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Capítulo 13

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#Scrooge

A Molly le latía el corazón con fuerza. No sabía por qué estaba replanteándose lo que quería hacer con Lucas Knight. Necesitaba aquello. Lo necesitaba a él. Le asustaba pensar lo mucho que lo deseaba, pero los dos eran personas adultas y podían hacer aquello y continuar con su vida. Para empezar, Lucas no quería tener ataduras, y ella, tampoco. Y, para continuar, estaba muy oscuro y él no iba a poder ver nada.

En aquel preciso instante, volvió la electricidad y se encendió la luz del porche, que entró por la ventana.

Ella pestañeó mientras Lucas murmuraba su nombre. Él la besó y la abrazó. Después, la miró con intensidad.

–¿Has terminado de replantearte las cosas? –le preguntó–. Porque…

Él dejó de hablar cuando ella deslizó las manos por debajo de su camisa y le acarició la piel suave y cálida.

–Molly –dijo él con la voz enronquecida–. Necesito oírte decir las palabras.

–Sí, ya he terminado de replantearme las cosas –dijo ella.

–¿Y?

–Y te deseo. Por esta noche.

Al instante, él le quitó el impermeable que le había dejado, y se quitó inmediatamente la camisa. Después, la empujó suavemente, hasta que ella notó el sofá en las pantorrillas. Sin dejar de besarla, él los tendió a los dos sobre los almohadones, con cuidado de no aplastarla.

–¿Dónde está la luz? –preguntó él.

–Nada de luz.

Él se detuvo un instante, pero después continuó. Le besó la mandíbula y el cuello mientras susurraba palabras suaves y sexis. Ella no podía concentrarse en aquellas palabras, pero sí percibía su intención erótica.

Entonces, él le bajó el vestido por los hombros, junto a los tirantes del sujetador. Cuando atrapó uno de sus pezones con la lengua, ella sintió un calor que le arqueó la espalda e hizo que gritara. Trató de contener aquellos sonidos de desesperación, pero no lo consiguió. Él siguió quitándole la ropa, lentamente.

Y, después, se quitó la suya.

Y, después, se arrodilló en el suelo y le separó las piernas con unas manos fuertes, cálidas y encallecidas, y comenzó a besarla de nuevo, descendiendo hasta que llegó a su vientre. Un minuto después, encontró su sexo y la mantuvo al borde del orgasmo durante mucho tiempo, mientras ella se agarraba a su pelo con los puños.

Y olvidaba mantenerse en silencio. Había perdido el dominio sobre sí misma en cuanto él le había puesto la boca encima. Lucas utilizó los dientes y los labios y, cuando añadió la lengua, ella explotó entre estremecimientos y jadeos, y de ningún modo habría podido reprimirse.

Él emitió un sonido de satisfacción masculina mientras ella trataba de captar aire. Entonces, Molly oyó el sonido del paquete de un preservativo rasgándose, y él volvió, entró en su cuerpo con una embestida suave y lenta.

Había olvidado lo increíble que era sentir aquellos movimientos largos, lentos, controlados y profundos. Era más de lo que podía soportar, pero quería más, y se lo demostró a Lucas clavándole las yemas de los dedos en la espalda.

Lucas le agarró las muñecas y entrelazó sus dedos con los de ella por encima de su cabeza, y elevó su peso sobre ella para controlar mejor sus acometidas.

Y, por primera vez, ella hubiera querido encender la luz. No veía mucho, pero, por la penumbra que proporcionaba la luz del porche, vislumbraba el suave brillo de su piel y las flexiones de sus tendones y músculos. Observó fascinada su cuerpo, que se movía de un modo constante, incesante. No podía apartar la vista de él, de su cabeza estirada hacia atrás a causa del placer.

Entonces, él bajó la cabeza y la sorprendió mirándolo.

–Molly –susurró.

Tenía la voz entrecortada y una expresión de éxtasis y afecto. Gruñó, apoyó el peso en los codos y deslizó una mano por debajo de ella para arquearla y poder hundirse aún más profundamente. La acarició con todo el cuerpo hasta que empezó a formarse otra oleada de placer contenido en ella, y Molly, jadeante, metió las manos entre su pelo y susurró su nombre sin dejar de temblar. Notaba su boca en el cuello, y notó que él se estremecía al dejarse llevar por las sensaciones eróticas.

Cuando recuperó la conciencia, estaban los dos en el suelo, y él la tenía envuelta en el calor de su cuerpo. Ella estaba acurrucada contra él y oía los latidos de su corazón.

Molly exhaló un suspiro tembloroso, pero ninguno de los dos dijo nada, porque no podían. Ella apenas podía pensar. ¿De verdad acababan de hacerlo?

–Eso parece –dijo él, y Molly se dio cuenta de que había hecho la pregunta en voz alta.

Oh, Dios…

Él deslizó la palma de la mano por su nalga y por la parte trasera de su muslo.

–¿Estás bien?

