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Capítulo 4 El concilio druida

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En el templo, Owen se sentó a la derecha de Baris, Sedian, a un costado. A pesar de que el rey se encontraba presente, sería el primer druida quien dirigiría el concilio.

—Camaradas y amigos, ahora que todos quienes fueron invocados se han hecho presentes, podemos iniciar –alzó la voz el sacerdote, su voz se oía quebrada y su semblante siempre amable estaba endurecido–. Les adelanto que las palabras que articularán mis labios esta noche no serán alentadoras ni optimistas. Y no sé siquiera cómo empezar a pronunciarlas.

Baris enderezó la espalda, alzó la frente y se dispuso a continuar. Pero no lo hizo. Un profundo malestar retuvo su discurso. Si bien se llevó la mano al pecho, fue claro para todos que no era dolor físico lo que lo aquejaba, sino espiritual. Era como si una daga ponzoñosa e invisible le estuviese atravesando el torso.

—Diga lo que tenga que decir, maestro –dijo Cruth, un druida joven y talentoso. Ni él ni ninguno de los sacerdotes del clan conocían el porqué del concilio que se había invocado, pero aun así apoyaban de forma incuestionable a su mentor–. Nunca han sido desalentadoras sus palabras, tampoco hoy lo serán.

El anciano se sintió confortado por las palabras de Cruth, le agradeció el respaldo con una leve inclinación de cabeza. Luego, habló con una templanza recuperada.

—Como muchos saben, hace veinticinco años Maki fue derrotado y expulsado de Eirian –dijo mientras juntaba sus poderosos puños–, hoy he recibido noticias de que ha vuelto a nuestro reino, y se encuentra en camino a la Ciudad Gris.

Un silencio macizo como roca plutónica se adueñó del templo. Las caras de los más ancianos empalidecieron, rememorando con horror aquel terrible nombre. Los más jóvenes, no tan familiarizados, se limitaron a fruncir el ceño y esperar más información. Poco sabían ellos de la sangrienta batalla librada veinticinco años atrás. Pero a pesar del desconocimiento de los novicios, Maki era un nombre que no le era completamente ajeno a nadie. Todos, alguna vez, habían oído hablar de él.

—¡Imposible! –alzó la voz un terrateniente–. ¡Usted y otros le dieron muerte a ese brujo!

—No fue así –replicó el druida casi con un susurro, como si lo avergonzaran sus propias palabras–. Maki fue derrotado, pero no conseguimos matarlo.

—Aun así –continuó el mismo hombre–, ¿acaso no basta un escarmiento para que ese viejo brujo comprenda que no es bienvenido en Eirian?

—Muchas veces, para individuos determinados, una victoria inconquistable se convierte en una obsesión. Temo que este pueda ser el caso de Maki.

—Pero ¿cómo es que le perdonaron la vida a tan horrendo individuo? –inquirió bruscamente Trout, uno de los hombres más ancianos del clan.

Trout era, quizás, el hombre más longevo de Eirian. Sus largos años habían hecho mella en su cordura y, por lo tanto, se le dejaban pasar ciertas actitudes y comentarios que a otros se les condenaría. Esto no por respeto a su longevidad, sino por temor. Contradecirlo o intentar silenciarlo implicaría arriesgarse a ser maldecido por un hombre que se hallaba en el ocaso de su existencia. En la cultura nórdica había pocas cosas más nefastas que ser injuriado por un moribundo, un terrible augurio con el que nadie quería cargar. Pero a pesar de este blindaje social que su vejez le otorgaba, intentar acorralar a Baris era imperdonable. Su comentario produjo que instantáneamente cayeran sobre él una lluvia de miradas sombrías.

—Señor Trout –le dijo Avon con firmeza, otro druida de relevante jerarquía–, opine y pregunte cuanto quiera. Pero cuide sus formas a la hora de dirigirse a nuestro primer druida.

El anciano, malhumorado, deslizó un gruñido y se echó hacia atrás.

—Está bien –calmó las aguas Baris mientras llamas emergentes de la crepitante madera le iluminaba el rostro–, tiene derecho a inquirir. Yo mismo me he preguntado muchas veces cómo es que permitimos que Maki saliese de Eirian con vida.

El silencio volvió a gobernar el templo. Mientras todos contemplaban al primer druida, una pesada lágrima comenzó a rodar por su mejilla. ¿Pero por qué? ¿Qué aquejaba a aquel noble anciano?

Otro hombre, de complexión abultada y también muy anciano, se inclinó hacia delante y lo miró con afecto. Era Eric, el único sobreviviente, aparte del mismo druida, de aquella legendaria batalla.

—Creo que es buen momento, amigo mío –le dijo– para que vuelvas a narrar lo ocurrido aquella noche. Cuéntales a estos jóvenes acerca de la valentía de sus padres.

