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Capítulo 7 El pergamino

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Maki y sus mercenarios llegaron a un acantilado que señalaba el principio y el final de las nieves eternas. Las montañas de Moth estaban prontas a concluir. Solo faltaba descender por el valle frente a ellos, atravesar la estepa Junkana y estarían en el bosque de Eloth.

—¡Idris, Megisto! –habló el brujo mientras contemplaba el paisaje que nacía tras el filo de la roca–. Ordenen a los exploradores que se adelanten. Estamos cerca del reino nórdico, es hora de empezar a atomizarnos.

—Sí, maestro –replicaron los dos al unísono al momento que se volteaban y comenzaban a dar indicaciones a los esbirros.

Los vientos andinos azotaban con violencia a los miembros de la horda, condenándolos a moverse con torpeza y refugiarse bajo pesados abrigos. Todos caminaban encorvados, protegiendo sus rostros de las ráfagas heladas y la arenilla que quemaban la piel. Todos, menos uno. El inmortal se paraba erguido, completamente inmune al impiadoso clima andino, vistiendo solo su habitual túnica de seda negra.

—Idris, acércate un momento –volvió a hablar Maki, ahora con una voz menos potente.

—Maestro –replicó rápidamente un sonrojado Idris al momento que daba un salto y se posicionaba junto a su maestro–. ¿En qué le puedo servir?

—Mira hacia el norte –le encomendó Maki–, dime qué ves.

—Un desierto sin vida y, tras este, un horrendo bosque que debe ser destruido –replicó, determinado, Idris.

En el rostro de Maki bailó una sonrisa.

—Llevas razón –asintió el mago–, el bosque de Eloth debe, y será, destruido.

—No habrá lugar donde su diosa pueda esconderse –continuó el joven hechicero envalentonado tras sentir la aprobación de su señor.

Hubo un momento de silencio.

—Dime la verdad, Idris, y habla desde la profundidad de tus entrañas –continuó el brujo–, ¿no piensas que el paisaje frente a ti, con todos sus ríos, bosques y montañas, es, de alguna manera, una visión que inspira poesía? Sin negar la misión que no hemos asignado, ¿no encuentras un momento para reconocer y admirar la belleza de aquello que estamos signados a fulminar?

—¿Qué dice, maestro? –preguntó un incrédulo Idris sorprendido por las palabras de su señor.

Maki, sin quitar los ojos del paisaje frente a él, permaneció silencioso por unos momentos.

—Olvídalo –dijo al fin al momento que se volteaba–. Vete, corrobora que los exploradores cumplan con las órdenes.

Idris, aún confundido, contempló a su maestro alejarse. Luego alineó sus pensamientos y se dirigió hacia los mercenarios que a sus espaldas aguardaban, y comenzó la asignación de tareas. Idris era extremadamente diligente a la hora de cumplir las órdenes que Maki le asignaba. Le aterraba la idea de, por efecto de algún descuido o falla, decepcionar a su maestro. Perder su favor. A nada temía más que el poderoso hechicero lo alejase de su lado. La aprobación de su amo era lo único que le importaba y aquello para lo cual vivía.

Mientras disertaba indicaciones, el joven hechicero notó algo que lo perturbó. En el interior de un pliegue de la pared andina Megisto, el alquimista, platicaba con uno de los exploradores. Pero lo hacía de forma excesivamente cautelosa, como si no quisiese ser oído. Acto seguido –acción aún más extraña– le entregó al esbirro un pequeño pergamino y este se marchó. Algo no estaba bien. Maki no les había dado material por escrito.

—¿Se puede saber qué demonios le diste y le dijiste a ese hombre? –exclamó Idris al momento que, con pasos largos, se acercaba al alquimista.

Megisto, imperturbable, torció el cuello y miró al joven hechicero con ojos desencantados.

—Nada que sea de tu incumbencia, muchachito –replicó con frialdad el anciano alquimista.

—¿Qué era ese pergamino?

—Como dije, nada de tu incumbencia. Ahora vete y no molestes, aún no he terminado de asignar órdenes a mis exploradores.

A pesar de que los modos misteriosos de Megisto y la idea –siempre presente y bien sustentada– de que su lealtad a Maki no fuese absoluta encolerizaban a Idris, había algo en la presencia del alquimista que lo hacía temblar de terror y lo incitaba a evitar tener contacto con él.

—Maki sabrá que andas entregando pergaminos misteriosos a los exploradores –sentenció Idris con un potente chillido que camuflaba su pavor.

—Esos pergaminos que entregué llevan las órdenes de nuestro señor –respondió el alquimista en el momento en que clavaba sus ojos fríos sobre el muchacho–. Y nada más.

Idris sentía su frente sudada. Pero sabía que, frente a aquel hombre, no podía exhibir flaquezas. Megisto se alimentaba de la debilidad ajena. Si demostraba la más mínima vacilación estaría perdido.

—¡No te creo! –gritó el muchacho simulando valentía.

—¡¿Y crees que eso me importa?! –repuso el alquimista, también con un grito.

—¡Le diré a Maki que tramas algo!

—¡Dile lo que quieras! –replicó el anciano mientras exhibía unos dientes afilados y amarillos–. Solo harás el ridículo, como siempre lo haces. Quizás tu estúpida ingenuidad no te permite verlo, pero no haces más que molestarlo con tus constantes fábulas. Él ya no te soporta.

—¡¿Qué dices?! –exclamó Idris con los dientes apretados.

—Él está harto de ti, me lo ha dicho. No soporta las ridiculeces con las que lo perturbas.

Idris sintió dolor en sus entrañas. ¿Sería eso cierto? ¿Acaso Maki ya no lo amaba?

—Si te vuelvo a ver comportándote de forma sospechosa, Megisto, ¡te mataré!¡Lo juro! –declaró Idris al momento que, con su dedo índice, señalaba la frente del anciano. Sus palabras lo habían herido, pero la lealtad hacia su maestro lo abastecía de coraje.

—Inténtalo, muchachito –lo desafió Megisto con el ceño fruncido–, te licuaré en ácido antes de que puedas pronunciar un verso. Soy mucho más poderoso que tú y lo sabes.

Idris apretó el puño. No estaba seguro acerca de qué hacer. ¿Acaso debía replicar a la amenaza? ¿Sería correcto atacar a Megisto en ese preciso momento? ¿Sería eso lo que su maestro desearía si hubiese visto lo que él vio? Probablemente sí. Había algo en los modos del alquimista que nunca le había gustado. Era demasiado enigmático. Demasiado misterioso. ¿Qué podía haber cuadrado con los exploradores? ¿Qué información llevaba aquel pergamino? Nada bueno seguro. Lo más probable era que fuese efectivamente un traidor, debía proteger a su señor.

—¡Idris! ¡Megisto! –exclamó Maki a la distancia, percibiendo la tensión que se había generado entre el alquimista y el joven hechicero–. Sepárense.

—¡Maestro! –replicó Idris–. Megisto estaba intentando…

—No me interesa, Idris –respondió, tozudo–, he dicho que se separen.

—Maestro, usted no entiende, vi a Megisto…

—Interrúmpeme una vez más y te mataré, Idris –declaró Maki, molesto–, les he ordenado que se separen y eso es lo que harán. Deben terminar de asignar las tareas a los exploradores.

Idris apretó los dientes y bajó la mirada.

—Así será, maestro –alzó la voz Megisto en el momento en que se alejaba y, desde la oscuridad de sus vestiduras, le enseñaba a Idris la más mefistofélica de las sonrisas–. Así será.

Las plegarias de los árboles

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