¿Estaba bien? Hizo un rápido recuento. Estaban en el suelo, y ella nunca se había sentido tan cómoda ni tan satisfecha. No podía moverse, solo podía seguir allí tumbada con su cara en el hueco del hombro de Lucas. Asintió; estaba demasiado relajada como para ponerse a la defensiva por aquella pregunta. Él olía deliciosamente bien, y no pudo resistir la tentación de lamerle la piel.

–¿Acabas de chuparme como si fuera una piruleta? –le preguntó Lucas, en un tono perezoso y lleno de humor.

En vez de responder, ella le clavó los dientes.

Él soltó un siseo y rodó hasta que la tuvo bajo el cuerpo. Le tiró suavemente del pelo para exponer su cuello y devolverle el favor, mordisqueándole la garganta, la curva del hombro…

Y, cuando siguió hacia abajo, ella se arqueó hacia él.

–¿Otra vez? –murmuró, agarrándose a su pelo.

–Oh, sí, otra vez –respondió él.

Sin embargo, en aquella ocasión, la levantó del suelo en sus brazos con un movimiento ágil y atlético.

–Pero, ahora, vamos a tu cama. ¿Dónde está la luz?

Aquella pregunta fue como un jarro de agua fría para Molly.

–¿Por qué? –preguntó.

–Quiero verte.

No. Eso no iba a suceder. Ella se zafó de sus brazos y buscó su ropa a tientas y, cuando tocó algodón, lo tomó y se lo puso por la cabeza.

La tela cayó hasta sus muslos. Era la camiseta de Lucas.

–¿Molly?

–No te muevas –le dijo ella–. Te vas a tropezar.

Caminó hasta la pared y encendió la luz. Pestañeó mientras sus ojos trataban de adaptarse al repentino brillo.

Lucas estaba en el centro de la habitación, desnudo, glorioso, perfectamente adaptado a la luz. Tenía un físico increíble.

Sin embargo, fue su expresión lo que estuvo a punto de pararle el corazón. Era de afecto, de una ligera preocupación.

Ella le gustaba.

Y él le gustaba a ella. Demasiado. Estaba sintiendo demasiadas cosas, y eso la aterrorizaba. Además, no tenía sentido para ella, porque siempre había necesitado sentirse cómoda y segura para enamorarse.

Y no se sentía ni cómoda, ni segura. No creía que aquello pudiera funcionar, así que no tenía ninguna seguridad.

–Me gustas así –dijo él, al verla con su camiseta, y caminó hacia ella–. Pero me gustarías más…

Ella retrocedió, y él se detuvo. Ladeó la cabeza.

–¿Tenemos algún problema? –preguntó.

–Tú no tienes ningún problema. El problema lo tengo yo.

–¿Y cuál es?

Ella miró a todas partes, salvo a él. Al techo, al suelo. Al sofá donde acababan de estar. Dios, ya nunca iba a poder mirar igual aquel sofá…

–Molly.

Ella cerró los ojos con fuerza. Se sobresaltó al oír su teléfono móvil, y fue a responder la llamada.

Era su padre.

–Sharon no ha venido –le dijo él.

Sharon era la enfermera que iba a cuidarlo a casa, por horas. Iba dos tardes a la semana y se quedaba hasta la cena. Ella misma cocinaba, o le llevaba comida preparada. Aquella noche era la noche de Sharon; Molly miró la hora. Era casi medianoche. Su padre llevaba solo demasiado tiempo.

–Yo te llevo la cena –le dijo.

–¿Te he despertado?

–No.

–¿Seguro? Parece que te falta el aire. ¿Va todo bien?

–Claro que sí, papá. ¿Qué quieres cenar?

–Un Big Mac.

–Ya no puedes tomar de esas cosas. Tu médico ha dicho que tienes el colesterol por las nubes.

–Sois unos aguafiestas.

–Estoy allí dentro de media hora.

Colgó el teléfono y se giró hacia Lucas.

–Tengo que irme.

Rebuscó en su mochila los pantalones que se había quitado en el Pueblo de la Navidad para ponerse el traje de elfo.

–No llevas ropa interior –comentó Lucas, en un tono de aprobación, al ver que ella se ponía el pantalón sin buscar las bragas.

Ella lo miró, y él sonrió.

–Solo con eso, voy a tener sueños muy agradables durante mucho tiempo.

Lo mismo iba a ocurrirle a ella solo con haber oído aquella voz enronquecida y sensual. Se puso una de las botas y el tacón se torció, y él se estremeció por ella. Se acercó para sujetarla, pero ella lo apartó.

–¡No pasa nada!

Se sentó en el suelo, se calzó la otra bota y se apartó el pelo de la cara. Después, giró a su alrededor, encontró el impermeable que él le había prestado antes y se lo puso sobre su camiseta. Tomó el bolso y se dirigió hacia la puerta.

–Molly.

–Cierra al salir –le dijo ella, y, sin mirar atrás, salió corriendo como la cobarde que era.

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