

Santa Claus, no.

–Solo quería darles las gracias por contratarme –dijo Molly–. Esta noche lo he pasado muy bien, y quería saber qué otras noches van a necesitarme esta semana.

Santa puso los ojos en blanco y pasó por delante de ella sin decir una palabra. Louise abrió el horario en su ordenador portátil.

–Hasta el viernes por la noche, no. Así que, dentro de tres noches.

–Allí estaré –dijo Molly–. Bien, gracias de nuevo. Buenas noches.

Salió por la puerta rápidamente y rodeó el tráiler de nuevo, donde se topó con un muro de ladrillo que le resultó muy familiar.

Lucas absorbió con facilidad el impacto y la rodeó con un brazo. Se la llevó de nuevo hacia los árboles.

–Si querías que estuviéramos a solas, solo tenías que decirlo –le dijo ella con la respiración entrecortada, y no solo por lo rápidamente que caminaban.

–Pues claro que quiero que estemos a solas –dijo él, y le susurró al oído–. Pero, como ya te he dicho, no en medio del bosque, ni…

Se quedó callado al ver que ella sacaba algo de su traje de elfo. Era una cartera de hombre.

–Es de Santa –le dijo.

Él enarcó las cejas.

–¿Te has encontrado la cartera de Santa Claus?

–Se la he levantado del bolsillo trasero.

Lucas se quedó asombrado.

–¿Sin que él se diera cuenta?

–Sí, esa es la definición de «robar».

Él cabeceó.

–No sé si me siento impresionado o…

–¿Espantado? Sí, me lo imagino –dijo ella, encogiéndose de hombros–. Los hombres reaccionan así conmigo muy a menudo.

Empezó a darse la vuelta, pero él la agarró.

–O asombrado –terminó él–. No sé si me siento impresionado o asombrado.

–Es más o menos lo mismo –dijo ella con la esperanza de que él no notara que se estaba ruborizando de placer.

Lucas sonrió.

–Eres tan buena como Joe –dijo–. Pero creo que me gusta más trabajar contigo.

Ella se deleitó con el cumplido. Aunque ya no usaba mucho todo lo que habían aprendido Joe y ella de pequeños, se alegraba de no haber perdido la práctica.

–No he podido echar un buen vistazo ahí dentro –dijo–, vamos a tener que esperar a que se vayan y volver a entrar.

Esperaron unos minutos, hasta que se apagó la luz del tráiler y Louise se marchó.

–¿Estaba Santa con ella? –susurró Molly.

–No creo.

–Tenía que estar. La oficina se ha quedado a oscuras. Debe de haber salido sin que lo veamos. Vamos ya.

–No –dijo Lucas, mientras ella empezaba a subir las escaleras del tráiler–. Molly, espera…

Antes de que él pudiera terminar de hablar, apareció un coche que paró detrás de ellos.

En aquel preciso instante, se abrió la puerta del tráiler. Molly se quedó helada, pero Lucas la abrazó y empezó a besarla apasionadamente. Ella se quedó tan anonadada, que siguió inmóvil.

Pero Lucas, no. Le rodeó la cintura con un brazo y le sujetó la nuca con la otra mano, mientras la besaba de tal modo que a ella empezaron a temblarle las rodillas. Debió de darse cuenta, porque la levantó con facilidad e hizo que apoyara el trasero en la barandilla mientras hacía que el beso se volviera más y más profundo.

Vagamente, ella sabía que lo estaba haciendo para encubrirlos a los dos, pero era difícil concentrarse en eso. Porque, si aquella era su forma de resolver los problemas… le gustaba mucho su forma de trabajar.

–Dios Santo –murmuró Santa Claus, al pasar cerca–. Vayan a un hotel.

Molly apenas oyó que el tipo bajaba las escaleras e iba al coche, donde entró con la bolsa de lona llena de dinero. Se sentó en el asiento del pasajero.

