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Capítulo 2

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#NoSabenQueSabemosQueLoSaben

Molly Malone no tenía mucha experiencia a la hora de afrontar la mañana siguiente. No le gustaba demasiado salir. En realidad, lo que más le apetecía después de trabajar era ponerse ropa cómoda y relajarse, no tener que arreglarse y salir con cualquier tipo que pensara que a la tercera cita ya tenía que pasar por la cama.

La noche anterior había sido diferente por varios motivos. Uno de aquellos motivos estaba a los pies de la cama. Tenía el pelo revuelto y un gesto hosco, y las manos, en las caderas. Llevaba unos pantalones de estilo militar muy arrugados, y la misma camiseta negra de la noche anterior, una camiseta que marcaba sus músculos y que podía hacerle la boca agua a cualquier mujer.

Pero no a ella. Ella alzó la barbilla al notar su tenso silencio. Lucas era hombre de pocas palabras. Era capaz de decir mucho más exhalando un suspiro de fastidio.

–¿Qué pasa? –le preguntó.

–Estoy… confundido.

Seguramente, eso no era fácil de admitir para un tipo que siempre sabía lo que tenía que decir y lo que tenía que hacer. Sin embargo, tenía que admitir que verlo así, un poco desconcertado, la atraía. Sí, algunas veces, a ella le gustaba vivir en el lado salvaje de la vida.

–¿Y por qué estás confundido?

Él clavó sus cálidos ojos de color castaño en los de ella, pero no respondió.

–Anoche no parecía que estuvieras muy confundido –dijo Molly con más arrogancia de la que en realidad sentía.

Él frunció el ceño. Pero, además, palideció. Y eso, teniendo en cuenta que había heredado su precioso color oscuro de piel de su madre brasileña, era toda una hazaña.

–A lo mejor deberías contarme lo que ocurrió anoche –le dijo Lucas.

–Tú, primero. ¿Qué recuerdas?

–Estábamos en el pub –dijo él, y volvió a arrugar el ceño–. Y, después, me desperté en la cama contigo.

Vaya. Uno de los clientes más antiguos de Investigaciones Hunt había aparecido en el pub y había hecho un brindis por Lucas, «que me ha salvado el pellejo y la vida». Entonces, había apurado un chupito de licor y había esperado que Lucas lo siguiera.

Y Lucas lo había hecho.

Después, se había relajado, había dejado de tener su acostumbrada actitud tensa, pero ella era la única que se había dado cuenta. Para asegurarse de que llegara sano y salvo a su habitación, lo había acompañado. Él se había comportado como un listillo y le había estado dando la lata mientras ella le ordenaba que se acostara, y le había preguntado si en otra vida había sido la malvada enfermera Ratchet.

Aquello había dado en el blanco, porque ella había tenido que ser una enfermera malvada durante casi toda la vida para cuidar de su padre.

–Molly –le dijo él, en un tono tirante. Estaba claro que se le había terminado la paciencia.

Muy bien. Quería saber lo que había ocurrido. Y aquella recapitulación podía ser muy divertida.

–Pues, para empezar, me dijiste que siempre habías estado enamorado de mí.

–Es mentira.

Bueno, sí, era mentira. Eso no se lo había dicho. Vaya.

–¿Tan seguro estás de que es mentira? –le preguntó ella, aunque ya sabía la respuesta. No podía estar muy seguro de no habérselo dicho, porque, cuando ella había conseguido llevarlo hasta casa, ya estaba completamente ido. Y, como siempre lo había visto manteniendo el control de sí mismo al cien por cien, eso la había dejado preocupada.

En realidad, llevaba muy preocupada por él dos semanas, desde que le habían pegado un tiro durante una misión. Al pensarlo, todavía se le encogía el estómago. Según Archer y Joe, Lucas siempre decía que estaba bien, pero tenía unas ojeras muy marcadas, y un aire de tristeza que ella reconocía muy bien.

Era la tristeza de un dolor antiguo y enterrado.

Al recibir aquel balazo, se le habían despertado muy malos recuerdos, y ella lo entendía a la perfección.

Lucas seguía a los pies de la cama, con las manos en las caderas y una expresión de descontento.

–Sigue contándome.

