Читать книгу De lo maravilloso y lo real - Joan Perucho - Страница 8

JoAN PERUCHO: LA AVENTURA DE LA VIDA VERDADERA

Оглавление

SI TUVIÉRAMOS que escoger un resumen de ese inmenso catálogo de temas e inspiraciones que adornan la obra del gran escritor que fue Joan Perucho (Barcelona, 1920-2003), nada mejor que citar el prólogo que él mismo redactó para su delicioso libro de relatos Roses, diables i somriures (1965): «Este libro es floral, monstruosamente artificioso y esteticista y, entre los recortados ramajes de su jardinería decadente, surgen rostros de diablos, sonrisas y rosas enigmáticas y deshojadas. El temario deriva y discurre hacia alquimias, castillos, fantasmas, perfumes, animales fabulosos, cortesanas francesas, magia, gastronomía y antiguos bailes de disfraces. Es, pues, un libro especialmente apto para los voluptuosos y para los entusiastas del “final de siglo” […]. El autor no lamenta el gusto que siente por estas cosas. Las restantes tienden a aburrirle».

¿Qué hay detrás de los espejos? ¿Y detrás de las cosas reflejadas en las aguas plácidas —y a veces no tan plácidas— de los espejos? «Me obsesionan los espejos. Reflejan la lenta e infinita concatenación de la realidad», diría Joan Perucho, parafraseando a su manera a Stendhal. En numerosas ocasiones, y a través de títulos concretos de su bibliografía como el libro de poemas Els miralls (1986) o las prosas de Galería de espejos sin fondo (1963), este autor declaró su fascinación por el doble filo que escondían los espejos; es decir, el reflejo pero también lo que se esconde detrás del reflejo, que abre un campo sumamente seductor de posibilidades a la imaginación y a la fantasía. En cada cosa observada estaría, por una parte, la realidad reflejada tal cual es, y, por otra, lo que un artista, y sobre todo un creador tan proclive a dejarse llevar por el murmullo de lo no visto y por el rumor de lo presentido poéticamente, como es el caso de Perucho, percibe detrás de las cosas. Alguien que se interroga frente a la oscuridad de unas aguas estancadas o en la quietud cómplice de su habitación, desde lo cercano a lo lejano, ya sea en Delfos, en Samos, en el Museo de Madame Tussauds, en la imponente plaza del Kremlin, en el parque Güell diseñado por Gaudí, en el paisaje de neblinas del Mont Saint-Michel, en las rápidas corrientes del Bósforo, en la Tierra Alta del Ebro, en un viaje gastronómico por Aquitania o bajo el cielo de Berlín, «acerca de una vida, distinta a la real». Con el tiempo esas preguntas van creciendo, el mundo se va ensanchando, y se hará cada vez más intolerable el no saber y a la vez no inventar respuestas nuevas para cada ocasión.

Poeta en sus inicios y a lo largo de toda su vida, cuentista, novelista, ensayista, articulista en la revista Destino y en La Vanguardia, crítico de literatura y de arte, aparte de juez en la vida diaria, la adoración de Joan Perucho por el arte y la literatura como entes superiores, intocables, como una segunda vida distinta a la palpable y materialmente habitable, era infinita. «Los artistas —diría— viven, en el fondo, una vida distinta a la real, que es vulgar y despreciable, anodina. El arte abre las puertas de lo desconocido, jamás explorado por nadie (me refiero, naturalmente, a los que hacen del arte su razón de ser), y por él, y a través de él, crean la aventura de su vida verdadera, hasta ese momento ignorada, no susceptible de ser cambiada por nada absolutamente». Uno de los caminos para emprender esta «aventura de la vida verdadera» sería la poesía. Otro, la intuición y la experiencia de lo fantástico, de visiones más allá de la realidad y del escueto mundo de las apariencias. Los niños, y en concreto el reducto sagrado de la infancia, ese reino mágico en el que se prefiere la imaginación a la razón, serían un primer estadio ideal de revelación. En ese reino que alterna lo posible y lo imposible, lo verosímil y lo inverosímil, «a veces, un personaje es simplemente un aire estremecido y perfumado, hablando curiosamente múltiples lenguas con preciosas y enjoyadas etimologías». En el otro polo, la ciencia y la fría teoría de las certezas ofrecerían toda la desconfianza previsible a poetas y artistas. Estas «verdades reveladas», incomprobables, serían siempre fervorosamente defendidas por Perucho, como base de cualquier acercamiento al arte y a la experiencia artística: «La mayor frustración de la filosofía de ciertos libros es su racionalidad, y esta es también su miseria. La razón es humana y construye sus andamios lenta y trabajosamente. Dudamos porque no nos fiamos. Es mucho mejor la verdad revelada, la que iluminaba, por ejemplo, a san Pablo proclamando verdades que no sabía de dónde habían salido. La verdad revelada es la intuición. Conocemos la belleza intuitivamente, no por la razón. […] La intuición, como fuente de la verdad, es divina, deslumbrante y segura», dirá en su texto «Una poética» del libro La puerta cerrada (1995).

