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Capítulo 10

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#BajoElMuérdago

Molly observó el Pueblo de la Navidad mientras Lucas metía el coche en el aparcamiento. Estaba construido en una enorme parcela en el puerto deportivo, muy iluminado, con un ambiente anticuado. No estaba segura de si aquello era deliberado, pero daba la sensación de que los adornos y las luces tenían más de medio siglo.

Lucas aparcó y se giró hacia ella.

–Vamos a entrar como si fuéramos clientes. Somos una pareja que hemos salido a pasar un rato divertido –le dijo.

Ella lo miró fijamente.

–Deberías saber que yo solo acepto las órdenes de los machos alfa en la cama.

Era un farol, pero, bueno, tal vez estuviera provocándolo para que volviera a besarla.

–Molly –dijo él, respirando profundamente–. No puedes decir esas cosas. Me aprovecharé de ellas.

–Promesas, promesas.

Él cerró los ojos y gruñó.

–Me vas a matar.

–¿De verdad? Porque parece que resistes con mucha facilidad.

–No, no –respondió él con la voz enronquecida–. No hay nada fácil en esto.

–Um…

–Molly, mírame.

Oh, Dios. Molly respiró profundamente y se volvió hacia él. Ya no estaban jugando. Con una expresión seria, él le pasó un dedo por la sien y le metió un mechón de pelo detrás de la oreja.

–Eres increíble. Hace mucho tiempo que no sentía una tentación tan fuerte de estar con nadie.

–Vamos… No esperarás que me crea eso, cuando saliste con esa pelirroja del pub hace dos semanas.

–Pero no es la clase de tentación a la que me refiero.

Ella se quedó mirándolo mientras intentaba no darle demasiada importancia a aquella afirmación.

–¿Qué significa eso?

–Que te deseo, y que estoy harto de resistir la tentación. Pero, cuando te tenga desnuda, no será en una oficina donde pueda entrar cualquiera, ni en mi coche, ni en ninguna situación que después uno de nosotros no pueda recordar.

A ella se le alborotaron todas las partes femeninas del cuerpo y tuvo que ordenarles que se comportaran debidamente.

–Has dicho «cuando», no «si» –murmuró.

Entonces, él metió los dedos entre su pelo, la atrajo hacia sí y la besó lentamente, largamente. Cuando retiró la cara, ella había olvidado de qué estaban hablando. En realidad, se había olvidado de su propio nombre.

–Sí, cuando –repitió Lucas con una voz que hizo que a ella se le crisparan los dedos de los pies–. Por supuesto.

Bien. Molly salió del coche con las manos y las rodillas temblorosas, y se dirigió hacia la entrada del Pueblo de la Navidad. Tuvieron que pagar diez dólares para entrar.

–Vaya –le dijo Molly a la anciana que atendía la taquilla. Iba vestida de elfo de pies a cabeza, con unas orejas en punta, un vestido verde hecho de una tela barata, y un gorro y unos zapatos a juego–. Diez dólares es un poco caro para entrar en un Pueblo de la Navidad que está completamente vacío.

–De ahí los diez dólares –dijo la mujer, en tono de aburrimiento, y tendió la mano para que le entregaran el dinero–. Cada uno.

Lucas le dio los veinte dólares y ella le guiñó el ojo.

–Gracias, guapo.

Entraron en el pueblo y, rápidamente, percibieron un olor a palomitas de maíz. Había puestos iluminados, pero todo estaba muy tranquilo. Había bajado la temperatura y hacía niebla, así que no se veía muy bien.

–Es como si estuviéramos en una película de miedo –susurró Molly–. Si nos asalta un payaso, le pegas un tiro, ¿de acuerdo?

–Por supuesto –dijo Lucas.

La tomó de la mano y la llevó por un camino cubierto de heno hacia el puesto de palomitas y perritos calientes. Allí había otro elfo. Lucas compró dos perritos y dos limonadas y sonrió a la mujer.

–Una noche tranquila, ¿eh?

Ella le devolvió la sonrisa.

–Cariño, todas las noches son tranquilas cuando el bingo está funcionando –dijo–. La gente prefiere estar calentita jugando en el edificio grande que hay al final de esta calle.

Se comieron los perritos y las palomitas y recorrieron la mayoría de las calles. Lucas lo miraba todo con suma atención. En el puesto de artesanía había cosas preciosas, y Molly aprovechó para trabar conversación con los dos elfos que estaban a cargo.

–Estoy comprando regalos –dijo Molly con una sonrisa agradable y tomó un gorrito de punto con un dibujo de un reno–. Qué monada.

–Es para perros –le dijo uno de los elfos–. Los hago yo. Mi Fluffy fue el modelo para ese.