Ella se había criado en una casa llena de testosterona, con su padre y su hermano, y había aprendido desde muy joven a manejar la psicología masculina. Su mejor estrategia siempre había sido utilizar el sentido del humor.

–No sé si debería decirlo. Parece que te va a dar una rabieta –respondió, sonriendo.

Él apretó la mandíbula.

–Yo no tengo rabietas. Quiero saber qué dije exactamente. Y qué hice.

Así que no se acordaba, lo cual representaba a la vez una decepción y una oportunidad.

–Dijiste, y cito textualmente: «Voy a volverte loca, nena».

Él cerró los ojos y murmuró algo sobre ser hombre muerto…

Sin embargo, ella se dio cuenta de que no había dudado que la había seducido. Interesante. Incluso… emocionante. Aunque no cambiara nada las cosas. No estaba interesada en él, y punto. Sentir interés por él significaba ponerse en una situación de riesgo y vulnerabilidad.

Y eso no iba a volver a suceder. Nunca.

No. Ya tenía veintiocho años y había aprendido la lección, gracias.

Pero empezó a sentirse un poco insultada por la actitud de Lucas…

–No estoy segura de cuál es el problema –dijo.

–¿Me estás tomando el pelo?

Su voz sonaba ronca y sexy, demonios. Y estaba claro que todavía no había probado la cafeína.

Y ella, tampoco. Peor aún, la noche anterior no se había desmaquillado a causa del estrés y la preocupación por el hombre que tenía delante, así que, seguramente, parecía un mapache.

Un mapache muy despeinado.

Ignoró a Lucas y apartó el edredón. La ropa de cama de Lucas era de muy buena calidad; iba a tener que pedirle a Archer que le subiera el sueldo para poder permitirse algo parecido.

De repente, fue como si él se hubiera tragado la lengua, y ella se miró. Como no quería acostarse con la ropa de salir, había tomado prestada una de las camisetas de Lucas. Le llegaba hasta la mitad de los muslos y era más suave que ninguna de sus propias camisetas, y la verdad era que no se la iba a devolver.

–¿Esa camiseta es mía? –preguntó él.

–Sí.

Lo curioso era que, en el trabajo, Lucas era un tipo estoico, imperturbable, calmado. No había nada que pudiera alterarlo. Por el contrario, en aquel momento, no estaba tan tranquilo; pensaba que se habían acostado y, aunque lo estaba disimulando muy bien, tenía un ataque de pánico.

Él miró a la silla y vio su vestido y, debajo, los zapatos de tacón. Sobre los zapatos estaba su sujetador de encaje color champán. Lucas cerró los ojos y se pasó una mano por la mandíbula.

–Estoy perdido.

Ella se cruzó de brazos.

–¿Es que no te acuerdas de nada?

Él abrió los ojos.

–¿Hay mucho de lo que acordarse?

–Vaya –respondió ella, en tono de enfado. No sabía por qué estaba provocando a un oso pardo, pero el hecho de que él se sintiera tan infeliz al pensar que se había acostado con ella le resultaba insultante.

–Por favor, solo dime que todo fue de mutuo acuerdo –dijo él, con una absoluta seriedad.

Bueno, pues si se iba a poner en plan héroe con ella… Molly suspiró.

–Por supuesto que nuestra noche ha sido de mutuo acuerdo.

Él asintió y se sentó en la silla en la que estaba su vestido.

–Eh –prosiguió Molly–. Yo no he dicho que haya estado mal.

–¿Y qué te parece si los dos decimos que no ha ocurrido nada en absoluto?

Ah, no. No iba a dejar que se librara tan fácilmente. Enarcó una ceja.

–¿O que sí?

Quería levantarse ya y vestirse, pero, por las mañanas, la pierna derecha no le funcionaba a la perfección. La tenía entumecida desde la rodilla hasta el muslo, y siempre tardaba unos minutos en llevar a cabo todo el proceso. Y necesitaba un bastón. Tenía un bastón junto a la cama, algo que odiaba. Gimoteaba y jadeaba de dolor mientras se ponía en pie y conseguía, poco a poco, que la pierna le funcionara.

Así pues, no pensaba hacer todo aquello con público. Tenía su orgullo.