Lucas la soltó y se giró para observar el coche.

Santa y el conductor también se giraron para mirarlo y, por un segundo, todos se miraron fijamente los unos a los otros.

Después, el coche se marchó.

Lucas se volvió hacia Molly, que todavía estaba apoyada en la barandilla, atontada. Al mirarla, él cabeceó con incredulidad.

Ella tampoco daba crédito a lo que había ocurrido. Él había conseguido que pasara del frío al calor en un abrir y cerrar de ojos con aquel beso sensual y erótico. De hecho, se le habían olvidado el caso y la temperatura. Sabía que debía intentar resistirse, porque, a pesar de la atracción física que sentían, para ella aquel asunto iba mucho más lejos.

–El coche no tenía matrícula –dijo él–. ¿Has visto al conductor?

Ella bajó de un salto de la barandilla.

–Llevaba un sombrero bien calado. Tenía un aspecto muy sospechoso. Y eso de llevarse todo el dinero en una bolsa de lona a reventar también es muy sospechoso.

–Sí. En realidad, todo este lugar es muy sospechoso y horripilante –dijo él.

–Ya te dije que sacan pasta. La cuestión es… ¿adónde va ese dinero?

Se giró hacia el tráiler, pero Lucas la agarró.

–Todavía no –le dijo–. Vamos al coche a esperar media hora para que este sitio se quede vacío del todo.

–Ya se ha ido todo el mundo.

–Eso es lo que has pensado la última vez. Ya te has arriesgado lo suficiente por una noche.

Tenía razón.

–Lucas…

–Aquí no.

Fueron caminando hasta el coche en silencio. Cuando estaban dentro, Lucas puso los seguros.

–Te pedí que esperaras antes de ir hacia el tráiler –le dijo él–. Pero no lo has hecho, y han estado a punto de pillarte.

–Sí, pero…

–Cuando yo te diga que esperes, tienes que esperar.

Ella entrecerró los ojos. Sabía que no tenía la razón, pero no podía evitarlo.

–A lo mejor necesitas expresarte de otro modo.

–No.

Ella se cruzó de brazos, pero él no cedió.

–¿Si te lo hubiera pedido por favor, lo habrías hecho? –le preguntó.

Sí, tenía razón. Demonios. Molly siguió mirándolo.

Él no apartó los ojos. Y ella se dio cuenta de que, durante el año que llevaba trabajando en Investigaciones Hunt, nunca lo había visto enfadado. En aquel momento, sin embargo, parecía que sí lo estaba.

–Está bien –dijo, lentamente–. Vamos a empezar de nuevo. Siento no haber esperado cuando me lo has dicho. Y… tú sientes haberme ladrado como si fueras un sargento, ¿verdad?

–Mira –dijo él–. En el trabajo, me concentro mucho.

–Vaya –dijo ella, agitando la cabeza–. Qué mal se te da pedir disculpas.

–No te estaba pidiendo disculpas. Cuando lo haga, te vas a dar cuenta.

–¿Ah, sí? ¿De…?

Antes de que ella terminara la frase, él la abrazó y la besó lenta y profundamente. Después de dejarla sin respiración, se retiró y le dijo en voz baja:

–Siento haberte dado una orden en vez de habértelo pedido con amabilidad, pero, durante una operación, las cosas ocurren rápidamente y, en una situación de vida o muerte, yo siempre voy a poner tu vida por delante de la mía. Así que ten eso en cuenta antes de volver a actuar sin pensar.

Al entender la magnitud de aquello, Molly se suavizó.

–Lucas…

Él la besó de nuevo y volvió a pedirle perdón. Molly supo que le había dicho la verdad: cuando pidiera disculpas, ella se iba a dar cuenta. Y Lucas siguió disculpándose hasta que, al final, ella ni siquiera se acordaba de por qué tenía que disculparse.

Ni de su propio nombre.

E-Pack HQN Jill Shalvis 2

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