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San Simeón el estilita y el caballero bizantino Kosmas

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CUANDO LA ROSA del cristianismo abría sus pétalos en los calores de Oriente y perfumábase el aire con el olor de santidad de tantos cenobitas y anacoretas del desierto, nació Kosmas en la ciudad de Antioquía en el seno de una noble familia griega. Kosmas fue un niño dócil, de pelo rubio y sonrisa abierta. Su madre le educó en el amor a Cristo y Kosmas, por las tardes, después de sus juegos, se encantaba oyendo de labios de su vieja nodriza la vida y los hechos de los apóstoles, esos hombres arrebatados y ebrios de Dios. Kosmas fue muy aplicado y pronto aprendió a leer en copto y en siríaco. Cuando se levantaba un poco el aire, Kosmas se sentaba bajo una higuera y leía las dulces palabras de la Didaché. Un cuervo llegaba volando y se posaba sobre sus hombros. Era un cuervo muy letrado, pues graznaba enfurecido así que veía una interpolación en el texto, y hacía muchos aspavientos con las alas. Kosmas no sabía qué pensar.

Así que llegó a la edad viril, Kosmas aprendió el arte militar y fue al gimnasio. Fue diestro en la espada y en el manejo del arco y fue asimismo un excelente jinete y gran conocedor de caballos. Mientras se ejercitaba en tales menesteres, su maestro, que era un bizantino de Éfeso, cantaba a grandes voces un peán didáctico que tenía la virtud de secar el sudor así que este salía por los poros y acomodaba la respiración al ritmo de los ejercicios. Estudió también filosofía y los comentarios al paralipómenon de san Efrén, que era orador, místico y poeta. San Efrén, que había nacido en Nísibis de Mesopotamia, era llamado, por sus versos sublimes, «La Cítara del Espíritu Santo». Kosmas aprendió de memoria los Carmina Nisibena, pero también agudizó su espíritu en la ortodoxia y supo bien pronto descubrir en cualquier texto los errores de los herejes. Kosmas descubrió asimismo que en algunos lugares del Imperio todavía se practicaban, a pesar de la prohibición, numerosos cultos paganos, como el del nefasto dios Serapis, muy extendido en las provincias orientales. Decididamente, el mal seguía corrompiendo las almas de los hombres, y el diablo, de una forma u otra, procuraba entorpecer la obra de los santos. A veces el diablo se aparecía al conjuro de los Magos y salía del fondo del desierto en formas espantables. Kosmas leyó un día en Teodoreto que Juliano el Apóstata, haciendo un encantamiento para invocar a los demonios, fue tan terriblemente asustado al ver algunos espectros que obedeciendo a la voz de los Mágicos se le presentaron que, creyéndose en un gran peligro, hizo prontamente sobre sí la señal de la cruz, según la costumbre de los cristianos, y por el hábito que había tomado cuando profesaba su religión. «Y la virtud de esta sagrada señal fue tan soberana que puso en huida a los espectros y a los demonios que le estremecían, y desconcertó todo el aparato mágico.»

A los veinte años, Kosmas fue enviado a Constantinopla, junto a su tío Basilio, gran estratega del Imperio, y estudió Derecho muy provechosamente. Su tío Basilio le colocó en la Administración del Estado y fue secretario del logoteta del Tesoro Público, hombre violento y atrabiliario, pero que amaba mucho el canto de los pájaros mecánicos. Kosmas inventó un hábil sistema de contabilidad y controló al céntimo todos los impuestos. Creó oficinas para la capitatio, especie de impuesto personal, y su labor fue presidida por la equidad, «sin dolo y sin fraude». En la Vida de León I se lee que «los pobres, antes abrumados, pudieron reanudar la vida, cultivando cada uno su campo y recogiendo el fruto de su viña, sin que nadie intentare arrebatarle el olivo y la higuera que le dejaron sus padres; todos tuvieron un reposo habitual a la sombra de los árboles que les habían dejado en la herencia». Sin embargo, Kosmas tuvo frívolos amores con cortesanas frigias, las más temibles del Imperio, y fue hombre fácil en dinero, en regalos de maravillosas flores artificiales, en perfumes afrodisíacos. Fue célebre su peña, un tanto disoluta, a la que concurrieron los primos Galvanius, parientes romanos del emperador, el «cuestor» Humberto, el «gran doméstico» Julio y el «gran drongario» Ortoneda. Más tarde se arrepintió de todo este período de su vida e hizo penitencia.