–Es una monada –repitió Molly, y lo compró para el perro de apoyo emocional que tenía su padre. Y, también, para seguir conversando–. Este debe de ser un trabajo muy divertido.

–Antes, sí –dijo un elfo con melancolía–. Yo llevo haciendo esto con mis hijas durante años. El año pasado ganamos lo suficiente como para ir a Las Vegas. Eleonor, mi hermana, se casó con un imitador de Elvis –añadió–. Pero este año es diferente.

–¿Y eso?

–Bueno, para empezar, el jefe no nos está pagando lo que debería. Dice que este año no hay beneficios.

Lucas miró a su alrededor.

–Bueno, puede que sea verdad.

El elfo descartó aquello con un movimiento de la mano.

–Ahora todo el mundo está en el bingo de las siete, dejándose los cheques de la seguridad social y el dinero en el cofre de Santa Claus. Está ganando muchísimo dinero. Lo que pasa es que el muy desgraciado no nos paga.

–Alice –le dijo el elfo que estaba en el puesto de al lado–. En boca cerrada no entran moscas.

Alice puso los ojos en blanco y siguió haciendo punto.

Molly y Lucas siguieron caminando. Los demás elfos de los puestos eran muy amables, pero no dijeron nada interesante, a pesar de que Molly compró otro gorro, una bufanda y una manta.

Al principio de la siguiente calle, había un letrero: Se necesitan elfos.

Y otro letrero igual al final de aquella fila de puestos. Aquel letrero estaba enfrente de un gran tráiler como los que se usaban para instalar las oficinas en las obras de construcción. Molly miró el tráiler y se giró hacia Lucas.

–No –dijo él.

Ella se cruzó de brazos.

–No sé si te has dado cuenta, pero, cuando alguien me dice que no, tengo tendencia a rebelarme por el mero hecho de rebelarme.

–Me alegro de saberlo –dijo él, y señaló hacia el tráiler–. Entonces, pídele trabajo a un tipo que es un desgraciado y, posiblemente, un criminal.

–El criminal es su hermano –dijo ella.

Lucas hizo un gesto negativo con la cabeza.

–Muy bien. Entonces, ve a trabajar para dos criminales.

–Me parece un buen plan –dijo ella. Le entregó su limonada y fue hacia la puerta.

–Mierda –murmuró él–. Te lo has ganado a pulso, listo –se dijo.

Tiró el vaso de limonada a una papelera y la siguió.

Ella alzó una mano.

–No, tú vas a esperar aquí.

Él siguió andando, y chocó con su mano.

–¿Cómo tú esperaste en casa de mi madre?

Ella dejó la palma de la mano en su pecho. No sabía cómo lo conseguía, pero siempre estaba caliente y, teniendo en cuenta que los latidos de su corazón eran lentos y constantes, siempre estaba calmado.

–Tienes que esperarme aquí –dijo ella–. No me van a contratar si voy con un guardaespaldas grande y malhumorado.

Él cubrió su mano con la de ella.

–Me encantaría ser tu guardián en cualquier momento, pero no te olvides de que tenemos un trato. Somos socios.

–Sí, ya lo sé. Así que yo voy a investigar aquí mientras tú investigas desde otro ángulo, y nos reunimos después para comparar lo que hemos averiguado.

–Molly…

–No digas que no puedo hacer esto.

–En realidad, tú eres inteligente y muy astuta para salirte con la tuya. Yo creo que puedes hacer lo que te propongas. Pero esta noche, estás limitada.

Ella se puso tensa.

–No…

–Estás tratando de no forzar la pierna. Y mucho. Si tenemos que salir corriendo…

–Puedo correr. Paso las pruebas físicas de Archer todos los años, como el resto de vosotros –dijo ella, acaloradamente, porque él estaba tocando su fibra más sensible en aquel momento.

–Pero te duele –dijo él.

–¿Y qué? –preguntó ella, y lo apartó de un empujón–. Yo casi siempre tengo dolor. Me aguanto y resisto, así que tú también puedes hacerlo. Y esto lo tengo controlado. A menos que pienses que no estoy a la altura.

Él era un hombre listo y sabía reconocer un desafío cuando lo tenía delante, así que la soltó. Entonces, Molly entró en la oficina y se encontró a otro elfo detrás de la recepción, tecleando a toda velocidad en una vieja máquina de escribir.

–Hola –dijo Molly–. He venido por el trabajo de elfo.

La mujer alzó la vista. Como las demás, debía de tener unos setenta años, y Molly rezó porque aquello no fuera una condición para ser contratada.