–Creo que tu teléfono móvil está sonando en la otra habitación –dijo.

–Mierda –dijo él. La señaló antes de girarse hacia la puerta–. No te muevas de ahí.

Sí, claro. En cuanto salió, ella se levantó de la cama. Como era de esperar, su pierna derecha no aguantó, y ella se cayó de rodillas.

–Ay… Demonios… –susurró, al notar la descarga de dolor por el nervio. Cerró los ojos con fuerza y respiró lentamente para soportar el dolor mientras se levantaba, tal y como había aprendido a hacer.

–No me estaba llamando nadie… –dijo Lucas, mientras entraba de nuevo en la habitación. Rápidamente, se acercó a ella y la ayudó a levantarse agarrándola por las caderas–. ¿Estás bien?

–¡Sí! –exclamó ella.

Le apartó las manos de golpe y trató de apartarlo, pero él era enorme e inamovible, y siguió allí, sujetándola, hasta que, por fin, Molly consiguió que la pierna la sustentara.

–Ya está –murmuró, y dio un par de pasos para alejarse. Era muy consciente de que llevaba muy poca ropa, y de que él era una presencia muy poderosa.

Y, también, de que la estaba mirando con lástima.

–He dicho que estoy bien.

Él alzó las manos.

–Te he oído perfectamente.

–Pero no te lo crees.

–No puedo creerlo, porque estás pálida de dolor –dijo Lucas–. Siéntate.

–No.

–Molly –dijo él, en un tono de frustración–. Por favor.

Entonces, ella cedió y se sentó a los pies de la cama. En aquel preciso instante, la pierna volvió a fallarle, pero ella lo disimuló a la perfección.

–Tenemos que hablar de una cosa –le dijo Lucas, con mucha seriedad.

–No voy a ponerle nota a tu actuación de anoche –replicó ella.

–No es eso… –empezó a decir él, pero, al instante, entrecerró los ojos–. Espera, ¿qué significa eso?

–Nada.

–Entonces, ¿estás diciendo que estuve fatal?

Ella se echó a reír.

–Bueno, si no lo recuerdas, es que no pudo estar muy bien, ¿no?

Por supuesto, ella solo estaba bromeando, pero él frunció el ceño como si nunca se le hubiera pasado por la cabeza el hecho de ser algo menos que asombrosamente bueno.

–¿De qué querías hablar? –le preguntó.

Aunque todavía estaba distraído, cabeceó.

–Había dos elfos esperándote en la entrada de la oficina esta mañana.

Ella enarcó una ceja.

–¿Sigues borracho?

–No, claro que no. Eran tu vecina y una amiga suya. Hablaban de un Santa Claus malvado.

–La señora Berkowitz –respondió ella–. Ha estado trabajando en un pueblecito navideño en Soma y cree que hay algo podrido.

–No puedes llevar ese caso, Molly. Tienes que rechazarlo.

Ella enarcó las cejas.

–Sé que no acabas de decirme lo que tengo que hacer. Aunque hayamos dormido juntos.

Lo dijo para provocar una reacción en él, y lo consiguió.

–Está bien. En primer lugar, esto –dijo Lucas, moviendo un dedo entre ella y él– no ha sucedido.

–Estás muy seguro, ¿eh?

Por el modo en que él abrió y cerró la boca, quedó claro que no estaba seguro de nada en aquel momento. Ahora que ya estaban los dos enfadados, ella se levantó de nuevo, y sintió el mismo dolor en la pierna. No vio la manera de impedir que él notara su cojera, pero se acercó a su ropa de todos modos y empezó a vestirse sin mirarlo.

–¿Te levantas así todas las mañanas? –le preguntó Lucas, en un tono calmado.

–No. Normalmente, me levanto de buen humor, pero, entonces, me encuentro con algún idiota.

–Me refiero a tu pierna –dijo él–. Tienes mucho dolor.

Ella suspiró. En realidad, siempre sentía dolor.

–Estoy bien.

Se puso el vestido por debajo de la camiseta. Después, sin quitársela, porque tenía la intención de quedarse con ella, fue hacia la puerta.

–Tengo que irme.

–Espera –le dijo él, alcanzándola en la puerta–. Con respecto a lo de anoche…

–Sí, ya lo sé. No quieres que se entere nadie y bla, bla, bla.

