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Nicéforas y el grifo
ОглавлениеNO ES QUE LAS COSAS fueran irreconocibles, ni muchísimo menos, pero su diáfana pequeñez se cortaba en dilatados y extraños paisajes que, desde lo alto, semejaban un mundo nuevo y fascinante. El caballero Nicéforas, montado en su grifo, sentía el aire chocar contra su armadura de hierro mientras contemplaba los ríos y los valles, los castillos encaramados en escarpadas rocas, los burgos casi desiertos. Sus aventuras le habían llevado muy lejos, recorriendo de continuo con su grifo el país de los búlgaros y hasta el de los magiares, y siempre retornaba indemne y con la rosa de una sonrisa de mujer prendida en el pomo de su espada. Quien dice una sonrisa dice también un pañuelo perfumado o algo más íntimo todavía, como la camisa que le diera en prenda la dulce Esclarmonda, desencantada por Nicéforas en una alcoba real llena de espejos giratorios. En aquella ocasión, el lecho exhaló abandonadas palabras, arrebatados y suspirantes ecos.
Aunque bizantino, Nicéforas despreciaba la corte decadente de Constantinopla y a su emperador, el basileus. Por eso siempre era como un extranjero en su tierra y prefería viajar en busca de lo maravilloso. No sabía exactamente quién era, salvo la nobleza de su linaje y la existencia de una misteriosa tía llamada Liscaris que, aunque griega y princesa, fue condesa de Pallars en Cataluña. Esta tía le mandaba, de vez en cuando, cariñosas misivas y regalos que le entregaba el duque catalán de Atenas. Un día, cuando niño, le mandó un libro, el Yvain ou le chevalier au lion, y quedó deslumbrado por su contenido. Se lo aprendió de memoria y muchas veces solía recitarlo:
Il avint, pres a de set anz,
Que je, seus come païsanz
Aloi querant avantures,
Armez de totes armeüres
Si come chevaliers doit estre,
Et trovai un chemin a destre
Parmi une forest espesse.
Desde entonces Nicéforas quiso ser caballero andante y muy pronto partió en busca de aventuras. Sus lances se hicieron famosos en toda la Romania, pues combatió contra infinitos monstruos: dragones alados, serpientes enormes, gigantes descomunales, pérfidos enanos, etc. Visitó castillos encantados cuyas cámaras vacías estaban iluminadas por un bosque de cirios encendidos y en las que se oían cavernosas voces ininteligibles. Combatió asimismo con caballeros de mérito, volviendo siempre victorioso, y viajó por Alemania y Francia, llegando hasta Irlanda, en donde repitió la hazaña del caballero Owen visitando el Purgatorio de San Patricio. Allí grabó su nombre en la piedra, y de ello da fe Ramón de Perellós, que vio la inscripción años más tarde y lo constata en su libro.
El hallazgo del grifo representó para Nicéforas un paso decisivo para su reputación, ya que a partir de entonces se le designaba también como el Caballero del Grifo. Este portentoso animal, que volaba a gran altura y hacía a Nicéforas inexpugnable, fue un regalo de un mago persa al que se le cayó su anillo en un lago, siendo Nicéforas quien se lo devolvió buceando en las aguas. El mago dejó de llorar y, entrando en una floresta, volvió con el grifo atado a una cuerda y se lo dio. El grifo dio tres vueltas alrededor de Nicéforas gritando: «Vuestro soy».
La tía Liscaris seguía mandándole regalos desde Cataluña: un yelmo cincelado, unos guantes perfumados, el Jaufré. Un día recibió una carta de un amigo de su tía, un tal Ramón Muntaner que había sido mestre racional en los tiempos de la Compañía Catalana, interesándole, de parte del rey, aunque muy veladamente («¿qué os diré?»), el envío de la cabeza de san Jorge, que se suponía oculta en aquellos lugares. A partir de entonces menudearon los encargos reales hechos a través de Ramón Muntaner, que se reveló a Nicéforas como un tipo formidable. Más tarde le puso en contacto con dos caballeros catalanes que, en misión real, se hallaban en Grecia, llamados Tomàs Çafont y Blasco de Alama, este último poeta e inventor de la «máquina de trovar». Tanto el uno como el otro se convirtieron en dos amigos inseparables de Nicéforas.