Verdades mágicas, estremecimientos por lo que se ve y lo que no se ve, que «no les ocurren a todos, ni todos lo detectan». Solo algunos («los que poseen el sentido de lo maravilloso y poético») serán los elegidos, nos dice una y otra vez el autor a lo largo de su obra. Los que no adivinan sombras ni verdades ocultas, los que no presienten ni perciben nada más allá de lo material y físico, los que carecen de turbulentos universos interiores, de verdades poéticas, de una existencia paralela, profunda y espiritual, eran para Perucho «dignos de la mayor compasión». Así definiría a los que habitaban el universo chato y único, cotidiano y ramplón de lo masivo y codificado, «sin imaginación»: «Hay mucha gente que no ha visto en su vida un fantasma […]. Es gente que no tiene imaginación ni gusto por el riesgo y la aventura. Pasan por la vida sin darse cuenta de lo que se pierden. Prefieren, naturalmente, un coche y una segunda residencia cómoda […], disfrutan, felices, del consumismo y de su egoísmo. Esto equivale a una vida a ras del suelo. Es triste».

EL ARTE, VOCACIÓN IRRENUNCIABLE

En las antípodas estaría para Perucho la tenacidad del artista que defiende una vida entregada al arte y una vocación irrenunciable. Numerosos de sus textos dedicados tanto a pintores como a escritores o estudiosos y eruditos de lo más variopinto abundan en esta defensa encendida de la necesidad de mantener incólumes las «verdades interiores», a contrapelo del mundo de la realidad y de las presiones fáciles y engañosas del entorno. Traiciones mundanas que empujan a aparcar las pasiones, tendencias y vocaciones íntimas, fundamentales en la formación y afirmación de un artista. A los que carecían de metas y se dejaban llevar por la corriente, a los que traicionaban sueños y aspiraciones, Perucho los equiparaba irónicamente con auténticos «pecadores». En ellos, solo cabía esperar una vida pobre, descargada de inquietud y desasosiego, pero también de felicidad por el hallazgo y la exaltación de la obra personal llevada a cabo. Hablando de Paul Gauguin («si ha habido un artista que no ha traicionado su vocación, este es Paul Gauguin») diría en su texto «Vocaciones y traiciones» del libro El basilisco (1990): «Hay gente que traiciona su propia vocación y hay gente que se mantiene fiel a ella, siguiéndola dificultosamente muchas veces, postrándose a veces y levantándose siempre. Los que traicionan su vocación (a veces, no se tiene ninguna) traicionan el espíritu, y, en términos de teología católica, esto es un pecado contra el Espíritu Santo. Esto es destruir la raíz de nuestro destino individual y es infracción grave que el hombre moderno, habiendo abandonado la conciencia del pecado, ignora».

La poética de Joan Perucho, uno de los autores de nuestra época —y de un país a menudo adorador únicamente del realismo y el costumbrismo— menos convencionales, uno de los que menos se han conformado con unas pocas y consabidas respuestas a sus interrogaciones de creador, es una poética de lo invisible y de lo intemporal. Se trata, ya sea en sus libros de poemas o en sus a veces célebres libros de prosas de variada inspiración o en sus relatos fantásticos, como es el caso de Diana y el Mar Muerto, Rosas, diablos y sonrisas, Galería de espejos sin fondo, Nicéforas y el grifo, Los misterios de Barcelona, La sonrisa de Eros, Botánica oculta, Historias secretas de balnearios, Bestiario fantástico, Los laberintos bizantinos, Detrás del espejo, El césped contra el cielo o La puerta cerrada, así como en sus novelas Libro de caballerías, Las historias naturales, Las aventuras del caballero Kosmas, Pamela, La guerra de la Cochinchina y Los emperadores de Abisinia, de una poética y una obra de aliento sumamente libre, que mezclan géneros sin cesar. Ambas destruyen de forma ininterrumpida, desde el comienzo de su trayectoria, todos los conceptos y reglas firme y trabajosamente levantados por el andamiaje estricto de lo académico y racional: en un ambiente dominado machaconamente por el realismo y la literatura social, con mensaje, la irrupción de Joan Perucho —tal y como sucedió en 1958 con la aparición en Italia de El gatopardo del príncipe Giuseppe Tomasi di Lampedusa— en la escena literaria catalana, y por extensión española, con su relato Amb la tècnica de Lovecraft, de 1956, y enseguida con su primera novela, Llibre de cavalleries, de 1957, da paso, aún hoy, dado el carácter intrínseco de su modernidad y de su espíritu de anticipación, a un saludable y fresco vendaval inesperado. Un vendaval que agitó las velas libres de la imaginación, sacudiendo desde sus mismas profundidades y entrañas lo más rígido e inamovible de nuestras vidas, nuestros tímidos y respetuosos conocimientos al uso, nuestras lecturas, nuestros prejuicios de consumidores culturales rutinarios, nuestras tercas y ciegas incredulidades.