–Ocurriera lo que ocurriera anoche –replicó Lucas, mirándola con intensidad–, no puede volver a pasar.

Ella se quedó decepcionada, aunque sabía perfectamente que la noche anterior no había pasado nada. Sin embargo, estaba enfadada con él por decirle que no podía volver a suceder, así que dio un resoplido.

–No te preocupes. Con una frasecita como «Te voy a volver loca, nena», no va a volver a pasar.

Él empezó a asentir, pero se detuvo. Hizo un gesto de dolor.

–¿Hice que…? Mierda –musitó. Se miró las botas. Después, miró a Molly a los ojos, con cara de preocupación–. Hice que te sintieras bien, ¿no?

Al pensarlo, ella notó un pequeño cosquilleo en las zonas erógenas, y eso la molestó aún más. Se encogió de hombros.

Él se quedó horrorizado.

–¿No?

Lo cierto era que ella estaba segura de que, si Lucas se lo proponía, conseguiría sin esfuerzo que ella se sintiera bien. Era un tipo listo, con capacidad de resolución, seguro de sí mismo y muy agudo. En el trabajo era muy dinámico y tenía un gran instinto que casi nunca le fallaba, dos cualidades que, sin duda, también le favorecerían en la cama, y a las mujeres que tuvieran la suerte de estar allí con él. Todos aquellos rasgos eran muy atractivos en un hombre… para una mujer normal.

Pero ella no era una mujer normal. Así pues, sonrió una última vez, vagamente, y fue hacia la puerta.

Él posó la palma de la mano sobre la superficie para mantenerla cerrada.

–Aparta –le dijo ella.

–Todavía llevas puesta mi camiseta.

Y, si se la llevaba al trabajo, todo el mundo se daría cuenta de que habían pasado la noche juntos. Se la quitó, se la arrojó y abrió la puerta de par en par.

–Molly –dijo él, con exasperación–. Los elfos. El caso del Santa Claus malvado. Dime que no lo vas a aceptar.

–No puedo decirte eso, porque ya no te hablo –respondió ella.

Bajó las escaleras, pasó por delante de la tienda de artículos para mascotas, la tienda de artículos de oficina y el nuevo centro de spa, y fue directamente a la Tienda del lienzo. Una de las personas que trabajaba allí, Sadie, le había hecho a Molly el único tatuaje que tenía, y de la experiencia había surgido una amistad.

Sadie la saludó con la mano. Estaba con Ivy, la dueña de la camioneta de tacos de la calle que había detrás del edificio. Ivy, como ella, iba a veces a la tienda de tatuajes en busca de calma y cordura, algo que Sadie siempre era capaz de proporcionar junto a una dosis de sarcasmo.

Las dos se habían hecho amigas suyas, y era como si se conocieran de toda la vida.

–¿Cómo va todo? –preguntó Molly.

–Bueno, teniendo en cuenta que es un día laborable… –dijo Ivy, y se encogió de hombros. Bajó de un salto del mostrador y se dirigió hacia la puerta–. ¡Intentad que sea bueno! –exclamo, antes de desaparecer.

–¿Y tú? –le preguntó Molly a Sadie.

Sadie miró el pequeño árbol de Navidad que había puesto en la tienda. Debajo del abeto había varios regalos, y ella suspiró.

–Ninguno de los paquetes que tiene mi nombre ha ladrado todavía, y eso es un poco decepcionante, pero… –dijo. Entonces, se fijó en la ropa de Molly y abrió unos ojos como platos–. Vaya, vaya. Un momento. Ayer llevabas esa ropa cuando te vi. Ayer. ¿Acaso Molly Malone está haciendo el camino matinal de la vergüenza, lo nunca visto?

Molly hizo un mohín.

Y Sadie sonrió.

–Vaya, pues la Navidad ha llegado con antelación para mí. ¿Recordaban su funcionamiento todas tus partes?

–Bueno, en realidad, no es lo que parece.

–Ah… –murmuró Sadie.

–¿Me dejas que me duche aquí?

–Claro –dijo Sadie–. Y, a cambio de los detalles, te dejo ropa limpia.