Baris alzó la mirada y le devolvió la sonrisa al amigo.

—Como siempre, tu consejo es oportuno, Eric –contestó al momento que pasaba la mano por su abundante barba.

El druida echó los hombros para atrás, reposó sus manos sobre los muslos y habló.

—Fue una larga noche aquella –comenzó diciendo–. Habíamos dejado la Ciudad Gris temprano a la mañana. Recién cuando el sol comenzó a esconderse, y su semejante de plata a alzarse sobre el firmamento, dimos con el enemigo. Estaban en un claro, preparándose para pasar la noche, cuando los hallamos. Por aquellos tiempos nuestro poder combinado era sublime, contábamos con muchos guerreros y druidas de renombre. Pero ellos no se quedaban atrás. Más allá de Maki, su formidable líder, había varios guerreros temerarios en sus filas.

No hubo palabras ni demoras. Combatimos toda la noche. Mucha sangre se derramó sobre aquel claro. Matamos a docenas, pero también perdimos a muchos. Bajo la luna brillaron sus encantamientos, los nuestros y el metal de las espadas. Individuos recios y difíciles de matar resultaron ser aquellos hechiceros. No regalaban sus vidas ni mostraban piedad, aunque nosotros tampoco. Por las virtudes de soldados como Sarbon y Nial la batalla se desarrolló igualada las primeras horas de la noche. Pero con el pasar del tiempo el masivo poder de Maki comenzó a inclinar la balanza a su favor. Hacia la madrugada, solo dos de nosotros quedábamos en pie, Sarbon y quien les habla. Todos los demás estaban muertos o abatidos. Incluso el mismísimo Nial había sido doblegado por el brujo. Yo me encontraba rodeado por tres hechiceros. Su poder no era excelso, y además estaban agotados, pero también lo estaba yo. Hacía rato que mi enfrentamiento con ellos se hallaba estancado. Sarbon, por su parte, estaba combatiendo él solo contra Maki en una colina cercana. Nuestro difunto rey, como todos saben y al igual que su hijo aquí presente, era rápido y raudo. Razón por la cual, al hechicero negro, que para aquel momento también veía su poder mermado, se le hacía difícil conectarlo con sus artilugios. Moviéndose consistentemente errático y fundamentándose en la tracción de sus piernas, Sarbon conseguía evadir las ofensivas de su adversario. Pero la incomodidad era mutua. Él tampoco lograba acortar distancias y concretar ataques. Finalmente, y en uno de los actos más valerosos que le he visto realizar a un hombre, nuestro rey se abalanzó directamente sobre el brujo. Entendiendo que luchando a la defensiva no conseguiría nada, realizó un ataque frontal que lo expuso a los artificiosos que obviamente lo alcanzaron. Una centella de magia negra laceró el cuerpo de nuestro amado amigo y rey, liquidándolo en el acto. Pero no antes de que pudiese enterrar una de sus espadas en el plexo solar del hechicero. Recuerdo, como si hubiese sido ayer, la imagen del sagrado acero de La Fríapenetrando las blancas carnes de Maki. La estocada fue perfecta, tan profunda y potente que la hoja emergió por la espalda del brujo. El inesperado ataque suicida de nuestro rey quebró momentáneamente la concentración de mis adversarios. Lo que me dio la oportunidad de realizar una certera combinación de golpes y hechizos, y derrotarlos. Cuando alcé nuevamente la vista, observé que Maki, a pesar del terrible ataque de Sarbon, se estaba reincorporando. Les aseguro, mis queridos amigos, que nunca había visto a un hombre recibir tan demoledor castigo y no morir. El brujo arrancó la espada de su caja torácica y, sosteniendo sus propias tripas entre las manos, se puso de pie, dispuesto a seguir luchando. Le podrán, y con razón, señalar mil falencias al hechicero negro, pero jamás se atrevan a acusarlo de temeroso. Puesto que, a pesar de todo, no puedo sino admirar la tenacidad que demostró aquella noche. Por mi parte, viendo que mi enemigo se negaba a sucumbir, recurrí a mis últimas fuerzas y lo ataqué con un conjuro que lo envolvió en llamas. Aquel encantamiento casi me cuesta la vida, pero agradezco a los espíritus del bosque haberme regalado la vitalidad suficiente para, aún exhausto y herido, poder conjurarlo. Ya que fue ahí cuando se signó nuestra victoria. Maki ardió y chilló de dolor por más de un minuto antes de desplomarse calcinado. Unos instantes después se volvió a levantar. Pero en esta oportunidad, apenas vivo y con el cuerpo desecho, ya no mostró intención de perpetuar el combate. Sabía que había perdido. En ese momento me encontré frente a una disyuntiva. Y me declaro culpable de cualquier cargo del que ustedes, nobles ciudadanos, me quieran acusar. Pues opté por regresar al claro a atender a los heridos. Y, consecuencia directa de dicha decisión, permitir que Maki escape.