ENSEÑAR A VER Y CREER EN LO VEROSÍMIL Y EN LO INVEROSÍMIL

Una función didáctica y particular que recorre la literatura de Perucho por entero es enseñar a ver y creer, devotamente y con pasión, tanto en lo verosímil, en lo que se ve, como en lo inverosímil, en lo que no se ve y, como mucho, se llega a imaginar, a adivinar, a sospechar y a conjeturar. El crítico literario y escritor Julià Guillamon, gran y reputado especialista en la obra de Joan Perucho —junto al desaparecido y añorado Carlos Pujol—, a través de numerosos estudios dedicados a su obra, de exposiciones y de una completísima biografía, condensó a la perfección lo inaudito de esa irrupción de Perucho en su día, especialmente por medio de su muy particular lectura de lo fantástico. Un género fantástico idiosincrático y singular que lo uniría ya para siempre, a veces de forma maquinal y en exceso redundante, a escritores como Borges y Calvino: «Para Perucho lo fantástico significa el acceso a otros mundos, otros ámbitos. La producción de tema sobrenatural de los años cincuenta no podía tener en su obra la menor resonancia […]. La ficción futurista y apocalíptica era más fría, estaba desprovista de misterio y magia. Solo el expresionismo alemán y sus ramificaciones en la otra orilla del Atlántico coincidían en la elaboración de una fábula más siniestra que se habría de leer como un manifiesto a favor de la imaginación». Es decir, volveríamos a esa base casi programática —el manejo de una verdad poética unida al temblor y el estremecimiento por un misterio más sugerido que plasmado a través de claves cerradas y de «género»— que ilumina toda la obra peruchiana. Así lo explicaría el propio autor en su fragmento titulado «El universo», de su libro de memorias Los jardines de la melancolía: «El misterio mantiene al hombre en su búsqueda de la verdad imposible. Para algunos, misterio equivale a poesía. El hombre es el gran interrogador. Si un día el misterio dejara de serlo, todo se derrumbaría sobre su cabeza».

Por otro lado, su fervor por las relecturas históricas, por los apasionantes juegos de ajedrez en el tablero de países, hechos fabulosos, épocas, personajes y aventuras múltiples ocurridas o no, lo resumiría él mismo del siguiente modo en su texto «El gusto por lo fantástico» del libro citado: «La capacidad de inventar historias apócrifas es un recurso para instalarme en el corazón de los acontecimientos pasados, de fabricar puertas secretas con el fin de penetrar furtivamente en los misterios de antaño. El pasado nos revelará la naturaleza del presente. Respecto al futuro, no encuentro ningún indicio de felicidad». A ello añadiría de nuevo varias constantes sobre su forma de concebir la poesía: «Hay quien busca la poesía desde premisas racionalistas, inclinado a rechazar el milagro. El milagro, no obstante, es más fuerte y surge como una flor rara y misteriosa. La poesía es esta flor, es la única flor que nos queda para salvarnos de nuestra propia destrucción». Inspiraciones todas ellas, muchas veces, como es notable en la obra de este escritor, de raíces profundamente «librescas», extraídas de un fervor incondicional por la lectura, y de una ingente erudición familiarizada con todos los siglos y principales fases de la cultura occidental, como muy bien explicaría en su bello pasaje titulado «Où allez-vous chercher tout ça?», del libro El césped contra el cielo: «Soy un lector impenitente. Es de mis lecturas —extrañas lecturas referidas al pasado, pues, como es sabido, me gustan los libros antiguos— de donde sale mi literatura. La vida cotidiana no me interesa, no me gusta. Generalmente, de una referencia histórica, paso a imaginarme un desenlace fantástico que tiende a revelar el mundo de lo maravilloso, del misterio, de la aventura. En definitiva, de la poesía que hay detrás del mundo. La referencia histórica es mi trampolín. El presente […] no me interesa».

Sabios, ocultistas, eminentes zoólogos y exploradores, caballeros errantes, poetas, inventores, místicos, anacoretas, inflamados patriotas, liberales exiliados en París o Londres, adoradores del diablo, eruditos de lo maravilloso, médiums sabrán por encima de todo que la poesía es el verdadero manto protector que está detrás de todas las cosas y todas las gestas, que salva y purifica a la vez, y que hay que ser capaces de hallarla en la realidad, porque sin ella «el hombre colisiona su ser por los caminos del mundo», dirá Perucho en el Dietario apócrifo de Octavio de Romeu (1985). Tomarán el nombre del caballero Arístides Cardellach de la Harche, del «bibliopirata» Bartolomé José Gallardo, de Isidro de las Pedrochas, del conde y brujo Alejandro Kulak, del caballero bizantino Kosmas, de la misteriosa Dama Egeria, de Madame Edwarda, de Madame Blavatsky, del doctor Doolittle y Livingstone, de Montague Rhodes James y Lovecraft o de Cunqueiro y el doctor Samuel Johnson, da igual. Pero en todos ellos palpitará sin cesar el hálito eterno e indestructible de la poesía, de los misterios del mundo, de las búsquedas en pos del más allá de todo, incluso del más allá del infinito.