Aquel era un buen trato, porque Sadie tenía una ropa increíble. Aquel día llevaba un top muy bonito y vaporoso, unos pantalones vaqueros ajustados y unos botines que habrían hecho babear a Molly si no estuviera alterada por la noche y la mañana que había tenido.

–Nada de detalles –le dijo a su amiga–, pero te invito a un café y una magdalena de la cafetería en el primer descanso que tenga si tienes Advil.

Sadie sacó un frasquito de su bolso.

–Bienvenida a la madurez, donde el Advil lo es todo. ¿Quién es él?

–¿Quién?

Sadie puso los ojos en blanco, y Molly suspiró.

–No te lo voy a decir.

Sadie ladeó la cabeza y la observó.

–Lucas.

–Cómo demonios…

A Sadie se le salieron los ojos de las órbitas.

–¿En serio? ¿He acertado? –preguntó, y se echó a reír–. Buena elección –dijo, con cara de aprobación.

–No, no. No es ninguna elección –dijo Molly–. Es…

–¿Guapísimo?

Bueno, sí, eso sí.

–¿Perfecto?

–No –respondió Molly rápidamente–. No es perfecto.

–Pues mejor –dijo Sadie–. El elegido nunca debería ser perfecto.

–Y tampoco es el elegido –dijo Molly–. Eso es absurdo.

Por muchos motivos, uno de los cuales era que, aunque Lucas era increíblemente serio y profesional en el trabajo, fuera del trabajo no lo era. Le gustaba mucho jugar, y tenía un encanto y una manera de flirtear que atraía a las mujeres con facilidad. Pero a ella, no.

Ella tenía problemas para confiar en un tipo como él.

–Bueno –dijo Sadie, asintiendo–. No estás lista para el elegido. Bueno, pues que sea el elegido de una noche. Antes de que venga otra y se lo lleve.

Molly abrió la boca y volvió a cerrarla para no decir nada de lo que pudiera arrepentirse. Como, por ejemplo, que acababa de darse cuenta de que no le gustaba nada la idea de que Lucas se acostara con otra mujer. Y eso era algo muy incómodo, así que tenía que superarlo rápidamente.

Veinte minutos después, cuando entró en la oficina de Investigaciones Hunt, ya no le parecía divertido el jueguecito de dejar que Lucas pensara que se habían acostado. La señora Berkowitz ya no la estaba esperando, pero había otro millón de cosas que sí, como, por ejemplo, una batalla con el seguro de salud de Investigaciones Hunt por una parte de la cobertura del tratamiento médico de Lucas.

A ella le encantaba su trabajo. En su familia no había dinero para ir a la universidad, y, aunque ella tenía pensado sacarse una beca para estudiar, había tenido que abandonar aquellos planes al destrozarse la pierna. Por pura desesperación, había empezado a trabajar de administrativa mientras Joe estaba en el ejército. Había cambiado de trabajo en varias ocasiones y había ido mejorando su capacidad laboral hasta que Joe había vuelto a casa y había conseguido trabajo para él y para ella en Investigaciones Hunt.

Sin embargo, después de pasarse dos años detrás del mostrador de la recepción, quería más. Le había rogado a Archer que le permitiera hacer las comprobaciones de la situación de las empresas y recabar la información necesaria para apoyar las investigaciones, y él se lo había concedido encantado, porque esas dos tareas representaban una sobrecarga de trabajo para los demás. Y ella lo había hecho muy bien, les había proporcionado información muy valiosa durante todo el año. Aunque tenían a un encargado de Tecnologías de la Información, el propio Lucas, ella sabía que podía llegar a ser tan buena como él con un poco de formación.

Seguramente.

De todos modos, aunque le encantaba haber metido un pie en el campo de la investigación, no se sentía satisfecha. Quería algo más.

Quería participar en las misiones.

Archer le había dicho que, aunque era muy inteligente y le agradecía todo lo que estaba haciendo, no podía permitir que resultara herida. Y Joe había sido mucho menos diplomático todavía; directamente, se había negado a hablar de aquel tema con ella. Y lo entendía; la apariencia física era muy poderosa a la hora de crear impresiones, y ella tenía aspecto de debilidad, no de fuerza.

No le quedaba más remedio que demostrarles que estaban equivocados.

