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La milagrosa Navidad de Bob LanteRN

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NO HABLARÉ DE VANAS fabulaciones y misterios, que tanto estragan el gusto y la imaginación de los lectores, sino de una historia real y verídica, con mucho de enérgico alegato contra las lacras morales de una abyecta sociedad, felizmente desaparecida. Digo desaparecida porque esta historia ocurrió en Londres durante la noche de Navidad de 1835 y, por lo tanto, dicha sociedad ya no existe, pertenece al pasado. La ejemplaridad del pasado es, para todos, manifiesta.

La historia se refiere a Bob Lantern, sórdido truhán y asesino, que solo abandonaba su guarida de Cheapside para cometer algún robo, alguna violación o alguna muerte. Bob Lantern era, además, un avaro. Habitaba en el sótano de una casa miserable y era preciso bajar unas escaleras siniestras mientras los pulmones se llenaban de miasmas fétidas. Vivía amancebado con una vieja bruja llamada Temperance que solía emborracharse los sábados por la tarde derrumbándose en el suelo como un pesado elefante. A Bob Lantern esto le ponía fuera de quicio, y cuando la encontraba así exclamaba:

—¡Temperance! ¡Hija de Satanás, bruja maldita! ¿Otra vez borracha? Algún día, si Dios no pone remedio, aplastaré tu sucia cabeza contra estos muros.

No le duraba mucho el enfado a Bob Lantern, y aprovechaba la ocasión para contemplar sus monedas de oro, que escondía cuidadosamente bajo una baldosa. Temperance no podía verlo. Entonces, ante el brillo del metal, se extasiaba y murmuraba cosas incoherentes.

Bob Lantern trabajaba al abominable servicio del marqués de Río-Santo. Quien haya leído Los misterios de Londres, de Paul Féval, sabrá quién era el marqués de Río-Santo y su fascinante personalidad. El novelista lo conoció en París, durante una despedida de soltero, y, en aquella ocasión, el disipado y elegante marqués puso de moda beber champaña en el chapín de una cortesana que se reía como una histérica. Don José María Téllez de Alarcón, marqués de Río-Santo, era un verdadero dandy, poseía una fortuna inmensa y deslumbraba a la gentry con su ejército de lacayos y sus famosas écuries. Pero el marqués tenía una doble personalidad y, a veces, podía hallársele en las silenciosas oficinas de la casa de comercio Edward and Co., situada en el ángulo formado por Finch Lane y Cornhill. Un día a la semana acudían a estas oficinas unos extraños personajes y, acercándose a una ventanilla con un letrero en el que se leía «Caja», cobraban unos nebulosos honorarios. Entre tales asalariados figuraban nuestro conocido Bob Lantern, el capitán Paddy O’Chrane, el gordo Charlie, Tom Turnbull, Patrick, Saunie el Labrador y Snail el Maullador; todos ellos, por lo tanto, gente escogida y digna de estar representada en efigie de cera en un excitante Museo de los Horrores. En cierta ocasión se produjo un tumulto en las oficinas de Edward and Co. a causa de haberse vislumbrado involuntariamente el dinero que contenían las arcas, imprudentemente abiertas, de Mr. Smith, el cajero. La vida de este peligró, pero en el supremo instante, cuando ya salía un palmo afuera la lengua del infortunado, apareció el marqués en lo alto de la escalinata que conducía a los espaciosos salones del primer piso. Llevaba una máscara de reluciente cuero negro en el rostro y un látigo en la mano. Dijo, entonces, descuidadamente, y en el más puro francés de París:

—Pourquoi ce bruit, monsieur Smith? J’ai besoin de repos. Que l’on fasse silence!

La chusma cayó de rodillas aterrorizada y todos los labios pronunciaron el tratamiento obligado de la Gran Familia. Estaban en presencia de «Su Honor».

La primera amante que tuvo Río-Santo al llegar a Londres fue Ofelia Barnwood, condesa viuda de Derby. Era una mujer exquisitamente bella, pero fría y cruel, y al mediodía, cuando se despertaba, placíale contemplar el fuego de la chimenea, bien arropada, desde la cama. Entonces, soñaba despierta, haciendo célebre la frase: ­l’amour vient en rêvant, y usaba perfumes ardientes para su cuerpo. La condesa de Derby fue condescendiente cuando ocurrió el escarceo amoroso de Río-Santo con Mary Trevor, la hija de Lord James. Sonreía enigmática, simplemente.