POETA, POR ENCIMA DE TODO

«Personalmente, por encima de todo, me siento poeta», repetiría Joan Perucho en muchas ocasiones. «La poesía es, verdaderamente, una aventura hacia lo absoluto». Pero precisaría aún más su definición: «El creador es un médium… Todo es muy misterioso y sin misterio no hay gran literatura». Hay que decir que el tercer libro de poemas de Perucho, de 1954, tras Sota la sang, de 1947, Aurora per vosaltres, de 1951, y las bellísimas prosas poéticas de Diana y el Mar Muerto, de 1953, se titularía El médium. El mundo, efectivamente, es un libro abierto que pocas veces se logra abrir por la página adecuada, hay que buscarla con cuidado, con ahínco, intentar descifrarla y penetrar en sus trampas ocultas, en sus oscuridades. «El misterio del mundo —sigue diciendo Perucho en un texto elaborado en torno al pintor Grau Santos, del libro Espectacles i secrets, de 1992— permanece indescifrable ante noso­tros. Para un espíritu, la mirada va más allá de las cosas y de los acontecimientos. Esta mirada estructura esquemas, cosas, siluetas (vagas y extintas) que llenarán, sucesivamente, y cada vez más lejos, el pasado. El mundo es como un palimpsesto para el vidente o el médium que captan significados que otros nunca verán. Existen voces sofocadas, esbozos diluyéndose en la luz, fantasmas que se abocan a su deseo y palabras que se han perdido en la memoria inmensa de Dios. Algunos participan de esta visión: son los artistas y los poetas que tienen el don de hacerlas aparentes en determinadas circunstancias».

Sombras, «voces sofocadas», presencias y ausencias, fantasmas entrevistos, palabras evadidas y errantes por la noche de los tiempos…, todos, siguiendo la estela ­coherente de la poética mantenida siempre por Perucho, serán convocados y traídos de nuevo a la luz por dos clases de seres fundamentalmente: poetas y artistas. Perucho disfrutará siempre con artistas o autores que se pregunten qué hay detrás de las cosas y que amen en su profunda y más invisible dimensión esas mismas cosas de este mundo, hasta el punto de ver más allá de ellas y, sobre todo, verlas en el antes y el después de ellas mismas: las desaparecidas y las presentes. Para ello, como insistiría el autor, se tendrá que penetrar principalmente con dos armas: la de la intuición y la de la imaginación. Joan Perucho no dejó nunca de defender, a lo largo de toda su obra, ese algo irracional, esa sensación, distorsión de la realidad, inspiración y búsqueda permanente más allá de lo explicable, demostrable y obvio, que tan solo se encuentra en la poesía y por extensión en los que no rechazan esa «flor rara y misteriosa del milagro de la poesía», como un día dijo. Un milagro y una revelación íntimos y secretos, que se consumen en sí mismos, sin ninguna clase de premisa utilitarista en lo mágico de esa percepción, al contrario de tantas épocas de la historia en las que se los quiso teñir de necesario «milagro social», buscándoles bajísimos y toscos rendimientos en la cotización ideológica que se quería representar. Sólo hay que pensar que un poeta de la altura indiscutible de Osip Mandelstam, en la época de la revolución rusa, el único poema «realista», de concienciación, que llegó a componer fue el que hizo contra Stalin («el montañés del Kremlin»), lo que le condujo directamente a la muerte. Y lo mataron, precisamente, quienes lo acusaban, a él y a otros, de falta de «realismo social». «A veces —diría Václav Havel, citado por Perucho en un texto titulado “Las palabras se gastan”, que le dedicaría al intelectual y presidente checo con motivo de la concesión en 1989 del Premio de la Paz otorgado por los libreros alemanes— puede parecer que sobrevaloro la significación de la palabra, yo que vivo en un país donde las palabras pueden ser causa de encarcelamiento». La palabra, efectivamente, como recordaba Joan Perucho en ese mismo artículo, «se gasta, se empobrece, altera su significado, se fosiliza, y cuando la queremos sacar del magma fangoso de la corriente de la vida, se presenta como una piedra cubierta de musgo y líquenes».

Por otra parte, hablando de Heidegger y Hölderlin, Perucho seguiría explicando la «inutilidad» absoluta de la poesía y del arte frente a aquellos que los quieren volver eficaces para algún fin o motivo pegado en exceso a la «realidad»: «Para Heidegger hacer poesía es algo enteramente inofensivo, tal y como quería Hölderlin. Y a la vez ineficaz, porque todo se va en decir y hablar. Es la poesía algo semejante a un sueño, pero no a una realidad; un juego de palabras sin la verdad de la acción». Y aquí hará la entrada otro concepto básico en la literatura de este autor: la idea de juego. Juego de la palabra, juego de la cultura, juego de los hechos cambiados y de la historia recuperada e imaginada. El desaparecido Italo Calvino, cuya obra comparte no pocas conexiones y un aliento común con el universo de Joan Perucho, decía muy acertadamente en «Las aventuras de tres relojeros y de tres autómatas», pertenecientes a su Colección de arena: «Muchas veces el empeño que los hombres ponen en actividades que parecen absolutamente gratuitas, sin otro fin que el entretenimiento o la satisfacción de resolver un problema difícil, resulta ser esencial en un ámbito que nadie había previsto, con consecuencias de largo alcance. Esto es tan cierto para la poesía y el arte como lo es para la ciencia y la tecnología. El juego ha sido siempre el gran motor de la cultura».