–Necesito que nos envíe la documentación por fax –le dijo el agente de seguros, después de tenerla esperando treinta minutos–. Esto ya se lo dije la semana pasada.

–Claro –dijo Molly–. Voy a buscar mi DeLorean para volver a 1987 y recoger mi fax. ¿Es que no puedo enviarles las páginas escaneadas?

–No aceptamos documentación escaneada. Tiene que ser enviada por fax o por correo ordinario.

Necesitaba más cafeína para soportar aquello. Después de la llamada, fue a la sala de personal y se encontró con Archer. Lo señaló con el dedo índice.

–Has echado a esas encantadoras ancianitas que necesitaban que las ayudaras.

–No aceptamos ese tipo de casos.

Ella lo fulminó con la mirada.

–¿Te refieres a los casos de ancianos?

–Estamos ocupados hasta dentro de cinco meses. No tengo a nadie disponible.

–¿O es que no tienes interés?

Archer estuvo a punto de exhalar un suspiro.

–Mira, sé que estás aburrida. Sé que quieres hacer más cosas. Lo entiendo. Estoy trabajando en ello. Pero no voy a asignarte un caso sin que tengas la formación y la experiencia necesarias. Cuando estés preparada, tendrás casos propios, te lo prometo. ¿De acuerdo?

Ella suspiró.

–De acuerdo.

–Eres una empleada muy valiosa de esta agencia, Molly. No estoy tratando de aplacarte. Lo único que te pido es un poco de paciencia hasta que estés lista.

–¿Y estás seguro de que no es al revés? ¿De que tú no estás preparado para mí?

Al oír aquello, Archer se rio.

–El mundo no está preparado para ti –dijo, y se puso serio de repente–. Pero lo estará, y, cuando sucedan las cosas, tú estarás preparada y podrás trabajar con seguridad.

–¿Y mientras?

–Mientras, voy a pedirte que te hagas cargo de la investigación y la información de un par de casos. Ya te lo he enviado por correo electrónico.

Sabía que le estaba arrojando un hueso, pero estaba dispuesta a aceptarlo. Aunque ya se le estaba acabando la paciencia. Y, más aún, cuando se encontró a Joe un poco más tarde.

–No vas a hacerte cargo de ningún caso –le dijo su hermano, mientras le daba un mordisco a un sándwich. Acababa de volver de una operación en la que había tenido que intervenir todo el equipo y tenía tres minutos antes de marcharse a una vigilancia de otro caso.

Su trabajo sí que era interesante, demonios.

–Creo que tengo derecho a hacer el trabajo que yo quiera –respondió con frialdad.

Joe suspiró y bajó el sándwich. Eso de que su hermano apartara la comida era muy raro, y quería decir que se había puesto muy serio.

–Molly, escúchame. No puedo imaginarte a ti haciendo el trabajo que hago yo, corriendo peligro constantemente.

–Pero tú sí lo haces. ¿Crees que yo no me preocupo? ¿O que Kylie no se preocupa? –preguntó ella, refiriéndose a su novia.

–No quiero que te pase nada –respondió él con terquedad.

Las palabras que no pronunció fueron «otra vez». Porque los dos sabían a qué se estaba refiriendo en realidad: a aquel momento de su vida en que ella se había adentrado en su mundo y había estado a punto de morir. Todavía tenía las cicatrices, por dentro y por fuera.

Y él se culpaba por ello.

Pero ella, no.

–Mira, Joe –le dijo, suavemente, con la esperanza de conseguir que la entendiera y terminar de una vez por todas con aquella conversación–. Soy inteligente, tengo recursos y soy fuerte.

Él asintió.

–Todo eso lo he aprendido de ti –le dijo ella, y le apretó una mano. Sonrió al ver que él se quedaba sorprendido–. Tú siempre me has cuidado, Joe. Siempre. Y te lo agradezco muchísimo. Pero estoy bien, ¿de acuerdo? Estoy muy bien. Y ya es hora de que me sueltes, de que me permitas tomar mis propias decisiones.

–No sé si puedo –reconoció él–. Pero lo voy a intentar.

–Inténtalo con todas tus fuerzas –le sugirió ella.

E-Pack HQN Jill Shalvis 2

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