Cuando murió Ramón Muntaner, el caballero bizantino siguió recibiendo encargos reales, más o menos nebulosos, directamente de la Cancillería. Por ello, seguramente, lo encontramos relacionado con los «documentos misteriosos» de Eleonor, duquesa de Atenas, que L. Nicolau d’Olwer estudió y publicó descifrados pocos años antes de morir. El historiador bizantino Pachymeras, contemporáneo de estos hechos, no dice nada de nuestro caballero, pero Gregoras, por el contrario, da a entender que Nicéforas se apareció con su grifo a Juana de Nápoles, que se hallaba peinándose en su tocador, y la obligó a transigir en el asunto de la duquesa. Juana, que había tenido ya tres maridos, soltó su larga cabellera sobre la espalda antes de decidirse a contestar sí o no.
Sin embargo, las cosas no iban demasiado bien para los ducados de Atenas y Neopatria, y Nicéforas, por tal motivo, viose insistentemente solicitado por la predilección real. La tarea, sin duda, era ardua, pero Nicéforas peleó con extraordinaria valentía contra toda clase de enemigos, especialmente contra los franceses, cuya caballería caracoleaba presuntuosa y fatua por los campos de Grecia. Convencido y orgulloso el poder real de la importancia y significación de la Acrópolis, mandó, como es sabido, una guardia de doce ballesteros para su protección. La orden, deliciosa e ingenua, decía así:
«Lo rey.
Tresorer: sapiats que a nos son venguts missatgers, síndichs e procurador dels ducats de Athenes e de la Patria, ab poder bastant de totes les gents del dit ducat, e han nos fet sagrament e homenatge es son fets nostres vasalls. e ara lo bisbe de la Megara, qui es j. dels dits missatgers, tornassen de licencia nostra, e ha nos demenat que per guarda del castell de Cetines (Acrópolis) li volguessem fer donar x o xij. homens d’armes. e nos vahents que açó es molt necessari e que no es tal cosa que no es deja fer, majorment con lo dit castell sia la pus richa joya quial mont sia, e tal que entre tots los reys de cristians envides lo porien fer semblant, havem ordonat que ’I dit bisbe se n men los dits xij. homens d’armes los quals entenem degen esser ballesters, homens de be qui sien be armats e be apparellats e que ls feta paga de ïij. meses, car abns que ls dits ïij, meses no seran passats, nos hi haurem trames lo vescomte de Rochabertí e lavores ell los provehirá. per que us manam espressament que vos procurets los dits xij, borneos e que estiguen apparellats de guisa que quant lo dit bisbe será aquí, no s haja a leguiar per ells una hora. dada en Leyda sots nostre segell secret a xj, dies de setembre del any mccclxxx, rex Petrus».
Como hemos dicho, este mandato real es de sobra conocido y se halla transcrito en el Diplomatari de l’Orient Català de Antonio Rubió y Lluch. Lo que no se ha sabido hasta ahora es que fue Nicéforas el capitán de dicha guardia y, por consiguiente, el responsable de la defensa de la Acrópolis. Su papel, hasta el último momento, fue brillantísimo, quedando los enemigos aterrados al contemplar, de súbito, a Nicéforas cómo salía volando de la Acrópolis con su grifo y se abalanzaba contra los despavoridos atacantes. Los famosos ballesteros, por su parte, cuidaban de aprovechar escrupulosamente la teatral aparición de Nicéforas.
Cuando se hundió la Grecia catalana, nuestro caballero desapareció por el momento. Un documento conservado en el monasterio del monte Athos refiere, sin embargo, que Nicéforas, al igual que su amigo Tomàs Çafont, casose con una princesa del reino cristiano de Armenia. La vida apacible de palacio hizo enfermar al grifo de melancolía y aburrimiento, y dícese que se entretenía meciendo con su garra la cuna del primogénito de Nicéforas, niño rubio e irascible. Entonces, sosteniéndose en el aire, entraba por la ventana un poliedro de cristal en cuyo interior se contenía el germen misterioso e invisible de la caballería andante.