ELFOS, HADAS Y OTROS SERES SURGIDOS DE LA FANTASÍA

En el capítulo «Las novelas y los elfos» de sus memorias, Els jardins de la malenconia (1992), elaboradas a partir de escenas y fragmentos más que narradas cronológicamente y en continuidad, Perucho incluiría de nuevo una serie de reflexiones sobre la irrupción de «lo invisible» en poetas-videntes como Yeats, que veían «más allá» de la realidad y creían en seres fabulosos como los elfos. También rememoraría el acontecimiento que supuso, en un páramo de realismo social como era la España de los años cuarenta y cincuenta, la aparición simultánea, sin ellos conocerse aún, de dos escritores, uno catalán, él mismo, y uno gallego, Álvaro Cunqueiro: «En el año 1957 apareció mi primera novela, Libro de caballerías, que fue, con Merlín y familia, de Álvaro Cunqueiro, aparecido ese mismo año, la primera reacción contra la literatura social, o testimonial, de la época». Como el autor recordaba, con los intelectuales gallegos Álvaro Cunqueiro y José María Castroviejo, que llegarían a ser grandes amigos suyos, hablaron desde el principio «extensamente» de literatura fantástica. En concreto, Perucho les dio a conocer a ambos a Lovecraft, que había leído en 1954 en una traducción francesa de La couleur tombée du ciel, comprada en París, que le produjo una «impresión enorme» y le inspiró su primera composición, Amb la tècnica de Lovecraft, de 1956. Un texto que inauguraría su ciclo personal de literatura de género fantástico, tras haber publicado únicamente poesía y unas pequeñas prosas poéticas, Diana y el Mar Muerto, de carácter realista.

Por su parte, a través de la lectura del poeta irlandés W. B. Yeats, «memorable autor —como afirmaría— de “Un aviador irlandés prevé su muerte”», un poeta que «tenía una gran sensibilidad para ver los seres invisibles», Joan Perucho descubriría los elfos y las fuentes de su origen en las baladas y las canciones irlandesas. ¿Ver lo invisible? Sí, incluso fotografiarlo, como harían las niñas inglesas Elsie Wright y Frances Griffiths, de Bradford, en 1917, que «verían» y lograrían reproducir fotográficamente a unos pequeños seres «feéricos» en un bosque maravilloso, hecho al que Conan Doyle dedicaría todo un libro, El misterio de las hadas. ¿Quiénes serán los más dotados para esta «segunda visión», como la llama Perucho? Sin lugar a dudas, «los niños, los poetas, los videntes, dotados con una segunda visión, hombres y mujeres que han sintonizado y están en paz con su entorno natural, ellos han sido los que históricamente han tenido más oportunidades de entrar en contacto con los elfos». Por otra parte, como seguiría explicando, «los elfos son espíritus de la naturaleza, los hijos de la Madre Naturaleza, y son tristes, vengativos, pesados, amistosos, bromistas y llenos de odio, dependiendo de las circunstancias».

Muchas veces, y de múltiples formas, desde el comienzo de su obra, ya sea esta poética, narrativa o de reflexiones e inspiraciones varias, Perucho ha relatado, de una manera u otra, esa nostalgia triste e indefinible por el mundo ido de la poesía que en un tiempo todo lo impregnaba, de forma envolvente, sutil y delicada, a la vez que respetuosa e imbuida del halo de un sumo prestigio. Es decir, la nostalgia por la desaparición de «una sociedad que amaba a los poetas y a la que los poetas daban algo que se recibía con agradecimiento». Ahora, dirá, «el pulso del tiempo es otro». Se trata de una nostalgia también por la literatura imaginativa, por las delicias de la fantasía, por «la erudición inventada, de ternísimo humor», por una literatura fundamentalmente encauzada «en un mundo de la más pura arbitrariedad poética», como decía muy en concreto refiriéndose a su querido y llorado amigo Álvaro Cunqueiro, paralelo a él en gustos, afanes y formas de encarar el arte y la literatura, y recogido también en esta Colección Obra Fundamental con el volumen De santos y milagros. La poesía, el arte, la imaginación, la risa mezclada en todo ello todo lo consigue. Logra fijar y detener mágicamente el instante, el tiempo en sí: «Sólo el arte detiene el tiempo», recordó Perucho en su texto «Santiago Rusiñol desde la ventana del tiempo», del libro Galería de espejos sin fondo.