Sin embargo, un día apareció en la vida del marqués la frágil, inocente y encantadora Clary Mac-Farlane. Fue una pasión arrebatada, pero pura, y de ello dan testimonio las cartas cruzadas en el inicio de sus amores. La del marqués decía así:

«Señorita Clary Mac-Farlane:

¿Quién puede contemplar tantos encantos sin desear prestarles adoración? Desde que una feliz casualidad me hizo participar con usted de los placeres del baile, sus gracias y sus talentos ocupan sin cesar mi corazón y mi pensamiento.

Perdone usted, señorita… ¡Ah!, si pudiese lisonjearme de que no le desagrado, me atrevería, con su permiso, a presentar a sus respetables padres la ofrenda de los puros sentimientos que con tanto ardor deseo consagrar a usted para siempre.

Soy de usted, etc.».

Clary, después de muchas dudas, escribió la siguiente respuesta:

«Caballero:

Debo responder a la lisonjera carta de usted que la voluntad de mis padres es mi primera ley.

Si le he inspirado a usted un sentimiento tierno y delicado, puede dárselo a conocer, pues conozco demasiado el interés que toman por mi suerte para no recibir de su mano el esposo que debe fijar nuestro mutuo bienestar.

Sobre todo, reflexione bien, caballero, en que las gracias de la juventud pasan pronto, y que solo las cualidades del corazón encadenan por toda la vida: espero que tendremos tiempo de conocernos.

Soy de usted, etc.».

La condesa de Derby sintió unos celos atroces, devoradores. ¿Cómo se enteró la condesa de la existencia de Clary? Los misterios de Londres no dicen nada al respecto, pero los hechos atestiguan que fue Bob Lantern quien hizo la delación, pues Bob Lantern odiaba a «Su Honor» y le envidiaba sus éxitos, su poder y su prestancia varonil. La condesa juró vengarse y suprimir, al mismo tiempo, el objeto de sus celos. Estuvo un momento pensativa. Luego se volvió hacia Bob Lantern, que aguardaba con una sonrisa ratonil en los labios. Le puso una bolsa en la mano y le dijo algo al oído. Bob, el traidor, hizo en el acto una grotescca reverencia.

Aquella noche era Nochebuena. Habiendo meditado un plan, Bob Lantern se apostó en la sombra, tras uno de los pilares de Temple Church. Clary debía asistir al sermón del reverendo John Butler, amigo de la familia. Antes, para darse ánimos, Bob se había bebido media botella de ginebra en la taberna de la horrible vieja Peg Witch y, a través del barro de las calles de Londres, Bob Lantern había visto a otros miembros de la Gran Familia, esta gran sociedad del crimen. Se interpelaban unos a otros en la niebla. Bob también lo hizo:

—Gentleman of the Night?

—Family’s son.

La iglesia se llenaba de gente. Bob Lantern decidió abandonar su escondrijo y, saliendo del templo, se refugió en un portal. Al poco rato se oyeron unos pasos, surgiendo a la luz la figura de la hermosa Clary, que iba acompañada de su hermana Anna. Bob Lantern obró rápidamente. Sin pensárselo un minuto, se abalanzó sobre la muchacha con un puñal en la mano. Pero, en aquel instante, algo aconteció. Bob Lantern divisó ante sus ojos una luz resplandeciente y misteriosa, mientras llegaban a sus oídos unos cantos celestiales. Al mismo tiempo, algo pasaba en su corazón y una voz grave le llamaba por su nombre haciéndole ver lo que era, lo que había sido toda su vida: un miserable. Aquello era un milagro, y Bob cayó de rodillas, sollozando, con lágrimas en los ojos.

Al igual que otros casos parecidos, Bob Lantern cambió de vida. Se casó con Temperance, a quien redimió del feo vicio de la bebida, y repartió entre los pobres del barrio la fortuna amasada en el crimen. Con el tiempo, habiendo observado una buena conducta, fue admitido en el cargo retribuido de sacristán de Temple Church, y cantaba muy bien los salmos por cierto.

En la paz de su nueva vida, Bob Lantern envejeció pausadamente. Cuando se acostaba, un jilguero que había amaestrado venía a posarse en la cabecera de su cama y le adormecía con sus cantos. Solo entonces cerraba los ojos.

De lo maravilloso y lo real

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