Avanzando en su carrera política, Kosmas fue nombrado Recaudador General de Contribuciones, cargo que llevaba implícitas las tareas de inspección de los tributos. Viajó intensamente por todas las provincias del Imperio y estuvo en Roma cuando la invasión de los bárbaros. Sus ojos contemplaron escenas de horror en las fronteras: pillajes, incendios, violaciones. Los bárbaros manejaban diestramente carros con grandes cuchillas en las ruedas que segaban la vida en las legiones, y llevaban cráneos humanos momificados en lo alto de sus estandartes. Remitió cartas a Constantinopla relatando las hazañas de los visigodos de Alarico, de los hunos de Atila y los ostrogodos de Teodorico, sembrando con sus relaciones el pánico en Bizancio. En las Galias se hizo amigo de una piadosa y misteriosa dama llamada Egeria que había viajado por el desierto de Nitria, en Egipto, conversando con los anacoretas en su camino a Jerusalén. Egeria había escrito un libro contando sus aventuras, que tituló Peregrinatio ad loca sancta.

Vuelto a Constantinopla, partió luego Kosmas hacia la tierra donde había nacido, con amplias funciones de inspección. Sus oídos se alegraron cuando su boca habló otra vez siríaco. Leyó la Historia eclesiástica de Eusebio de Cesarea y su corazón se inflamó de ardor religioso. Visitó los conventos de Qhoziba, de Mar Saba, de Kesrouan y llegó hasta los desiertos de Ouadi Natroum en busca de datos de primera mano para escribir unas Vidas que tenía proyectadas de san Antonio y san Pacomio, ya que no le satisfacían los textos que sobre los mismos habían escrito san Jerónimo y san Atanasio. No es seguro, pero parece ser que llegó hasta Etiopía, oscura tierra recién evangelizada. Según cuenta un extraño cronista, allí mató Kosmas un dragón de ocho cabezas que volaba por los aires y se posaba solo en la copa de los árboles o en la cúpula de los palacios. Kosmas lo deslumbró con un espejo y le atravesó el corazón con un dardo envenenado. De regreso, a su paso por la Tebaida, escribió un poema latino, más tarde atribuido a Sollius Modestus Apollinaris Sidonius, que fue amigo de Kosmas cuando lo de Roma. Es el poema que empieza

Abraham sanctis merito sociande patronis,

quos tibi collegas dicere non trepidem,

nam sic praecedunt, ut mox tamen ipse sequare,

dat partem regni portio martyrii.

Un día, después de recaudar unas capitatio difícilmente cobrables en Alepo, se alejó de su escolta y se detuvo a beber un jarro de vino en un mesón de la ciudad. Allí oyó contar las hazañas del «hombre que hablaba con Dios». Este hombre era Simeón, llamado el Estilita porque hacía más de treinta años que vivía encima de una columna (stylo) orando y meditando. Kosmas pasmose de tanta virtud y sacrificio y determinó ver con sus propios ojos al santo. Este tenía su columna de veinticinco metros en Quala’at Sema’an, cerca de Alepo, y era la más alta de las que había utilizado hasta entonces, pues las anteriores habían medido cinco, seis y once metros, respectivamente.

Cuando Kosmas llegó a Quala’at Sema’an, una muchedumbre rodeaba la columna del santo. Había griegos, armenios, sirios y negros africanos. Todo el mundo se hallaba postrado rezando. Kosmas se sentó en el suelo y esperó a que viniera la noche. Cuando la gente se hubo ido Kosmas cogió una escalera y apoyándola en la columna subió hasta donde estaba san Simeón. Vio una faz estremecedora, inmóvil. La faz le habló toda la noche.

A la mañana siguiente, Kosmas hizo penitencia. Se instaló en Alepo y ordenó a su servidumbre que no le faltara nada a san Simeón. Los criados llevaron a este dátiles, sandías y melones, frutas que hicieran pasar la sed, y las colocaron en una cestita que pendía al pie de la columna; pero san Simeón no aceptó más que tres dátiles. Kosmas comprendió en seguida lo que quería significarle el santo. Kosmas volvió a hablarle durante la noche.

Al cabo de unos días avisaron a Kosmas que san Simeón el Estilita había muerto. Sus discípulos, los estilitas Antonio y Daniel, que a diferencia del maestro protegían sus columnas con toldos y barandillas, estaban consternados y, por primera vez, lloraban públicamente. Kosmas sacó seiscientos soldados de Antioquía y con ellos protegió el cuerpo de san Simeón, que la multitud quería llevarse a toda costa. De acuerdo con el magister militum, Ardabour, lo puso a disposición del patriarca Martyrius. Más tarde, el emperador León lo hizo transportar a Constantinopla y elevó allí un santuario.

Algo debió ocurrir en el corazón de Kosmas. Muchas veces se sentaba junto a la vacía columna del santo y meditaba. Parece que vivió el resto de su vida muy santamente y renunció a su cargo. Las crónicas, por más que he indagado, no dicen ya nada más de Kosmas, ese bizantino economista y aventurero. Su memoria, como tantas otras, se ha perdido en la oscuridad de los siglos.

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