LA HISTORIA, LA RISA Y OTROS HECHOS MARAVILLOSOS

A Cunqueiro, su camarada de la literatura y de tantos momentos compartidos, Joan Perucho rindió siempre los más altos elogios: «Nadie ha escrito, ni en este país ni en ningún otro, con un sentido tan profundo de lo que es maravilloso, sacándonos de lo que es inmediato y útil, de aquello que deseamos y anhelamos mientras nos hundimos en la más resignada de las condenas. Él abrió la puerta de los sueños».

Instalado en una incontenible «nostalgia del pasado», que nunca se podrá llegar a sentir con la misma intensidad en el presente, Perucho creará el suyo propio, un pasado a su manera y medida, como hacía también Cunqueiro, el gran transformista de hechos, épocas, leyendas, lecturas, héroes y poemas. Un pasado, en el caso del autor catalán, adornado por numerosos fantasmas, como manifiesta en el pasaje de su libro Detrás del espejo titulado «Los fantasmas góticos»: «Cada persona crea, si es capaz de ello, sus propios fantasmas […]. Los racionalistas no los ven. La fe, como en tantas cosas, es esencial. Los devotos de lo maravilloso, por el contrario, los ven y, a través de ellos, se materializan». La literatura, pues, actuará de «médium» que convoca espíritus en la mesa del texto, de vaso comunicante de un pasado del que se extrae la sangre y al que se vampiriza poéticamente para otorgarle vida y mantener así las mejillas del fino entramado de la ficción sonrosadas. Todo tendrá que ser siempre así, «velado y susurrante». En un texto titulado «El secreto de los magos», del libro Rosas, diablos y sonrisas, Perucho se preguntaría, con mucha razón, estupefacto, ante el «entusiasmo congresual» imperante: «¿Qué clase de congreso es este?», ya que en aquellos días se había anunciado pomposamente un «congreso mágico internacional». Perucho esperaba que fuera eso, algo velado y susurrante, que sirviera para intercambiar entre los participantes secretos y experiencias «sutilísimos y oscuros». Un ambiente como el que Rilke describía «de círculos concéntricos, dilatándose alrededor de las cosas, misteriosamente atraído por su presencia y también por su ­ausencia», vinculado a una poesía que expresa la fugacidad de las cosas, lo ina­prensible, los destellos y luces que nunca dejan de parpadear a lo largo de los tiempos, y que tendrán que ser emitidos con el respetuoso susurro de lo no dicho, de los ecos sutilísimos y remotos.

Todavía compartirían algo más Perucho y Cunqueiro: su devoción por el poder de la risa, de la ironía, del puro juego formulado con las técnicas imperturbables de la seriedad, levemente retocadas para provocar la más placentera de las sonrisas, común en ambos. Un juego y divertimento culto, dirigido a todos los públicos y a todo tipo de lectores, indudable salvador de los hechos solemnes y de las gestas de este mundo. En una ocasión, el filósofo Santayana enunció los tres componentes esenciales de la vida: «Todo, en la naturaleza, tiene una esencia lírica, un destino trágico y una existencia cómica». Muchas veces Perucho hablaría de ese revulsivo fantástico, la risa, que él prefería llamar «ironía», y que tanto practicó en su obra, convirtiéndose en un pilar fundamental que sostiene la originalísima y extensa arquitectura de sus libros: «La risa surge, no en un fluir craso y rabelesiano, sino encogida sobre sí misma, con doble intención, algunas veces solo insinuada, apuntada en un pince-sans-rire. Rara vez lo grotesco deja aquí de ser macabro, pero es una identificación que no coincide exactamente con lo que se ha venido en llamar “humor negro”, a la manera de un Alfred Jarry», diría Perucho en «La nueva Ester» de su libro El basilisco. El gran poeta italiano Giacomo Leopardi, serio y pesimista siempre respecto a sus contemporáneos y, en general, respecto al ambiente pétreo y sombrío que lo rodeaba, nunca dejó de apreciar la llegada de momentos desinhibidos, así como a los alegres y felices practicantes de la risa. «Entre los hombres es inmenso y terrorífico el poder de la risa, frente a la cual nadie, en su fuero interno, se siente por completo inmune. Quien tiene el atrevimiento de reír es dueño del mundo». Se puede decir que, de relato en relato, de aventura en aventura, de búsqueda e investigación apasionada en búsqueda y pesquisa no menos ferviente en pos de metas casi inalcanzables, los personajes de la obra de Joan Perucho conforman una especie de familia de lazos estrechos y genéticos, «un mundo aparte, autónomo, peculiarísimo e inquietante; un mundo en que los misteriosos personajes mantenían ligaduras invisibles, una jerarquía de estirpe solar, una ironía entre cáustica y erudita», definición que Perucho aplicó a la literatura de Salvador Espriu, «maestro de una prosa rarificada, tensa y difícil, para mí la punta avanzada de la literatura catalana hacia Europa», pero que se podía aplicar perfectamente a él mismo y a los personajes que poblaban sus libros, siempre a mitad de camino entre la erudición y la sonrisa irónica, entre la solemnidad académica y rigurosa y la fantasía libre y sin ataduras propia de bardos y poetas.