Todos quedaron enmudecidos tras las palabras de Baris. Por un dilatado instante, el crujido entonado por las maderas de la hoguera fue lo único que se pudo oír. Incluso Eric, quien había sido protagonista de aquella afamada batalla, se vio conmovido por el discurso de su amigo.

—Hiciste lo correcto –dijo Owen rompiendo el silencio mientras apoyaba su mano sobre el hombro del druida–. No temas de nadie juicios ni acusaciones. Porque no miento cuando digo que no conozco ni he oído de un hombre de tu integridad y valentía.

—Adhiero a las palabras del rey –se sumó Eric–, si no fuera por ti, hubiese muerto sin conocer a mis hijos más jóvenes y a mis nietos.

Baris asintió con la cabeza y esbozó una sonrisa mecánica. Sus ojos perdidos y vibrantes evidenciaban que aquella decisión aún carcomía su conciencia.

—Señor druida –alzó la voz Leto, un bardo de rostro alegre muy versado en el uso del arco de cazador. Su modo despreocupado y fresco modificó la apesadumbrada tónica que se había generado–. Tengo una pregunta acerca de Maki.

—Pregunta con confianza, amigo –replicó Baris.

—¿Por qué ha vuelto? O, mejor dicho, ¿por qué vino en primer lugar? ¿Qué quiere? ¿Qué hay en este antiguo bosque que encarne en él tan fuerte obsesión?

Los labios del primer druida dibujaron una mueca de frustración y meneó la cabeza.

—Maki anhela lo que todo hombre con poder –contestó–, más poder. ¿Pero por qué viene hasta aquí buscando alcanzar dicho propósito? La respuesta a esa pregunta es trágica. Dime, Leto, ¿has oído alguna vez hablar de Aveleth?

—Aveleth –repuso el arquero mientras fruncía el ceño–, he escuchado ese nombre en algunas canciones, en las más añejas creo. Pero debo confesar que no estoy demasiado familiarizado.

—Eso es de esperar –continuó el primer druida mientras todos lo escuchaban–, es una divinidad de una mitología casi olvidada.

—Entiendo –replicó Leto mientras asentía con la cabeza–. ¿Y qué tiene que ver esta antigua diosa con Maki?

—Lo que ocurre –repuso Baris agravando la voz– es que existe una vieja profecía, leyenda mejor dicho, que afirma que Aveleth vive aquí en Eirian, más precisamente en los bosques de Eloth. Y que otorgará grandes poderes a quien consiga cortejarla. Maki ha prometido que carbonizará hasta el último de nuestros árboles con el fin de encontrarla.

—¿Y qué poder, cuenta la leyenda, obtiene quien consigue “cortejarla”? –preguntó un hombre robusto y de luenga barba que se encontraba recostado contra uno de los pilares.

—El de ser capaz de hablar con los árboles.

Ante aquella respuesta el hombre dejó escapar un largo suspiro y puso los ojos en blanco.

—Eso es difícil de creer –continuó Leto tras de una breve pausa y mientras murmullos y silenciosas risas se escuchaban por lo bajo.–Llevas razón –exclamó Avon con severidad al momento que se sumaba nuevamente a la conversación–. Pero ninguna importancia tiene lo que tú creas o no creas. Esa es, efectivamente, la razón por la que Maki insiste en invadir estos bosques.

—Ahora entiendo por qué dijo usted que la razón de su subyugación era trágica, gran druida –volvió a hablar Leto, obviando la agresión de Avon–. Resulta funesto que tantas vidas tengan que esfumarse por una fábula tan absurda. –Concuerdo contigo, bardo –le dijo Baris–. Se equivoca Maki al pretender adueñarse mediante la fuerza de un recurso que la naturaleza guarda para sí. Ignora que solo conseguirá dañarse a sí mismo, al total de su raza y a la madre de todo. Como habitantes del bosque hemos comprendido que los mortales debemos limitarnos a observar pacientes y aceptar el fruto que la naturaleza, desde su suprema sabiduría, considere el indicado para nosotros –el druida hizo una pausa, un aura guerrera lo adornó–. Pero la razón de la vuelta de Maki a Eirian resulta, a estas alturas, irrelevante. Lo importante es que él ya se encuentra cruzando las montañas de Mroth. Tus compañeros, los bardos, lo han visto. Y si sus dichos son ciertos, lo acompañan por lo menos cien hombres. Pronto llegará al bosque de Eloth, corazón de nuestro reino. No habrá emisarios ni intentos de negociación, él viene a destruir. Y nosotros debemos decidir qué haremos. He invocado este concilio con el fin de resolver si lucharemos contra él o si, por el contrario, abandonaremos la Ciudad Gris y partiremos hacia el norte, a los Bosques de Escarcha.

Las plegarias de los árboles

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