–¿Tú quieres ser elfo? –le preguntó a Molly con incredulidad.

–Sí.

–Pero si tienes… doce años.

–Tengo veintiocho –respondió Molly.

El elfo pestañeó.

–Pero si ni siquiera te van a dar la paga de la seguridad social hasta dentro de un millón de años.

–O nunca –dijo Molly–, teniendo en cuenta el clima político actual, y todo eso.

La mujer no sonrió.

–Me llamo Molly, ¿y tú?

–Louise.

–Bueno, tienes razón, Louise, yo no cobro los cheques de la seguridad social. ¿Eso es un requisito?

–No, no.

–Bueno, y ¿qué hacen los elfos?

–Cumplir las órdenes de Santa Claus. Los elfos con los gorros blancos son las abejas obreras. Han creado los géneros que se venden, llevan los puestos y venden comida. Los elfos con los gorros verdes llevan el bingo. Supongo que tú no sabes hacer punto, ni crochet, ni coser, ni bordar, ¿no?

–¿Y por qué piensas eso?

–Porque no lo hace nadie que tenga menos de cincuenta años.

–Eso es cierto. Bueno, entonces, tendré que ser un elfo de gorro verde –dijo Molly–. ¿Estoy contratada?

–¿Tienes alguna experiencia como elfo?

–Bueno, tengo experiencia con hombres autoritarios, tipo alfa. Sé cómo conseguir que hagan lo que yo necesito que hagan –respondió Molly–. Y el verde me queda muy bien.

–Esas dos cosas son un plus –dijo Louise, y se levantó de su taburete para hacer unos estiramientos de cuello–. Dios, ojalá tuviera sesenta años otra vez –dijo. Tomó una tablilla de madera y se la entregó a Molly–. Rellena este formulario.

–¿Y con eso estoy contratada?

–Si te cabe el último traje que queda, sí –respondió Louise–. Es muy pequeño, porque la mujer que lo utilizaba medía solo un metro cuarenta y siete centímetros con tacones, así que no sé si te va a tapar todo el asunto.

Oh, vaya.

El elfo le enseñó el camino hacia el baño. Ella se encerró y se miró al espejo.

–Por los elfos de todo el mundo –murmuró y comenzó a desnudarse.

Lucas había recorrido todo el recinto mientras esperaba que Molly saliera de la oficina. Le habían sonreído, le habían guiñado un ojo e incluso había recibido una proposición por parte de un elfo muy desenvuelto que había en el puesto de algodón de azúcar.

Había escrito dos mensajes a Molly con un signo de interrogación, y había recibido dos respuestas con dos signos de interrogación cada una.

No sabía qué significaba eso.

Cuando, por fin, se abrió de nuevo la puerta de la oficina, él se había comido tres perritos calientes.

Molly apareció vestida de… Dios. Llevaba un traje de elfo diminuto, con orejas en pico, el gorro de elfo y un pequeño vestido que se le ajustaba al cuerpo como un guante. A un cuerpo que hizo que a él se le secara la garganta.

Ella le lanzó una sonrisa un poco azorada, y Lucas se quedó embobado.

–No lo digas –murmuró ella, cuando estuvo frente a él.

–¿El qué?

–Lo que piensas.

Lucas cabeceó. Era mejor no decirlo, porque lo que pensaba era que quería echársela al hombro y llevársela a su casa, donde le quitaría aquel vestido de licra barata y le besaría hasta el último centímetro de piel hasta que ella le rogara más y más.

–Bueno, he cambiado de opinión –dijo Molly, mirándolo fijamente–. Dímelo.

No iba a decírselo ni aunque le estuvieran amenazando con una pistola.

–Estás… verde.

Ella puso los ojos en blanco.

–Qué gracioso.

Entonces, comenzó a caminar por la primera calle. Como avanzó varios metros por delante de él, Lucas pudo admirar su parte trasera tanto como había admirado la delantera.

Al darse cuenta de que no la seguía, Molly se giró con exasperación.

–¿Vienes o no?

–¿Adónde vas?

–Voy a trabajar en el bingo de las ocho en punto. Pensaba que querrías entrar a la sala, sentarte al fondo y vigilar.

–Bingo –repitió él.

–Sí. ¿Estás listo?

Él la miró a los ojos y se echó a reír. Pensaba que lo había visto y oído todo, pero aquello se le escapaba. No, no estaba listo para ir al bingo. Ni para trabajar tan estrechamente con ella. No estaba listo para ella, en general.

–Tú primero –le dijo.

Ella le lanzó una sonrisa y lo dejó aún más embobado que con el pequeño traje de elfo.

–Sígueme.

Como si pudiera hacer otra cosa.

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