MONSTRUOS ESCAPADOS DE LOS INVENTARIOS

El humor de Perucho muchas veces se instala en el corazón de una doméstica y poco ruidosa normalidad, aunque inmediatamente pasa a fusionarse, de forma natural, con la aparición nada rutinaria de lo fantástico. Ya se trate de sus bestias fantásticas imbuidas del vicio de la erudición o de sus feroces plantas maravillosas que solo quieren suplantar a un bebé, Perucho nunca deja de ironizar con las fuentes y versiones sumamente móviles y desconcertantes de la «normalidad», lo real, lo plenamente civilizado, casi humano, lo puesto en duda por las costumbres y las inamovibles leyes de la ciencia como algo verosímil y «terrenal». Es decir, aquello no exactamente terrorífico, pero que, salido de la norma, se convierte rápidamente en «monstruoso». El estupor por parte de sus lectores de ficciones proviene a menudo de la perfecta instalación de sus criaturas maravillosas en el mundo dócil de las prácticas cotidianas. Monstruos, vidas imaginarias que, al describirlas armado de todo un solemne aparato de puntillismo y burocratismo biográfico, a veces llegan a parecer casi rigurosamente normales; de ahí su escandalosa monstruosidad. En El libro de los monstruos, otro de los «raros» más fascinantes que ha dado la literatura del siglo xx, el escritor italoargentino J. R. Wilcock, descubría lacónicamente a uno de estos seres: «Es cierto que, como todos los mamíferos, tiene dos ojos, una nariz, una boca y, en alguna parte, cuatro extremidades». Obsérvese la terrible e inquietante imprecisión que se encierra detrás del concepto «en alguna parte». Por su parte, Stephen Jay Gould, el célebre paleontólogo e investigador de la teoría de la evolución, dijo de forma divertida en su ensayo Los monstruos útiles: «En las décadas anteriores a Darwin los anatomistas médicos franceses instauraron tres categorías: falta de partes (monstres par défaut), partes de más (monstres par excès) y partes normales en los lugares equivocados».

Para no ser menos, el premio Nobel Elias Canetti llegaría a nombrar una ausencia específica en todos los bestiarios tradicionales, la de los animales «que faltan»: «Las especies que no han aparecido porque el progreso del hombre se lo ha impedido». Asimismo, la introducción que el escritor —y gran amigo en vida de Joan Perucho— Carlos Pujol hizo para su Bestiario fantástico enlaza perfectamente con el espíritu de fantasía libre e imaginación desbordante que siempre caracterizó a este gran creador. Pujol sería de las personas que con más cariño y perspicacia, con más complicidad, entenderían su obra. Con un escueto y perfecto diagnóstico, presentaba el Bestiario de Perucho: «Donde el zoólogo acaba su inventario de bichos, empieza la labor del poeta». ¿Qué separa la labor de un observador sensible y amante de la naturaleza como era Perucho de, por ejemplo, la labor de un naturalista también sumamente sensible y exquisito como fue el escritor Gerald Durrell? Pues, sencillamente, la insumisión, la rebeldía. Esa rebeldía que se añora en bestias demasiado domesticadas también se echa de menos en los pragmáticos catalogadores —o aburridos catapultadores— del mundo animal. Como dijo Carlos Pujol en su día, con Perucho tenemos que refugiarnos «en el voluptuoso placer de tomar el pelo al prójimo con todos los requisitos de la cultura».

Cada uno de los animales o monstruos de Perucho muestran cualidades casi humanas, que los hacen frágiles y entrañablemente «adoptables». Sus monstruos de papel tienen su propio carácter, sienten arrebatos y pasiones, y padecimiento, como los humanos. Ya en Els balnearis este autor participaba al lector la delirante división practicada por Izaak Walton entre peces castos y lujuriosos: cuando el fogoso sardo no encuentra consuelo en las aguas, sale de ellas en busca de cabras… Sin embargo, en la dulce y seráfica serie de Gàbia per a petits animals feliços, Perucho nos mostrará a estos tiernos monstruos de la naturaleza como más entrañables, más dignos de ser adoptados en cualquier hogar que nunca: cantan, lloran, se esconden, vigilan, sueñan, suspiran ruidosamente, hablan sin parar, buscan protección, curiosean. Se meten en los cuartos de baño, en la colada, en las habitaciones con calefacción, en los jardines, en las capillas, o, si no, en la famosa reserva de animales de Albinyana, broma que Perucho hacía con frecuencia refiriéndose a su querida casa de campo de Tarragona. Por su parte, Cunqueiro no se había quedado atrás en el campo de lo imaginario y de la ironía, y con su saludable y habitual buen humor había comentado algunos pasajes «desconocidos» y sin embargo muy cotidianos, junto a algunas características sorprendentes, de sus animales fantásticos. En aquella ocasión era un dragón de su novela Las mocedades de Ulises: «Tenía el rostro humano, y herido mortalmente por la lanza de san Miguel Arcángel, por el ojo derecho vertía una lágrima azul. El marinero Basílides comentó que a lo mejor tenía familia y dejaba menores». Porque ¿dónde duermen su sueño eterno estos monstruos de difícil acomodo e instalación? Aunque el destino y el fin de estas legendarias malformaciones quede sin aclarar demasiado en la mayoría de los casos, con pistas confusas y desconcertantes, sí sabremos de algunos de estos fines, como el del monstruo Canuto, que «rompió la cuerda a la que estaba atado, y marchándose a los Pirineos, se hizo salvaje». O del melancólico desenlace que el tiempo depara al indefenso Calígrafo: «La invención de la mecanografía debió ser fatal para el Calígrafo. Circulaba por las calles sin ninguna clase de ilusión. Triste y desamparado, recordaba los tiempos idos, los bellos abecedarios de antaño. Nadie enseñaba ya caligrafía».

FIEL A LO FANTÁSTICO Y ANTIRREALISTA

Fiel siempre a sus principios estéticos y a su poética, la terca idea y espíritu literario de lo fantástico y antirrealista que resistió en Perucho, inmune a las tentaciones, vicios de la época, tendencias, imposiciones y dirigismos de mercado, no hizo más que afirmarlo a lo largo del tiempo como creador y otorgarle prestigio internacional. En 1994 el crítico neoyorquino Harold Bloom le citaría en su obra más conocida, El canon occidental, lo que supuso un notable espaldarazo para un autor de culto como ya era Perucho, con un circuito muy establecido de seguidores y especialistas devotos de su obra. A comienzos de los años ochenta su difusión entre jóvenes autores de aquellos días como Juan Manuel Bonet, Julià Guillamon, Jose Carlos Llop, Andrés Trapiello, Luis Antonio de Villena, Àlex Susanna o César Antonio Molina, aparte de críticos y escritores de otras generaciones que con frecuencia habían analizado y prologado obras suyas, como es el caso de Pere Gimferrer, Antoni Comas o Carlos Pujol, o maestros y amigos admirados como Carles Riba y Martín de Riquer, se había establecido ya plenamente. En 1986 la revista Pasajes, de Pamplona, dirigida por el escritor Miguel Sánchez-Ostiz, le dedicó un número monográfico en el que colaboraron todos los autores citados, a excepción de Comas, que había fallecido unos años antes.

La obra de Perucho, singular y de una notable alergia por el mimetismo ambiental, siempre lucharía contra el uniformismo corrosivo de las tendencias y de las modas, tanto experimentales en cuanto a estructura y lenguaje como realistas y naturalistas en cuanto a temas planos y de escasa opción para la imaginación, el humor y la fantasía. También a sus personajes les gustó sobrevivir a contracorriente, en momentos o atmósferas muchas veces, si no declaradamente hostiles, sí poco propicios para los caminos emprendidos en solitario, con enorme y valiente independencia. En su novela Historias naturales, de 1960, como se dice, «los personajes buscan la poe­sía desde presupuestos racionalistas, en ambientes dispuestos a rechazar el milagro».

Porque ¿qué representa a fin de cuentas lo fantástico? Es decir, ese gusto por lo maravilloso que nunca, desde el principio, abandonará a este gran autor en lengua catalana que, perfectamente bilingüe, salvo en contadas ocasiones siempre se tradujo a sí mismo al castellano. Él mismo responde en el texto «La montaña que habla», de su libro Rosas, diablos y sonrisas: «A mí me parece que lo que en el fondo representa toda la literatura fantástica es la pura y simple reivindicación de la poesía y lo maravilloso ante la racionalidad excesiva de la vida. Me parece que el elemento fantástico es aquello que hace salir al hombre de lo habitual, de lo cotidiano, de lo antifantástico». Por otro lado, la necesidad, el hambre de mitos creados en todas las culturas y a lo largo de todas las épocas, la explicaría así: «Asistimos al nacimiento del mito por la sencilla razón de que el hombre necesita mitos para vivir. Tiene necesidad de lo maravilloso y fantástico porque jamás un orden científico explicará totalmente el misterio de lo creado». Mitos, símbolos, rastros inexplicables y extraños desperdigados, aquí y allá, a lo largo del camino… Quizá llegue un día en el que, gracias a esos múltiples rastros dejados, a las múltiples vidas y pintorescas existencias recorridas en sus libros, a la variedad de registros y caminos elegidos, alguien, como decía Perucho hablando de Shakespeare y de Homero, se pregunte quién era realmente él: «¿Una sucesión de nombres? ¿Un rey con seudónimo? ¿Un hombre? ¿Una escuela o muchas escuelas? ¿Una época o muchas épocas?».

M. M.

De lo maravilloso y lo real

Подняться наверх